Vuelan torcaces entre los pinos. Y las tórtolas, como
cada año, anidan en el almendro grande.
Los otros nidos de los chopos, construidos con palitos, no sé quién los
habita o si fueron abandonados por sus constructores. No he visto en ellos signo de vida. Quizá
fueran pegas sus moradores o tórtolas, quizá algún pito real. Miro las aves en
su vuelo y en su quietud. Y las escucho
por las mañanas desde la cama. Pido que me dejen la ventana abierta. Entra una
brisa que me relaja y me tonifica añadida a los trinos de los jilgueros. No
reconozco el canto de muchos de los pájaros que se acercan a los arbustos de
romero y piracanta próximos a la casa, pero sé que por ahí cerca andan el
colirrojo tizón y el verderín. Identifico a la abubilla inconfundible. Los demás…
¡Son tantos! Pardillos, pinzones, herrerillos… Me gustaría saber de cada cual:
su pluma, el timbre de su voz o sus costumbres. Por ahora me tengo que
conformar con mi libro de aves de Castilla-León y con la observación parcial de
aquellas que se aproximan a mi ventana.
Oigo el chillido del milano, pero no vuela en el trozo de cielo que mi ventana
permite ver desde la cama. Debo imaginarlo poseyendo el límpido azul bajo sus
alas amplias y su cola desplegada en una horquilla poderosa, timón de los vientos.
Igual que debo imaginar a las golondrinas del Duero en sus vuelos rasantes para
beber agua en la piscina. Las aves ahora llevan una vida ajena a la mía.
Antes no era así. Podía seguirlas, acecharlas. Las
perdices huían de mí por el camino agrícola que llega al pueblo, hasta que
levantaban el vuelo para esconderse entre los matos de cantueso y tomillo, bajo
las amarillas retamas o las jaras, más
allá de la cuneta. No había ventanas. El campo suele ser todo seguido salvo
vallas o casetas. Desde la ventana del
hospital también veíamos un grupo de torcaces que pastaban en el césped
del jardín. Mi hermana Cristina insistía en que no eran torcaces sino perdices.
Eran los primeros días de mi hospitalización. Habíamos dejado a nuestros hijos:
al mayor al cuidado de la casa, y a la pequeña al cuidado de otra hermana. Por
entonces yo no tenía ánimos para discutir. Tanto daba si eran torcaces o
perdices, aunque el lunar blanco en el cuello las hiciera inconfundibles. En vez de observarlas, por las mañanas me ocupaba en desechar las
pesadillas nocturnas tratando de entenderlas, al menos ordenarlas en secuencias
lógicas, pero era inútil. No conseguía anular la angustia que en mí provocaban.
Una noche estuve pintando un cuadro infinito formado
por cientos de miles de siluetas de caballeros del siglo XVI, figuras
esquemáticas de la imagen de Carlos V, a
caballo, en Mülberg, realizada por Tiziano. Los caballeros se ordenaban en la superficie
del lienzo según una cuadrícula aburrida y absurda, monocromática, como un ejército
alineado para una batalla con otro ejército ficticio e invisible situado en el
exterior del cuadro. Esa noche u otra, no sé, pinté también un paisaje
multicolor; una avenida de árboles variopintos conducía a una casona
pretenciosa de aspecto colonial. Tanto en las líneas como en los colores se
reflejaba una persistente inmovilidad, como si el paisaje no pudiera ser
ocupado nunca por un ser vivo. Podría recordar el decorado daliniano de una
ópera, pero sin personajes. Ambos cuadros producían una sensación de quietud fantasmagórica
que enervaba los sentidos. También, otra noche alcancé un hermoso palacio barroco
que se alzaba en medio del mar, un mar nórdico,
gélido, pero no brumoso. Por sus paredes crecía un árbol, no sé si era abedul o
álamo, cuyas raíces se agarraban a los muros del palacio. Lucía un sol de
invierno, escaso. El palacio estaba desierto. Cerca se veía un barco
desarbolado. Soñaba con imágenes que, sin razón, suponía manifestaciones de la
eternidad y sentía miedo porque en aquel palacio y aquellos cuadros había
huellas de la muerte. Nadie asomaba a las ventanas del palacio ni pedía ayuda
desde el barco, pero parecía que hubiera
tras las puertas o al fondo de los cobertizos de la leña personajes de leyenda.
También viví una noche una batalla sobre el fango de
una turbera escocesa desde donde podía contemplarse la cortedad de un amanecer
incompleto. La tierra era negra, el cielo de un blanquecino insulso. Mis piernas
pesaban anegadas en el barro y los movimientos se ralentizaban. Mis dificultades
para andar, en la vida real, también fueron
haciéndose ostensibles con el paso de lo días. Por último, asistíamos a oscuras
misas y sacrificios paganos en lo alto de un edificio de ladrillo rojo, abandonado
antes de estar terminado, devastado por los yonquis, los gamberros y los
borrachos. Oficiaba de sumo sacerdote un personaje pintoresco, una mezcla de
Tony Ronal, Camilo Sexto y Lauren Postigo, vestido con una traje de punto gris,
deteriorado físicamente por los excesos del alcohol. Las arrugas, el color
oliváceo y morado eran los rasgos sobresalientes de su rostro. Una “troupe” de
bailarines psicodélicos con mayas al estilo de los programas televisivos de
Lazarov, de los años setenta, podrían pasar por diablos en una danza
absurda al ritmo de una música hortera. Lo cierto es que no me podía ver libre
de ellos y de su infernal borrachera.
Atrapados allí, en lo alto del edificio templo, sembrado de cristales rotos de botellas de Peeppermint
frappe, Licor 43 y otras bebidas del mismo estilo, Mercedes y yo nos veíamos envueltos por
aquella horrible fiesta, de la que al fin nos liberamos cuando el personaje que
actuaba de sumo sacerdote desapareció de la escena, tal vez, empujado al vacío,
tal vez asesinado por uno de aquellos borrachos, sin que su muerte nos liberara
del miedo y de la angustia, cuando descendíamos por las escaleras llenas de escombros de aquel edificio
abandonado en azarosa huida.
Desde mi infancia, las pesadillas habían desaparecido.
Ahora volvían con los dos rasgos que las caracterizaban antaño: el miedo
asociado a la sinrazón, lo onírico dominado por la angustia, pero, a diferencia
de aquellas, estas parecían dotadas de
un carácter vaticinador, pero ¿qué anunciaban?
¿La soledad, la muerte, la eternidad? El hospital, su monotonía y sus
sustancias, hicieron el resto. Mi vida se desplazó a un limbo cuyo rasgo esencial era la ausencia de
mí mismo, la anulación de toda iniciativa. Fui despojado de casi todos mis
deseos, no de mis temores. Mi cuerpo inválido había tomado posesión de mi
espíritu. Y este se debatía entre el territorio de las dudas y el fronterizo
paisaje de la desolación. Se sucedían las pruebas médicas para diagnosticar mi
mal: resonancias, punciones lumbares, Pet. No había dudas: la médula estaba
inflamada. El porqué se ignoraba. Los análisis no acusaron ningún virus,
ninguna sustancia tóxica, ninguna bacteria entrometida, tampoco se percataron
del déficit de vitamina alguna. Mi sangre, un poco alta en colesterol, era, por
lo demás, de lo más vulgar. Una biopsia en el cerebro dejó su cicatriz, pero no
aportó la información pretendida. Me explicaron que el linfoma podía ser tan
pequeño que buscarlo era como tratar de encontrar una consonante en un folio escrito,
por un agujero de un milímetro. No se percibía linfoma ni ningún otro tumor en
mi organismo. Sin embargo, las piernas día a día perdían su capacidad para
sostenerme. Unos movimientos desgobernados, espásticos se adueñaron de ellas.
