miércoles, 29 de octubre de 2014

n Artículo de Tomás Sánchez en el Norte de Castilla sobre Perdulario


PERDULARIO

 

            Como el acróbata de la elegía de Rilke, que sonríe en la caída mientras discute con la gravedad, el poeta se sabe obligado a ir menguando el peso de su discurso para dejarlo en el territorio deshuesado de la suspensión. Ese es el único sentido -tan difícil de hallar, tan doloroso de urdir- de toda antología: mostrar la distancia entre lo prescindible y lo sustantivo en lo entregado hasta ese momento. También al poeta, ese saltimbanqui errante,se le exige un salto mortal cada vez con menos asidero; por eso, una antología es un doble ejercicio de humildad y de alarde que cuestiona todas las certidumbres –también la de las palabras-, pues se va laminando una y otra vez cuanto se ha dicho hasta dejarlo así, reducido y en cueros vivos. Todavía sobraban palabras, parece decir el autor como disculpándose. Eso es: toda antología es, también,la petición de una disculpa: ‘Perdónenme; abrí la boca demasiado’. En este sentido, siempre me ha parecido que hay una vinculación natural entre las antologías y los autorretratos de los pintores, que se van pintando una y otra vez a sí mismos a través del tiempo. “De momento soy así”, suponemos que desean hacer saber ante un nuevo retrato, desmentido por el de diez años después. Se contaba de Rembrandt que ante uno de sus numerosos autorretratos alguien le espetó: “Perdone, maestro, pero no se parece en nada usted”. “Necio –le replicó al parecer el pintor-, es que ese soy el de dentro de veinte años”. Asimismo, lejos de una colección mineral de poemas,la antología es un salto al futuro. Un salto mortal, desde luego, como en el poema de Rilke.

Hace meses, en la colección de antologías propiciada por la diputación salmantina sobre autores vinculados a esa ciudad, ha aparecido ‘Perdulario’, la antología correspondiente a Ángel Fernández Benéitez, uno de esos poetas de tensión continua cuyo discurso, despedazado en ediciones ya inencontrables, aparece por fin aquí recompuesto en una afortunada selección suficiente a cargo del propio poeta zamorano. Lo primero es el título, hermoso y desesperado como un disparo al aire: ‘Perdulario’. Quién sabe si el concepto deba aplicarse al poeta o al propio discurso, esa propuesta exigente y destinada a la incertidumbre –a la perdición-, al igual que cualquier manifestación que pretenda remover el espíritu en esta época en que el fútbol y las recetas de cocina son la más sublime expresión del pensamiento. Así entiendo ese título, como una deposición confesa de armas antes siquiera de los primeros compases del combate.

En el detenido estudio previo a los poemas, Máximo Hernández se fija en dos cuestiones que podrían resumir el sustrato general de esta escritura: la identidad y el desconcierto. Si el lector toma como ejes estas dos propuestas, puede perseguir a lo largo de los sucesivos libros que configuran ‘Perdulario’ toda una actitud. La de quien tiene conciencia de la imposibilidad de identificar estos dos pares: designar y ser; escribir y vivir.

Creo que toda la escritura poética de Fernández Benéitez merodea justamente en torno a esto: la distancia ineludible entre los nombres y las realidades (“me filtro en los nombres / como humedad dañina”, se lee ya en ‘La conducta inocente’). Contra aquella aspiración taumatúrgica de los poetas creacionistas, capitaneados por Huidobro (“Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / hacedla florecer en el poema”), el poeta zamorano sostiene entre los dedos esa lástima que caracteriza también al poeta: la de quien sabe que solo puedepararse en los nombres mientras allá, en el exterior, sucede todo. En un maravilloso poema titulado “Contemplación”, Fernández Benéitez hace de la rosa, precisamente, el símbolo de aquello que no puede alcanzarse ni siquiera nombrándolo (“No voy a urdir la rosa / porque no está en mi mano construirla”). Y en otro poema de ‘El verano al acecho’ -libro inédito en el que el poeta llega, bajo las pedradas secas de esos títulos: “Realidad”, “Desafecto”, “Consolación”, “Imitación”, a una insistencia feraz y decisiva en este juego de insuficiencias que es escribir poemas-, se lee esto: “Si cuando digo cielo, / se clavara en los ojos tanta altura”.

Digamos a los buenos lectores de poesía que apartarse con ‘Perdulario’ del ruido del mundo es entrar de cabeza en los círculos concéntricos de un ensimismamiento que convierte en lenguaje esta pesadumbre ontológica de la que estamos hablando. El poeta quizás no lo sospecha pero es precisamente esa sostenida dicción exquisita, fiada a un ritmo imparisílabo que fluye y hace líquido lo que parecería destinado a caer a plomo, y esa justeza de nombres, que aparecen como un catálogo inequívoco de presencias llenas de certidumbre, lo que sostiene esta escritura deslumbrante, que hace creer a la vez al lector en el lenguaje y en la vida, en el hecho de decir y en el fenómeno de vivir.

La cobertura del mundo natural –otra de las recurrencias de la poesía de Ángel Fernández Benéitez- empaña sin trampa la identidad de uno de los poetas más intensos que ahora mismo pueden leerse entre nosotros. Como nuestros padres clásicos –pienso en Virgilio, en sus ‘Geórgicas’-, este poeta mantiene con la tierra una interlocución donde la exacerbación o la comunión mística de los románticos exaltados están desterradas. Más bien nos invita a mirar las cosas desde el desconsuelo de no ser ellas. Ese desarraigo llega a zozobras más profundas (“la discreta ficción de ser conmigo” es un verso que se repite por dos veces en poemas distintos) pero no pueden evitar que el estupor se adueñe de la lectura de esa proclamación que exige a toda costa la concurrencia del nombre y de la cosa en el estallido dela unanimidad. O como dice él mismo en estos versos: “si no sé cómo hacer / para nombrar el sol / y quedar ciego!”.

Libros como esta antología son, a la postre, ejercicios de redención que libran a los buenos lectores de esa inercia hacia la trivialidad –e incluyo aquí también mucha poesía rumbosa de cansina dicción- que parece presidir el rumbo de estos años. Búsquenla. No se la pierdan.
                                                                                Tomás Sánchez Santiago

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