PERDULARIO
Como el acróbata de la elegía de Rilke,
que sonríe en la caída mientras discute con la gravedad, el poeta se sabe
obligado a ir menguando el peso de su discurso para dejarlo en el territorio
deshuesado de la suspensión. Ese es el único sentido -tan difícil de hallar,
tan doloroso de urdir- de toda antología: mostrar la distancia entre lo
prescindible y lo sustantivo en lo entregado hasta ese momento. También al
poeta, ese saltimbanqui errante,se le exige un salto mortal cada vez con menos
asidero; por eso, una antología es un doble ejercicio de humildad y de alarde
que cuestiona todas las certidumbres –también la de las palabras-, pues se va
laminando una y otra vez cuanto se ha dicho hasta dejarlo así, reducido y en
cueros vivos. Todavía sobraban palabras, parece decir el autor como
disculpándose. Eso es: toda antología es, también,la petición de una disculpa:
‘Perdónenme; abrí la boca demasiado’. En este sentido, siempre me ha parecido
que hay una vinculación natural entre las antologías y los autorretratos de los
pintores, que se van pintando una y otra vez a sí mismos a través del tiempo.
“De momento soy así”, suponemos que desean hacer saber ante un nuevo retrato,
desmentido por el de diez años después. Se contaba de Rembrandt que ante uno de
sus numerosos autorretratos alguien le espetó: “Perdone, maestro, pero no se
parece en nada usted”. “Necio –le replicó al parecer el pintor-, es que ese soy
el de dentro de veinte años”. Asimismo, lejos de una colección mineral de
poemas,la antología es un salto al futuro. Un salto mortal, desde luego, como
en el poema de Rilke.
Hace
meses, en la colección de antologías propiciada por la diputación salmantina
sobre autores vinculados a esa ciudad, ha aparecido ‘Perdulario’, la antología
correspondiente a Ángel Fernández Benéitez, uno de esos poetas de tensión
continua cuyo discurso, despedazado en ediciones ya inencontrables, aparece por
fin aquí recompuesto en una afortunada selección suficiente a cargo del propio
poeta zamorano. Lo primero es el título, hermoso y desesperado como un disparo
al aire: ‘Perdulario’. Quién sabe si el concepto deba aplicarse al poeta o al
propio discurso, esa propuesta exigente y destinada a la incertidumbre –a la
perdición-, al igual que cualquier manifestación que pretenda remover el
espíritu en esta época en que el fútbol y las recetas de cocina son la más sublime
expresión del pensamiento. Así entiendo ese título, como una deposición confesa
de armas antes siquiera de los primeros compases del combate.
En
el detenido estudio previo a los poemas, Máximo Hernández se fija en dos
cuestiones que podrían resumir el sustrato general de esta escritura: la
identidad y el desconcierto. Si el lector toma como ejes estas dos propuestas,
puede perseguir a lo largo de los sucesivos libros que configuran ‘Perdulario’
toda una actitud. La de quien tiene conciencia de la imposibilidad de
identificar estos dos pares: designar y ser; escribir y vivir.
Creo
que toda la escritura poética de Fernández Benéitez merodea justamente en torno
a esto: la distancia ineludible entre los nombres y las realidades (“me filtro
en los nombres / como humedad dañina”, se lee ya en ‘La conducta inocente’).
Contra aquella aspiración taumatúrgica de los poetas creacionistas,
capitaneados por Huidobro (“Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / hacedla
florecer en el poema”), el poeta zamorano sostiene entre los dedos esa lástima
que caracteriza también al poeta: la de quien sabe que solo puedepararse en los
nombres mientras allá, en el exterior, sucede todo. En un maravilloso poema
titulado “Contemplación”, Fernández Benéitez hace de la rosa, precisamente, el
símbolo de aquello que no puede alcanzarse ni siquiera nombrándolo (“No voy a
urdir la rosa / porque no está en mi mano construirla”). Y en otro poema de ‘El
verano al acecho’ -libro inédito en el que el poeta llega, bajo las pedradas
secas de esos títulos: “Realidad”, “Desafecto”, “Consolación”, “Imitación”, a
una insistencia feraz y decisiva en este juego de insuficiencias que es
escribir poemas-, se lee esto: “Si cuando digo cielo, / se clavara en los ojos
tanta altura”.
Digamos
a los buenos lectores de poesía que apartarse con ‘Perdulario’ del ruido del
mundo es entrar de cabeza en los círculos concéntricos de un ensimismamiento
que convierte en lenguaje esta pesadumbre ontológica de la que estamos
hablando. El poeta quizás no lo sospecha pero es precisamente esa sostenida dicción
exquisita, fiada a un ritmo imparisílabo que fluye y hace líquido lo que
parecería destinado a caer a plomo, y esa justeza de nombres, que aparecen como
un catálogo inequívoco de presencias llenas de certidumbre, lo que sostiene
esta escritura deslumbrante, que hace creer a la vez al lector en el lenguaje y
en la vida, en el hecho de decir y en el fenómeno de vivir.
La
cobertura del mundo natural –otra de las recurrencias de la poesía de Ángel
Fernández Benéitez- empaña sin trampa la identidad de uno de los poetas más
intensos que ahora mismo pueden leerse entre nosotros. Como nuestros padres
clásicos –pienso en Virgilio, en sus ‘Geórgicas’-, este poeta mantiene con la
tierra una interlocución donde la exacerbación o la comunión mística de los
románticos exaltados están desterradas. Más bien nos invita a mirar las cosas
desde el desconsuelo de no ser ellas. Ese desarraigo llega a zozobras más
profundas (“la discreta ficción de ser conmigo” es un verso que se repite por
dos veces en poemas distintos) pero no pueden evitar que el estupor se adueñe
de la lectura de esa proclamación que exige a toda costa la concurrencia del
nombre y de la cosa en el estallido dela unanimidad. O como dice él mismo en
estos versos: “si no sé cómo hacer / para nombrar el sol / y quedar ciego!”.
Tomás Sánchez Santiago
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