Mi residencia quedó ceñida por los límites de mi lecho. En él me apuntalaban
por las tardes, para cambiar mi postura, Mercedes, mis hermanas y otras
compañías. Me sacaban de mi colchón antiescaras celadores diestros en acarrear
cuerpos a las salas de electromiograma, radiografías, escáneres y otras
máquinas de tortura. Recorríamos pasillos sin fin, subíamos y bajábamos en
ascensores inmensos. Aquí me inyectaban contrastes radioactivos, allí
sustancias de sedación A estas correrías se iban mezclando mis alucinaciones,
producidas seguramente por los lunares brillantes de mi cerebro, las estrellas
de un firmamento poco firme donde el caos iba conquistando el orden de la
realidad. En mis delirios recorría ciudades inmensas por tubos de metacrilato,
como venas heladas, que me condujeran de unas salas a otras de hospitales
distantes o me veía abandonado en una habitación de techo bajísimo donde tenía
que permanecer horas y horas, mientras le rogaba a mi enfermera que me liberase
de aquella mazmorra donde me había recluido. Así fui ganando experiencia de la
irrealidad y del sufrimiento que pueden provocar sus detalles más nimios.
Después de una tarde de pruebas llegué a mi habitación con las palabras
perdidas, como mis piernas. Se unían libremente en una articulación lenta, en
locuciones espásticas y sin sentido que no reproducían mi pensamiento y que me
llenaban de turbación, pero sí oía mis enunciados construidos con palabras de
trapo, formando una desequilibrada colcha lingüística de pachtwork gramatical.
¿Me estaba volviendo loco? No se trataba de la dificultad de leer los dos
primeros capítulos de Un cuarto propio de Virginia Woolf, regalo de mi amigo Alberto, que
atribuí a mi poco conocimiento de la escritora y a mi distante gusto hacia sus
novelas La señora Dalloway y Orlando:una biografía. La fórmula
sintáctica es sencilla y de sobra conocida: colocar un adjetivo conveniente
junto a un sustantivo y este junto a un verbo con el que se pueda acoplar; pero
el adjetivo por mi seleccionado no convenía al sustantivo pronunciado y la
reclamación de otro más adecuado hacía surgir en mi cabeza un sinfín de
palabras a cada cual menos apropiada. Mi discurso se tornó caótico por una
noche, las palabras perdían su significado, sin cobrar otro, y olvidé los nombres
de mis hijos cuando mi neuróloga me los preguntó por la mañana.
Las horas en que mi capacidad lingüística quedó igual
de reducida que los movimientos de mis piernas fueron angustiosas. Pensaba en
aquellos instantes en los que se puede llevar una vida limitada, sí, sin
piernas, pero sin lenguaje el delirio de los sentimientos y las sensaciones,
las alucinaciones y los signos de la irrealidad, caóticamente mezclados,
devorarían mi espíritu en pocos días. Efectivamente me estaba volviendo loco y
cuanto más ingresaba en la esfera de la locura, más desinterés por todo crecía
en mí. Ante mi desfallecimiento indiferente, la neuróloga llamó a la
psiquiatra, cuya dulzura resultaba seductora. Hablé con ella con absoluta sinceridad.
Sus palabras, la sertralina y el tranquimacín paliaron mi desaconsejable y
desconcertante estado. Las dosis del ansiolítico eran tan altas que yo mismo decidí reducirlas para
poder distinguir el día de la noche, la tarde de la mañana. Aun así las
noticias que llegaban de mi vida anterior me interesaban poco. Mi hija Águeda vino a verme un fin de semana.
Su cariño y las manifestaciones de su ternura adolescente causaron poca
impresión en mí. Cuando se hubo ido, recibí una buena reprimenda de su madre.
Mi Águeda se había ido del hospital llorando, desconsolada. Su padre no se
había interesado por ella en absoluto, como tampoco se interesaba por las llamadas
telefónicas de amigos o compañeros de trabajo que se preocupaban por su estado
y que le sugerían que escribiera, pero ¿cómo atar las palabras unas a otras
para que cobraran significado?
La vida hospitalaria regía totalmente mi existencia,
como les ocurría a los enfermos de La
montaña mágica. Esperaba las horas de las comidas como si del bollo con
mermelada del desayuno dependiera mi vida. La inyección de heparina era la
novedad de la tarde y las mediciones de la tensión arterial o de la glucosa un
devaneo con la gente del exterior, sin embargo a los amigos y parientes que me
visitaban apenas les prestaba atención. Las paredes blancas de mi habitación,
los intrincados pasillos envolvían mi vida con el papel de celofán de una
irrealidad real ajena a la vida. Mi historia, mi vida anterior carecía de valor.
Solo importaba en aquellos momentos descubrir al culpable de la inflamación
medular, en primer lugar, y además cambiar el pañal sucio y que las auxiliares
y enfermeras colaboraran para sondarme, no fuera a ser que, por orinarme donde
no debía, fuese a contaminar de nuevo el colchón, la cama, de alguna de las
sustancias radioactivas que me inyectaran para alguna nueva prueba. Pero ¿y sí
no había culpable? ¿Y si mis nervios se
habían destrozado en la confrontación torturadora producida por un pensamiento
arcaico con el que pretendí encarrilar aconsejablemente, burguesamente, la actualidad de mi vida?¿Y si todos los fundamentos
vitales que me enseñaron se habían quedado obsoletos ante la evolución de las
costumbres? ¿Aquellas pautas de conducta que nos enseñaron nuestros padres, los
modelos de pensamiento que aportaron los escritores modernos o los antiguos
sabios estoicos no estaban verdaderamente oxidados hoy? Acaso nos producían un
conflicto mucho más grave que la intoxicación por sustancias añadidas a los
alimentos o a los tejemanejes de los transgénicos. No encontraban en mi sangre
la sustancia venenosa; quizá esa sustancia imaginaria se segregaba del
conflicto entre lo que puede y debe ser, entre lo enseñado y lo entrevisto,
entre una nostalgia platónica del mundo y una voracidad darwiniana, entre el
control y el caos, agencias enemigas que en nuestra infancia nos hicieron reír
con uno de sus superagentes, el 86. Mis piernas se negaban a avanzar porque
adolecían de la falta de un destino, del gobierno de una idea que les
permitiera conducirse por la realidad multiforme y caótica actual, tan distinta
a la monolítica vida infantil sometida a los valores de la cruz.
Había alcanzado la edad en que otra generación llegaba
imponiendo sus nuevos criterios, sus formas de vivir. Podía ser la causa de mi
enfermedad la desazón que me producía no estar a la altura para educar
convenientemente a un hijo, para ser un profesor eficaz y querido, un ciudadano adecuado a su ciudad castellana, un
amigo cumplidor, un aconsejable poeta local al que recurrir para ceremonias
poéticas y otras martingalas verbeneras dedicadas al libro o a algún eximio
poeta anterior. Ese poeta cuyo rostro le suena a todo el mundo y del que no
suenan ni los ecos de un solo verso.
El hospital es cómodo; las auxiliares, amables; las
enfermeras atentas; los médicos, prudentes. Pasan los días y mi enfermedad
sigue sin declarar su causa. Se le escapaba a doce eminentes neurólogos, a varios
radiólogos, a neurocirujanos, a expertos y concienzudos analistas. Mi
enfermedad es rara de cojones en expresión de uno de los neurólogos y siguen
investigando infructuosamente en mis arterias, en cada uno de mis órganos,
buscando y rebuscando virus, bacterias, tumores, sin éxito. En cada rincón de
mi organismo puede ocultarse el culpable de mi estado, el responsable de la
falta de fuerza en mis piernas, de los temblores de mis manos, de las fugas de
mi cerebro. El terrorista no se deja ver
y, por tanto, no pueden tratarlo como se merece. Por ello, optaron por un tratamiento empírico, según sus
propias palabras. El desconocimiento del mal, la ausencia momentánea de tratamiento,
las punciones lumbares como prospecciones que
persiguieran el oro negro de mi salud, algunas palabras recogidas de
labios de la neuróloga y otras medias capturadas en la voz de Teresa fueron socavando la escasa certidumbre sobre
mi futuro. Además venían a visitarme tantos familiares que llegué a la
conclusión de que lo hacían como despedida, lo cual abonó mis miedos.
Por fin, una tarde la enfermera me abrió una vía para
inyectarme corticoides. Así, empezábamos el tratamiento empírico. A la mañana
siguiente no era el mismo o sí lo era, pero el anterior, el de siempre, sin la
fuerza en las piernas que los fisioterapeutas tampoco pudieron recuperar, pero
con las palabras en sus anaqueles correspondientes dispuestas para su uso,
limpias y ordenadas. Las palabras eran la conexión con mi historia, con mi
infancia, con mis sentimientos anteriores a veces recogidos en poemas. Si hubo
un ictus, no había conseguido desbaratar los registros lingüísticos del
paciente. Quizá la única señal de lo ocurrido era una lentitud cauta en la
exposición de las ideas, una cierta ralentización del discurso como si el hablante
dudara de sí mismo, de su capacidad para encajar las palabras en el lugar
exacto del puzzle oracional. Inteligencia,
dame el nombre exacto de las cosas…Resonaba en mi cabeza el poema de Juan
Ramón Jiménez. Esta recuperación de las palabras me permitió terminar de leer Un cuarto propio. Los cuatro últimos
capítulos me dejaron disfrutar de las tesis de la Woolf y terminar de una vez
con mi prejuicio respecto a la literatura femenina, analizada allí como una
manifestación relacionada con la situación económica y social de las mujeres en
Gran Bretaña. Bien es cierto que el año anterior ya me había desmontado el
prejuicio la extraordinaria Jane Austen. Pero, sobre todo, esta recuperación de las palabras también me
proyectó hacia el futuro. Bien, estaba enfermo y la enfermedad podía tener
consecuencias temibles, pero, mientras llegaba el desenlace, fuera el que
fuera, yo podría seguir disfrutando de algunos placeres. La lectura, la
escritura y la observación de lo que me rodea, desde una silla de ruedas, desde
luego, pero vivo y capaz. Más adelante llegué a otra conclusión: los
corticoides me iban a producir una euforia tal que me permitiría empezar mi
vida de inválido con su apoyo químico.
A la vista de los resultados insatisfactorios de las pruebas
y de que mi estado se mantenía estable con el tratamiento, mis médicos me dieron
el alta con carácter provisional y me dejaron regresar a casa. Vinieron a
buscarme un viernes al final de la mañana mi cuñado José Ramón y mi primo
Antonio, los mismos que antes de mi ingreso en el hospital, me bañaban en
hierbas y pétalos según recomendación de un naturópata profético de labia
incandescente y métodos sanadores sorprendentes, al que acudí forzado por parte
de mi familia, para quienes había que agotar todas las posibilidades, incluso
lo que pudiera aportar una medallita de la Virgen que colgaron de mi cuello como regalo de
una sobrina de corta edad.
Hicimos un viaje de vuelta a casa agotador. Al llegar
al porche por donde se entraba me esperaba ya la silla de ruedas provisional
que Mercedes, a través de una sobrina, había alquilado a un ortopedista de la
ciudad. Se acabaron las pesadillas y los malos rollos del hospital. Cuando los
dos hombres me sentaron en mi nueva silla, cobijado en el porche de casa, pensé
en que la inseguridad del futuro volvía
a ser la incertidumbre propia de la vida.
J unio, 2013
Aquellos días posteriores a mi estancia en el hospital
estuvieron dominados por la contradicción. Por un lado parecía haber perdido mi
territorio vital; por otro, asumir mi invalidez (palabra prohibida por mi
terapeuta, que me enseñaba, en realidad, a vivir como inválido) a los ojos de
amigos y compañeros, cargados de solidaridad para conmigo, me ofrecía una
imagen extraña de mí mismo, un Ulises de la enfermedad que regresaba a su casa,
minusválido, con la intención de recuperar los datos de su existencia, tanto
los relativos al presente, como los rezagados en el ayer.
Mis dos hermanas seguían viniendo a casa, como antes
de ingresar en el hospital y durante mi estancia en él, para colaborar con Mercedes
y así paliar con su ayuda mi incapacidad
con el baño, el vestido y para montar guardia cuando mi mujer debía salir de
casa para acudir al médico a por recetas, o a cargar en la farmacia con las
necesarios lotes de pañales y empapadores para envolver a un enfermo cuyos
esfínteres habían sufrido, como las piernas, la acechanza de la enfermedad,
desentendiéndose del pudor del enfermo y de su vergüenza y exigiendo una
constante limpieza que me arrancaba mi intimidad, asediada por las manos y los
ojos de las mujeres que me ayudaban. La vergüenza se desarrollaba en forma de
rabia o de postración. Pero, una de mis hermanas, Cristina, justificaba su risa
con una lógica aplastante: “Qué quieres, que lloremos por ti cuando te aseamos
o que nos riamos al dejar tu culito limpio”. Y yo me inclinaba naturalmente por
la risa del culito limpio y rechazaba las lágrimas que mi pudor reclamaba.
J
Las visitas de compañeros de trabajo, de familiares y
amigos, la cita vespertina con el fisioterapeuta y la dosis de corticoides
impuesta por los doctores, añadidas a la vuelta a casa, la recuperación de la
naturaleza y el apacible sueño de las noches, generaron en mi ánimo una
especial euforia en la que la inmovilidad de las piernas no parecía importar
demasiado. No solamente consideraba mi situación pasajera, sino que, además, me
enfrentaba a cada día con un extraño vigor. Disfrutaba de la comida, de la conversación,
de la lectura o de la música como si todo ello no hubiera de realizarse desde
la inmovilidad de una silla de ruedas. Arrancado del lecho hospitalario y quizá
de las inmediaciones de la muerte, proyectaba mi vida como si con mi terapia
pudiera afrontar cualquier dificultad. Me traían libros, bombones, cariño; de
todo disfrutaba con una ingenuidad ciega ante mi futuro. Se me podía aplicar el
refrán que dice: "No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Desde esa
ingenuidad disfrutaba del sol de las mañanas, de las lecturas que mis amigos o
algún compañero me traía. Seguramente el libro que me enganchó más fue “Córdoba
de los Omeyas” de Antonio Muñoz Molina; me la regaló Pilar, compañera del
Instituto en la asignatura de Física y Química. Cuando me lo trajo a casa
consideró conveniente recordarme una conversación de café en que confesamos
ambos nuestra admiración por el autor del “Jinete polaco”, en la que ella había
mencionado “Córdoba de los Omeyas” y le había extrañado que yo no lo hubiera leído.
Fue mi lectura del verano; hasta cuatro y cinco veces leí algunos capítulos,
como el dedicado al emir Abderramán.
La cicatriz de la biopsia que me habían practicado los
neurocirujanos iba curándose paulatinamente, aunque dejaba en lo alto de mi
frente una severa hondonada, una señal inequívoca de peligro, que seguramente
yo quería ignorar. Creo que aquellos días los vivía en una borrachera de vida,
en una especie de ceguera, en un encantamiento en el que mi recuperación
parecía cosa fácil y mi enfermedad olvidada.
Mi hermana Cristina me reñía por mi voracidad ante las
comidas: cualquier cosa me parecía un manjar exquisito e incluso me empezaron a
atraer en exceso los pasteles que nunca antes me habían incitado especialmente. “Mira que vas a coger demasiado peso –decía-
y luego nos va a costar mucho trabajo cargar contigo”. Una tarde mi amigo
Alberto y Vicen me trajeron caprichos de reina, una especie de bombones típicos
de Zamora que, sin embargo yo, a mis cincuenta y siete años, no había probado
aún porque me parecían tan empalagosos como los pasteles gloria o las yemas de
Santa Teresa. Los caprichos de reina, en su origen, eran fabricados por la
empresa Reglero, una familia de pasteleros de reconocido prestigio en la ciudad,
aunque hacía años que habían cerrado la fábrica. Los preparaban solo en
invierno, pues los calores veraniegos derretían la capa de chocolate negro que
envolvía una bavaresa muy suave de avellanas o café y a veces también, a modo
de sorpresa, un fino licor siempre adecuado a la delicadeza del chocolate
empleado. Posteriormente los fabricaba
un empleado de aquella familia, pero no con el nombre de caprichos de reina, la
denominación era propiedad de sus antiguos fabricantes. Por fortuna, no resultan baratos, así que mi
afición a ellos tuvo que replegarse a la economía doméstica y ésta había
sufrido menoscabo pues debíamos pagar a la asistenta que ayudaba y al jardinero
que me sustituía a mí, además de al farmacéutico que nos suministraba los
pañales y las medicinas que, aunque en parte cubría el seguro, el gasto en
ellas, debido a la cantidad de píldoras que yo tomaba, no era pequeño.
En torno a mi casa, en el campo inmediato, en sus
plantas y en sus animales, asenté un reino mágico que me protegía incluso del
futuro, y, sobre todo, de la incapacidad de mis piernas. Los pardillos en las
ramas de piracanta picoteando sus frutos aún verdes o los trigueros en bandada
avecinados en la valla de malla metálica, los gorriones y los jilgueros cada vez menos numerosos por culpa de los
gatos del entorno, pero unidos en bandadas enormes, me permitían construir un paisaje vital, lírico
y alegre, un antídoto casi perfecto contra la cruda situación que me había
deparado mi suerte. Necesitaba absorberlo todo, disfrutar de todo cuanto mis
ojos y mi oído pudieran percibir: toda la realidad que arrinconara, de una vez
por todas, los residuos de mis pesadillas en el hospital, los recuerdos de
aquellas noches, y, ¿por qué no decirlo?, el miedo a que mi estado fuera el
principio del fin. Precisaba destruir con una sobredosis de contemplación los
efectos negativos de mis sueños y amortiguar el miedo que provocaban en mi
ánimo. Pasaba horas observando la naturaleza cercana y convocando los recuerdos
de mi relación anterior con ella. Volvían las imágenes de la perdiz y su puesta
primaveral destruida por la desbrozadora y por mi poco conocimiento sobre las
costumbres de anidamiento del ave, pues debería haber previsto que bajo aquella
mata podía ocultarse un nido y actuar con la necesaria prudencia. El disco de
la desbrozadora acabó con la madre y los diecinueve huevos fueron abandonados a
su suerte. Evocaba, al observar las bolsas algodonosas de la procesionaria, la
vigilancia invernal del desarrollo de sus nidos precisamente para su
exterminio, en ese caso, premeditado. Aún estaban ahí en primavera; el celoso
jardinero no había estado presente y los nidos habían prosperado peligrosamente,
pues los pelillos que sueltan esas orugas tienen un veneno muy irritante. Mi
sustituto los iría quitando.
La vida en el campo exige cierta vigilancia para
evitar los insectos dañinos y los animales no deseables, de igual modo que exige
una limpieza del entorno para erradicar las plantas inadecuadas. Sin embargo,
mi euforia me permitía olvidar que todo ese trabajo lo realizaba yo antes,
cuando mis piernas me lo permitían, cuando mi fuerza era la de un hombre entero
sin las lagunas brillantes en el cerebro que detectaban las resonancias
magnéticas y cuando la cantidad de proteínas en mi médula era normal. La apacible vida del campo impone sus
condiciones: la fuerza, la salud y el ánimo de jardinero. Ahora, el vigor antiguo
me había abandonado y mis piernas se negaban a sostener la masa de mi cuerpo, y
había dejado de cumplir las condiciones para desempeñar esa función. Mis músculos
abdominales parecían de algodón y de goma, igual el cuádriceps y los gemelos.
Por ello, el paisaje por mi creado me era enajenado por las manos de un
asalariado, sobre el que yo descargaba mis ocupaciones anteriores. Mi papel, a
partir de mi parálisis, se quedaba en mero oficio contemplativo. Mercedes
regaba por las tardes y, mientras, yo me quedaba absorto contemplando un
paisaje surgido de mi mente, de mis brazos, de mi afición de años por la
naturaleza. Yo había situado y ahondado los hoyos de los ciento veinte fresnos, de los casi sesenta plátanos,
de las catalpas y los árboles del paraíso, cuyas flores amarillas perfuman el
ambiente en primavera, de los cedros y los madroños, del liquidámbar, de tan
exótico nombre. El nuevo jardinero venía a consultarme sobre las máquinas
utilizadas en el desbroce, o sobre el estado de las tuberías de riego y la
necesidad de cambiar determinadas piezas. Por fortuna, era un hombre de
recursos y mantenía el funcionamiento de los aparatos por sí mismo o ayudado
por sus muchos amigos, si bien, desde luego, no era la suya una intervención
gratuita, aunque sí generosa. El cansancio que anteriormente me producía mi
trabajo entre las plantas, había quedado reducido a una ligera supervisión y a
un sostén económico, pero en ese estar rebajado de ese oficio se escondía mi
incapacidad. Mi campo se había rebelado al igual que mis hijos, abandonados a
sus deseos y sus obsesiones, a la soledad de la casa propia, casi deshabitada
durante los meses de estancia en el hospital, o depositados en la casa de
familiares, con los que se entendían mal. Mis hijos, como mis árboles, se habían
vuelto, en nuestra ausencia, seres distantes que, a duras penas reconocían
nuestra autoridad, al haber sido liberados de nuestra protección por la
enfermedad. El mayor había quedado a cargo de la casa y de las tareas de la
finca, pero sus intereses eran distintos a los nuestros y sus amistades
influyeron en él creando un desapego hacia su madre especialmente, sin que
adivináramos a qué se debía. La pequeña sufría los momentos más incandescentes
de la adolescencia y todos sus intereses parecían ajenos a la casa familiar.
Nuestro regreso resultaba un inconveniente para el mayor y para la pequeña una
rebaja de sus iniciativas instaladas en un marco de libertad despótica.
Mis enfrentamientos con ellos me proporcionaban un
abatimiento asociado a la congoja de reconocer perdido mi espacio vital. Junto
con la fuerza de mis músculos había perdido la energía para el gobierno de mi
casa, usurpado por mis hijos en la medida en que ellos reclamaban también su
espacio. De mi paso por el hospital, me había quedado la sensación de
proximidad a la muerte, pero casi nada positivo a pesar del buen trato recibido
por los profesionales y del amor de Mercedes. Había perdido la costumbre de
vivir, se me olvidaba que la vida tiene un componente de lucha, de iniciativa,
para afirmarse uno mismo en su medio. No sé si antes de la enfermedad había
pensado tal cosa, pero luego di en dudar si estaría capacitado para afrontar
los retos de esa pelea o solo iba a acomodarme a recibir el subsidio social que
me correspondiera, y las dosis de afecto de una sociedad que, a pesar de sus
visitas y sus cariñosos presentes, viviría ajena a mí a medida que fuera
pasando el tiempo sin que yo frecuentara sus asuntos y desapareciera de su
espacio.
Sin embargo, aunque reconocía estos hechos, me
proponía una rehabilitación de mi poder con los ejercicios de fisioterapia, con
los que mis brazos y mis hombros cogían una fuerza antes nunca poseída. Las
primeras tandas de ejercicios, que me fueron administrados, se superaron
razonablemente, pero mis abdominales y oblicuos estaban blandos, fofos, y mi estómago crecía y me incomodaba los
movimientos de pasar de la silla de ruedas a la cama o de la cama a la silla de
ruedas. Me ayudaba en estos traslados mi hijo mayor que hacía gala de una
fuerza hercúlea propia de su constitución y de sus veintitrés años. Creo que lo
hacía con un renovado cariño, empañado por una relación paterno filial muy
difícil en parte por los rasgos de su personalidad, en parte por un exceso de
celo educativo de padre.
Los días siguientes al regreso del hospital se
rellenaron con novedades como la adquisición de mi silla de ruedas, una silla
de ducha, la reforma del baño para acceder al agua y la instalación de una taza
más alta para evitar el sufrimiento generado por el pudor al recuperar la
privacidad del excusado. Pero al perro flaco todo le son pulgas y yo, que ya no
estaba flaco, atraía, sin embargo, la fatalidad de los modos y maneras más
insospechados. Una mañana, después de la ducha y cuando trataba de
desembarcarme de la silla de plástico utilizada para ese fin, se me enganchó la
piel del escroto en la rejilla del asiento y se desgarró; por ello debí acudir
a urgencias donde un médico convertido en costurera recolocó mi pellejo con un
zurcido de diez puntos, mientras comentaba
con desenfadada gracia que, de lo malo malo, había habido suerte, porque
la herida no era profunda. Yo, lacónico, con las piernas inertes colgadas a un
lado y a otro de la camilla y algo agobiado por la fijeza con que los ojos del
médico y la enfermera visaban y revisaban mi entrepierna, dije: “Pues debe de
ser lo poco que me ha tocado de la suerte en estos últimos meses”, humorada
que, por supuesto, consideré inmediatamente fuera de tono. Este incidente
supuso no ir a rehabilitación durante una semana, pero, por fortuna, la herida
curó bien gracias a la precaución de Mercedes que lavó la costura varias veces
al día con agua y jabón y le aplicó betadine para su cicatrización. Sobra decir
que el acontecimiento produjo cierta hilaridad entre amigos y familiares que me
hicieron llegar mensajes por el móvil que utilizaban inevitablemente el verbo
descojonarse, pero también debo reconocer que el percance no resultó tan
doloroso como todos imaginaban, aunque sí humillante. Por ello, mi euforia sufrió un menoscabo importante.
A partir de entonces, todo cuanto acontecía en mi vida
influía en mi estado de ánimo de un modo exagerado. Cualquier inconveniente
surgido en la rutina diaria me sumía en la desesperanza: una pequeña discusión
con mis hijos, por ejemplo, también la supervisión constante de todas mis
actividades por parte de Mercedes o mi hermana Cristina, las noches asaltadas
por movimientos espásticos de mis piernas y mi incapacidad de moverme en la cama
sin reclamar la ayuda de Mercedes, los cambios necesarios de pañal a veces a horas
intempestivas, el tono demasiado alto de la voz de alguna visita o la narración
reiterada de lo acaecido en el hospital y las pruebas sufridas. Todo ello
empezó a descomponer mi estado nervioso.
Así acabó un junio frío y desapacible y empezó un
julio abrasador que iba a traer otro inconveniente: la inflamación de mis pies que,
con no ser grave, traía obligaciones para mis cuidadoras, pues me masajeaban
los pies con pomadas refrescantes mañana y noche o me obligaban con delicada insistencia
a meter los pies en agua con sal durante algunas horas de la tarde.
A pesar de todo, yo seguía con mis ejercicios de
rehabilitación convencido de mi inmediata recapacitación; sin embargo, mis pies
persistían en su inmovilidad. Otros avances eran magnificados por Mercedes y
mis hermanas quizá para animar a mi desanimado ego, que se despepitaba a ratos
gracias a la euforia suministrada por los medicamentos y a la presencia de sufridos
compañeros y amigos que me visitaban con frecuencia, dándome ánimos y oyendo
serenamente con predispuesto interés mis correrías por el hospital Quirón de
Madrid, mis miedos y mis momentos más negros, todo ello sazonado con una
presencia de ánimo que, en soledad, al anochecer, se desvanecía entre pucheros
y lágrimas.
No quería, sin embargo, dar la impresión de
abatimiento y amargura ni ante los que cuidaban de mí ni a los que venían a
regalarme su compañía. Igual que elevaba los brazos más allá de lo posible
cuando Carlos, mi fisioterapeuta, me decía: “Crece”, levantaba también mi ánimo como un ejercicio
diario al comenzar el día. Agradecía el cariño, pero no la conmiseración; la
ayuda sí, pero el tutelaje no.
Por entonces falleció la madre de mi amigo Alberto
después de cuarenta días de hospitalización sin esperanzas y una larga vejez
socavada por la demencia. Decidí ir al tanatorio donde se velaba el cadáver
para acompañar a mi amigo, así que subí por mí mismo en el coche de mi hermana
en el que había ensayado con Carlos, el fisioterapeuta, y de él bajé por mis
propios medios en un íntimo triunfo sobre mi invalidez a los ojos de quienes
acompañaban a mi amigo en su duelo. Aquella sensación de triunfo sobre mi
enfermedad, de inmediato fue sustituida por otra menos grata: la sensación de ridículo.
Mi actitud era grotesca, pues absurdamente basaba mi superación del mal en el
benevolente recibimiento de los congregados en el tanatorio, implementado por
el cariño fingido de aquellas personas que yo ya había conocido anteriormente
en una relación mucho más fría y ciudadana. Además ellos andaban, como yo
antes; transitaban por la ciudad como yo lo hacía unos meses atrás sin sospechar
que en torno a mí se estrechaba silenciosamente el cerco del destino.
Había huido, de momento, de la muerte gracias a mis
médicos, pero no de la fatalidad de la inflamación de mi médula y de mi
cerebro, de sus consecuencias ¿irreversibles? ¿Cómo aceptar, sino, sin alboroto
que mi vida ya no sería como antes jamás? ¿Cómo asimilar la mirada de
conmiseración de un alumno que coincidía con su antiguo y fuerte profesor en la
clínica de rehabilitación, uno dolido por una mala caída en un partido de
fútbol, el otro dañado por una enfermedad sin causa conocida después de todo
tipo de pruebas y análisis? Y aun entendiendo que aquella mirada era la de un
hombre joven y sensible, causaba un dolor rabioso en el otro pues lo hacía sentirse a inferior altura en
sus capacidades vitales. No era solamente, el enfrentamiento de la juventud y
la vejez; era el proyecto, frente a la falta del mismo. Algo parecido había
escrito yo mismo en un poema, años atrás, cuando no era concebible la quietud
que gobernaba actualmente mi vida.
Julio, 2013
Por todo el paisaje inmediato se extiende un fragor de trinos, gorjeos, arrullos. La finca donde vivimos desde hace diez años ha ido cubriéndose con los árboles que Mercedes y yo fuimos plantando en ese periodo: pinos piñoneros, algunos tejos, tuyas, madroños, etc. No cumplimos los preceptos de un paisaje de secano y plantamos sauces que sufren lo suyo durante los tórridos veranos, álamos, plátanos y fresnos que, a pesar de todas las expectativas, se defienden muy bien con una discreta ración de agua en riego por goteo Todos estos árboles se han ido convirtiendo en habitación de aves. Algunas han fijado aquí su residencia temporal. La troupe de los estorninos o la de urracas, por ejemplo, nos acompaña en invierno y verano. El ruiseñor se oye, sin embargo, solo en primavera. Pero en la primavera última, yo no asistí a sus trinos; estaba encarcelado en el lecho del hospital.
Regresamos a nuestro hogar avanzado
mayo. Por fortuna había sido un año lluvioso y los árboles estaban sanos, pero
la hierba había crecido una barbaridad y su segador particular regresaba a casa
inválido para la siega, que exige dos piernas fuertes y una espalda musculosa
para llevar la desbrozadora. Habría que contratar a alguien que hiciera ese
trabajo. Igual que Mercedes se ocupó de la silla de ruedas, que habían desembarcado
en el porche justo antes de nuestra llegada del hospital, se preocupó por ese
servicio y pronto tuvo apalabrada la presencia de un matrimonio que nos cuidase
la finca y limpiase la casa. Yo resultaba inservible para todas estas tareas y
además requería que se ocupasen de mí mucho más de lo previsto. De Daniel, mi
hijo, tampoco se esperaba que se tomase en muy serio la tarea.
Así era en mi caso. Perdidas mis relaciones con las palabras, las caricias de Mercedes me devolvían imágenes de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en definitiva, de mi vida anterior, de todos aquellos momentos en que la existencia había discurrido por los caminos trillados de las costumbres, de los sentimientos institucionalizados, de la alegría sin peligro, en definitiva, de todos aquellos parajes por los que ambos, Mercedes y yo, habíamos transitado juntos en nuestros días pasados. Desde fuera, nuestro amor podría considerarse discretamente convencional y apaciblemente satisfactorio. Sin alharacas, habíamos ido sumando nuestras horas en una cadena de usos y pactos que nos proporcionaron lo más parecido a la felicidad, que es estar a gusto. Habíamos aceptado los inconvenientes de la compañía y disfrutado de sus innumerables ventajas. Quizá por todo ello las caricias hospitalarias de Mercedes no rebosaran pasión, pero sí una profunda ternura que me animaba a defenderme de la quietud, de la inmovilidad de las piernas y de esa otra más profunda que quería invadirme arrebatándomelo todo, incluso lo vivido antes, los recuerdos, las palabras. Las caricias ponían vallas a la huida de las palabras, de los recuerdos que también andaban huidos o difusos en parajes neblinosos como los de la infancia zamorana, invernal, fría en muchos sentidos, sometida a costumbres también frías, a normas congeladas por una guerra lejana en apariencia pero que generaba conciencias imbuidas en el frío con el miedo.
Entonces me di cuenta de que en las
pesadillas el uso del lenguaje era mínimo o inexistente. Los personajes
oníricos no hablaban. Los cuadros eran imágenes calladas. Los caballeros
carolinos estaban mudos. El mar nórdico, el palacio barroco y el barco
desarbolado permanecían en un silencio ominoso tal que ni las olas sonaban. La
fanfarria de los seguidores de Tony Roland o Camilo Sexto o Lauren Postigo parecía solo un
aburrido estrépito instrumental, ni tan siquiera una melodía popular los hilaba. Pero además, la realidad onírica estaba
dominada por la arista, la dureza del hierro, el frío desconsuelo del mar;
frente a la realidad humana que estaba envuelta en la blandura del líquido
amniótico al principio, gobernada, más tarde, por la curva fascinante de la mujer, asentada finalmente en los tibios
algodones de los placeres y, desde luego, de las caricias. Mi madre, que no
amaba a mi padre ni deseaba sus caricias, no supo o no pudo aficionarnos a ese
tráfico de cariño que se traduce en calor, en suavidad. En ternura.
Suena ahora en mis oídos el Quinteto para clarinete de Mozart, dulce si triste, envolvente y sedante. Sus notas llegan desde dentro de la casa y resuenan en el cerebro como si mi sobrino Andrés, aprendiz de clarinetista en la lejanía de Lanzarote, las estuviera reproduciendo para mí en una sala apartada y neoclásica de una de aquellas casonas lanzaroteñas construida sobre el lapilli del volcán, una tarde calurosa, amenazada también por la tormenta, frente al Atlántico blando de la playas del sur de aquella isla en la que vivimos Mercedes y yo diecisiete años. O aquí mismo en el recinto de mi biblioteca. Así, mientras zurean las palomas en el calor de la tarde y suena a lo lejos un trueno casi dulce, se abre la puerta del laberinto absurdo de los recuerdos. No parece oportuno asociar el concierto para clarinete del austriaco con la vida represiva y abúlica de la infancia gobernada por una madre incapaz de transmitir su afecto a sus hijos, desde luego al pequeño, no, quizá porque puso en peligro su vida con un embarazo tardío, fruto de una relación no deseada, repugnante tal vez con un hombre envejecido al que no amaba ya, si algún tiempo pasado y juvenil lo amó. Ni relacionar el sonido amaderado del clarinete a una soledad, desértiva, volcanica y ventosa de la isla a la que llegamos en el año 82 Mercedes y yo, en plena alegría de ser libres y de amarnos, y de la que salimos en 1999 dejando en ella una casa y nuestra juventud animada por folías y boleros, isas y habaneras, cantadas con pasión en los confines de La Geria, en medio del campo cubierto con lapilli en el que se cultivan viñas, higueras y, al socaire del viento, algún duraznero. Sin embargo, los recuerdos se agazapan en nuestro cerebro y no emergen de sus rincones sombríos sino gracias a la fuerza de las palabras, en mi caso, animadas por las caricias y empujadas por los corticoides, esas sustancias que hinchan la cara y la barriga y transmiten al enfermo usuario cierta euforia, aunque sus piernas no transijan con el movimiento voluntario y la fuerza de sus músculos se haya disipado entre las sábanas de una cama de hospital, mientras un grupo de neurólogos buscaban insistentemente la causa oculta de una inflamación medular. Los recuerdos espesos se licúan y rellenan la memoria cuando las caricias o las palabras los recuperan, igual le ocurrido a Proust con una magdalena y un té que le devolvieron a su caballero-cisne y los paisajes veraniegos de Guernantes. A mí el Quinteto de Mozart me devolvía a La Geria y de allí a la playa del Risco, cuando los amigos desembarcábamos la impedimenta para la acampada y un marinero conejero nos gritaba desde la barca “jala pa fuera, jala pa fuera”, lanzándonos a la playa el cabo para que sacáramos a la orilla el pequeño y cargado navío. “Jala pa fuera” era la fórmula popular de “hala o tira para fuera”, es decir, para la orilla, para la arena, para fuera del mar. En aquella playa de difícil acceso pasamos unos días inolvidables con los amigos, tan jóvenes como nosotros, lozanos y bellos como nosotros rebosantes de salud y de fuerza. Días soleados, al aire libre, no días empantanados entre las sábanas blancas de un lecho hospitalario. Días de canciones y guitarras al atardecer, cuando Ramón Pérez Niz, al que llamábamos Monso, un hombre “arrebatadoramente guapo”, en palabras de Carmen, profesora de Latín, hombre en quien, como contrapunto, la alegría resultaba más interesante que la belleza, cantaba “Somos costeros arriando velas/ lanzando al viento…”
Septiembre, 2013
Octubre, noviembre y diciembre, 2013
Han transcurrido casi cuatro meses
desde mi primer ingreso en el hospital y algo más de uno desde mi última
estancia. He seguido al pie de la letra los preceptos del llamado tratamiento
empírico que dictaron mis neurólogos: corticoides matutinos, en ensalada con
otros medicamentos como sertralina, kepra, pantoprazol, etc; y la ingesta vespertina sazonada con trankimacin, y más
kepra, y más pantoprazol además del urorec reclamado por mi sistema urinario,
todo un surtido de fármacos para combatir la inflamación de mi médula, el
crecimiento de mi próstata, la hipertensión arterial, las alteraciones
depresivas de mi ánimo, los espasmos de mis piernas y el pobrecito estómago que
ha de digerirlos a todos con éxito y sin consecuncias negativas. Parece que me
ocurre como a los electrodomésticos, que a un tiempo de uso se empiezan a
deteriorar y fallan por varios de sus componentes. La casa donde vivíamos
Mercedes y yo en Lanzarote fue haciendo agua como un navío que se hunde, a los
diez años de residir en ella: fallaron varios electrodomésticos, los árboles
plantados en el pequeño jardín hubo que irlos talando a partir del falso
especiero que fue desmochado y serrado por los bomberos un día en que el viento
majorero se declaró tempestad y removió las raíces del árbol que se tornó
peligroso para los paseantes, los coches aparcados y los propios habitantes de
la casa. Nos quedamos tranquilos, de verdad, pero lo echábamos en falta pues
sus ramas recordaban las de un sauce llorón, planta que el viento constante de
Lanzarote impedía crecer con su propia naturaleza y que a mí me evocaba la
orilla del Duero y me conectaba con mi infancia y con mi paisaje.
En la vida cotidiana nos vamos desprendiendo de lo que se estropea o lo que molesta. La pérdida se hace constante en nuestra existencia y, afortunadamente, nos ajustamos cada cierto tiempo al cambio de las reglas de juego, pero debo reconocer que el cambio producido entre mi vida andariega y la necesidad de la silla de ruedas no eresulta fácil de digerir.
Y hoy parece amenazarnos, después de
un riguroso calor de 37 grados, de nuevo, una tormenta igual a la de ayer y
anteayer. La perra Canela se ha refugiado en el porche detrás de mi silla de
ruedas. Más allá, las palomas bravías se agitan en pequeñas bandadas por el
cielo, se asientan un instante en los rastrojos y vuelven a su vuelo
inmediatamente, quizá asustadas por ese trueno que nosotros no oímos. Las
tórtolas no están en el cable de costumbre ni en el poste de la electricidad,
atalayas desde donde nos observan tarde tras tarde, mientras hacemos
crucigramas, comemos pipas de calabaza y dejamos correr el tiempo, este nuevo
tiempo que parece haberme tocado en una rifa, un tiempo a mayores, un tiempo
sin derecho a la nostalgia, un tiempo de ejercicio y de preparación para asaltar
más tiempo sin derechos, el tiempo de los otros, ese definitivamente ajeno.
En la vida cotidiana nos vamos desprendiendo de lo que se estropea o lo que molesta. La pérdida se hace constante en nuestra existencia y, afortunadamente, nos ajustamos cada cierto tiempo al cambio de las reglas de juego, pero debo reconocer que el cambio producido entre mi vida andariega y la necesidad de la silla de ruedas no eresulta fácil de digerir.
Por todo el paisaje inmediato se extiende un fragor de trinos, gorjeos, arrullos. La finca donde vivimos desde hace diez años ha ido cubriéndose con los árboles que Mercedes y yo fuimos plantando en ese periodo: pinos piñoneros, algunos tejos, tuyas, madroños, etc. No cumplimos los preceptos de un paisaje de secano y plantamos sauces que sufren lo suyo durante los tórridos veranos, álamos, plátanos y fresnos que, a pesar de todas las expectativas, se defienden muy bien con una discreta ración de agua en riego por goteo Todos estos árboles se han ido convirtiendo en habitación de aves. Algunas han fijado aquí su residencia temporal. La troupe de los estorninos o la de urracas, por ejemplo, nos acompaña en invierno y verano. El ruiseñor se oye, sin embargo, solo en primavera. Pero en la primavera última, yo no asistí a sus trinos; estaba encarcelado en el lecho del hospital.
Esta tarde las nubes se agrupan en
cúmulos amenazadores y los pájaros, que oyen los ruidos de más allá se revuelven
nerviosos, igual que la perra Canela alza las orejas y me mira interrogante. Ya
sé que tiene miedo, pero no cuento con más instrumento para infundirle valor
que una caricia. Igual hacía conmigo Mercedes en las horas oscuras del
hospital: una caricia, un beso entrañable con el que pretendía trasladarme su
fuerza cuando las palabras no funcionaban, cuando las palabras hicieron su
revolución y me abrumaron con su sombrío silencio y su abandono. Cuando con
ellas se exilió el pasado a ninguna parte e incluso el futuro se escondió de mí.
Las caricias quizá sean las señales
más fecundas de nuestra comunicación no verbal. No me refiero solo a las caricias
eróticas, sino a esas otras con las que pretendemos infundir ánimo en los
amigos, distraer el miedo en los niños o contrarrestar la angustia de los
enfermos. Los tratamientos empíricos de
caricias sirven además a otros muchos objetivos: la educación, la manipulación
política y la publicidad… Hay caricias que se hacen con las manos y otras
podríamos decir que son virtuales o producidas por la seducción de las imágenes
gratas o por sustancias específicas. De estas hay que desconfiar. Aldoux Hussley
ya nos alertó sobre los efectos del soma. A pesar de todo, las caricias constituyen un antídoto eficaz
contra las pesadillas, porque su realidad desvanece la influencia del sueño.
Así era en mi caso. Perdidas mis relaciones con las palabras, las caricias de Mercedes me devolvían imágenes de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en definitiva, de mi vida anterior, de todos aquellos momentos en que la existencia había discurrido por los caminos trillados de las costumbres, de los sentimientos institucionalizados, de la alegría sin peligro, en definitiva, de todos aquellos parajes por los que ambos, Mercedes y yo, habíamos transitado juntos en nuestros días pasados. Desde fuera, nuestro amor podría considerarse discretamente convencional y apaciblemente satisfactorio. Sin alharacas, habíamos ido sumando nuestras horas en una cadena de usos y pactos que nos proporcionaron lo más parecido a la felicidad, que es estar a gusto. Habíamos aceptado los inconvenientes de la compañía y disfrutado de sus innumerables ventajas. Quizá por todo ello las caricias hospitalarias de Mercedes no rebosaran pasión, pero sí una profunda ternura que me animaba a defenderme de la quietud, de la inmovilidad de las piernas y de esa otra más profunda que quería invadirme arrebatándomelo todo, incluso lo vivido antes, los recuerdos, las palabras. Las caricias ponían vallas a la huida de las palabras, de los recuerdos que también andaban huidos o difusos en parajes neblinosos como los de la infancia zamorana, invernal, fría en muchos sentidos, sometida a costumbres también frías, a normas congeladas por una guerra lejana en apariencia pero que generaba conciencias imbuidas en el frío con el miedo.
Suena ahora en mis oídos el Quinteto para clarinete de Mozart, dulce si triste, envolvente y sedante. Sus notas llegan desde dentro de la casa y resuenan en el cerebro como si mi sobrino Andrés, aprendiz de clarinetista en la lejanía de Lanzarote, las estuviera reproduciendo para mí en una sala apartada y neoclásica de una de aquellas casonas lanzaroteñas construida sobre el lapilli del volcán, una tarde calurosa, amenazada también por la tormenta, frente al Atlántico blando de la playas del sur de aquella isla en la que vivimos Mercedes y yo diecisiete años. O aquí mismo en el recinto de mi biblioteca. Así, mientras zurean las palomas en el calor de la tarde y suena a lo lejos un trueno casi dulce, se abre la puerta del laberinto absurdo de los recuerdos. No parece oportuno asociar el concierto para clarinete del austriaco con la vida represiva y abúlica de la infancia gobernada por una madre incapaz de transmitir su afecto a sus hijos, desde luego al pequeño, no, quizá porque puso en peligro su vida con un embarazo tardío, fruto de una relación no deseada, repugnante tal vez con un hombre envejecido al que no amaba ya, si algún tiempo pasado y juvenil lo amó. Ni relacionar el sonido amaderado del clarinete a una soledad, desértiva, volcanica y ventosa de la isla a la que llegamos en el año 82 Mercedes y yo, en plena alegría de ser libres y de amarnos, y de la que salimos en 1999 dejando en ella una casa y nuestra juventud animada por folías y boleros, isas y habaneras, cantadas con pasión en los confines de La Geria, en medio del campo cubierto con lapilli en el que se cultivan viñas, higueras y, al socaire del viento, algún duraznero. Sin embargo, los recuerdos se agazapan en nuestro cerebro y no emergen de sus rincones sombríos sino gracias a la fuerza de las palabras, en mi caso, animadas por las caricias y empujadas por los corticoides, esas sustancias que hinchan la cara y la barriga y transmiten al enfermo usuario cierta euforia, aunque sus piernas no transijan con el movimiento voluntario y la fuerza de sus músculos se haya disipado entre las sábanas de una cama de hospital, mientras un grupo de neurólogos buscaban insistentemente la causa oculta de una inflamación medular. Los recuerdos espesos se licúan y rellenan la memoria cuando las caricias o las palabras los recuperan, igual le ocurrido a Proust con una magdalena y un té que le devolvieron a su caballero-cisne y los paisajes veraniegos de Guernantes. A mí el Quinteto de Mozart me devolvía a La Geria y de allí a la playa del Risco, cuando los amigos desembarcábamos la impedimenta para la acampada y un marinero conejero nos gritaba desde la barca “jala pa fuera, jala pa fuera”, lanzándonos a la playa el cabo para que sacáramos a la orilla el pequeño y cargado navío. “Jala pa fuera” era la fórmula popular de “hala o tira para fuera”, es decir, para la orilla, para la arena, para fuera del mar. En aquella playa de difícil acceso pasamos unos días inolvidables con los amigos, tan jóvenes como nosotros, lozanos y bellos como nosotros rebosantes de salud y de fuerza. Días soleados, al aire libre, no días empantanados entre las sábanas blancas de un lecho hospitalario. Días de canciones y guitarras al atardecer, cuando Ramón Pérez Niz, al que llamábamos Monso, un hombre “arrebatadoramente guapo”, en palabras de Carmen, profesora de Latín, hombre en quien, como contrapunto, la alegría resultaba más interesante que la belleza, cantaba “Somos costeros arriando velas/ lanzando al viento…”
Estos corticoides y el regreso a mi
casa en medio de las palomas bravías, las torcaces y las tórtolas, entre otras
muchas aves, me ofrecieron un respiro en el devastador silencio de la
pesadilla, a la vez que paliaban el ardor angustioso de la quietud como forma
de vida, proporcionando el proyecto provisional que yo esgrimía ante mí mismo
para desalojar el desconsuelo de la inmovilidad, la frustración constante y el
susto que me producía ver asomar, en mi imaginación, el cráneo calvo de aquel
rostro exageradamente sonriente... Mi tratamiento empírico me animaba a retirar
de cada día su sustancia amarga tanto como las
nuevas condiciones de mi cuerpo y de mi mente me lo permitieran, a la
vez que ambos trataban de sintonizarse
con el cuerpo y la mente anteriores a la enfermedad, el cuerpo y la mente de
ese otro yo del que me iba alejando paulatinamente y al que no deseaba
renunciar porque con él había vivido cincuenta y siete años de brega y
felicidad, de jeras y satisfacciones y también, ¿cómo no?, de pequeños
disgustos, a los que seguramente les había dado demasiada importancia. ¿Por qué
no había dado por satisfactoria mi vida tal y como había sido? ¿Qué me había
faltado? ¿Qué tiempo había echado tanto de menos como para ponerme a dieta
rigurosa de adelgazamiento y correr entre seis o nueve kilómetros diarios? ¿A
qué aspiraba para adelgazar treinta kilos y haber caído en una enfermedad que
me había dejado paralítico en una silla de ruedas y dependiente de Mercedes y de
mis hermanas mayores? ¿Ser joven y atractivo más allá de la naturaleza?
El viento que traía el rumor de
jilgueros a mi ventana me impelía hacia un futuro incierto en el que una
enfermedad de origen desconocido trazaba los parámetros de mi existencia,
sentado en una silla de ruedas, ordenando mi horario por las sesiones de
rehabilitación, vigilado por los médicos y en el fondo acallando un temor hacia
la extinción inminente. Pero empezaba, gracias a los medicamentos y a la
comunión con la naturaleza, a recuperar, al menos, la propiedad de los
recuerdos de mi vida anterior. Y poco a poco irían regresando las palabras.
Casi todos los días venían a
visitarme amigos y compañeros del trabajo; y ante ellos, me hacía el fuerte; al
principio con más sinceridad, porque me apoyaba en la euforia de los
corticoides. Poco a poco, con relativa desesperanza, con un desánimo
reiterativo, con un cansancio escondido cuando Mercedes fue adelgazando la
dosis de la medicina. Me preparaba, no obstante, para la representación
hipócrita de mi superación de la adversidad con una considerable rutina de
ejercicios aprendidos de mi fisioterapeuta que me animaban quizá porque con
ellos liberaba dopamina en mi caudal sanguíneo y las lagunas brillantes de mi
cerebro se iban convirtiendo en los esteros que anunciaban la masa salina algo
más allá.
Canela, sentada detrás de mi silla de
ruedas, y yo olemos la humedad de la tierra golpeada por los primeros goterones
de la tormenta. Quizá vienen acompañados por el granizo. Ya no se oyen las
aves. Las tórtolas y las torcaces, escondidas sabe Dios dónde, permanecen en
silencio. Al reconfortante olor de la tierra mojada se une sutilmente la
evocación de la imagen callada de la pesadilla en que una doble fila de árboles
jalonaba el camino hacia la casa colonial de regusto mejicano y naíf.
Me digo que no debo desfallecer, que
he de seguir haciendo los ejercicios de gimnasia para endurecer los músculos de
mis brazos, que me permitirán hacer una vida normal de minusválido, si se me
permite la paradoja. Y convoco, a duras penas, a los dioses de la alegría para
que me permitan sobrellevar el resto de mi tiempo, a la vez que me dicto
sentencias epicúreas y estoicas para mirar con simpatía este entorno pequeño
donde he sido instalado.
-Abridme la ventana, para oír al
milano sobrevolar el cielo, aunque no acierte a pasar por el rectángulo azul
donde mi ventana lo convoca y no pueda verlo, sino en mi imaginación apuntalada
por las palabras.
Porque este es el sentido de esta
crónica, que no novela, de una temporada en el hospital Quirón de Madrid,
después de unos meses en que tuve que
convivir con un diagnóstico de depresión cuya consabida tristeza y el
deseo de hacerme daño habían sido sustituidos por un cansancio global, un
temblor en las manos y una angustia experimentada al contrastar los hechos que
recientemente habían ocurrido en mi vida y los instrumentos que mi formación
cultural y religiosa me ofrecía para contrarrestar los efectos.
La fe cristiana en que fui criado me procuraba menos consuelo que sentido de culpa. El Dios, cuyos fósiles no habían sido encontrados, como decía mi hijo de niño, no parecía sostener la creación que se le achacaba o, si lo hacía, su reglamentación no se basaba en lo que sus sacerdotes predicaban: el amor y la conciliación, sino en la lucha y la depredación, y eso tanto en los animales filogenéticamente inferiores como en el mismísimo hombre. Darwin está más acá. El concepto de la naturaleza como creación de un dios justo y omnipotente dejaba mucho que desear. Lo azaroso de las leyes que la regían, lo ocasional de sus trastornos, tempestades, erupciones, depredaciones estaba muy lejos del equilibrio que debería ser el objetivo final de la justicia divina. Sus sacerdotes habían desarrollado su discurso según las tendencias filosóficas de cada momento o según las necesidades históricas de la congregación. De la influencia que, en ese ámbito, se ejerció en el niño que fui, más bien quedó el corazón helado de terror y no el pecho tranquilo de quien vive en la confianza de la vida futura. Además, los preceptos de la filosofía moral tampoco ayudaban demasiado. Por un lado, estaban los que aconsejaban disfrutar del momento; por otro, los que invitaban a sufrir con elegante displicencia la adversidad. ¿Eran estos últimos los que me convenían? No era tan listo el niño para ponerse a salvo, ni siquiera el adolescente más ilustrado.
La fe cristiana en que fui criado me procuraba menos consuelo que sentido de culpa. El Dios, cuyos fósiles no habían sido encontrados, como decía mi hijo de niño, no parecía sostener la creación que se le achacaba o, si lo hacía, su reglamentación no se basaba en lo que sus sacerdotes predicaban: el amor y la conciliación, sino en la lucha y la depredación, y eso tanto en los animales filogenéticamente inferiores como en el mismísimo hombre. Darwin está más acá. El concepto de la naturaleza como creación de un dios justo y omnipotente dejaba mucho que desear. Lo azaroso de las leyes que la regían, lo ocasional de sus trastornos, tempestades, erupciones, depredaciones estaba muy lejos del equilibrio que debería ser el objetivo final de la justicia divina. Sus sacerdotes habían desarrollado su discurso según las tendencias filosóficas de cada momento o según las necesidades históricas de la congregación. De la influencia que, en ese ámbito, se ejerció en el niño que fui, más bien quedó el corazón helado de terror y no el pecho tranquilo de quien vive en la confianza de la vida futura. Además, los preceptos de la filosofía moral tampoco ayudaban demasiado. Por un lado, estaban los que aconsejaban disfrutar del momento; por otro, los que invitaban a sufrir con elegante displicencia la adversidad. ¿Eran estos últimos los que me convenían? No era tan listo el niño para ponerse a salvo, ni siquiera el adolescente más ilustrado.
Y además ahora ¿cómo aguantar el tirón terrible de la caída de la tarde hacia los precipicios del pánico avecinados en la noche? Iba terminando julio y con él mi tratamiento empírico de corticoides. No se detectaban nuevas incidencias producidas por la enfermedad, pero las primeras luces de cada día iluminaban a través de las persianas el entumecimiento de mis piernas durante esas noches sin pesadillas, pero sin el descanso reparador para el día de mañana y, por las tardes, los espasmos se iban haciendo más frecuentes, menos irregulares.
Se fueron terminando ordenadamente los corticoides
según la rebaja del programa previsto por mis neurólogas, que permitiría
superar el mono sin angustias ni contratiempos; y la euforia decayó. Fue cayendo
también el sol más pronto al atardecer, aunque los días eran largos todavía y
las visitas frecuentaban la casa porque acompañaba el buen tiempo y la tertulia
al aire libre era agradable.
A medida que restábamos miligramos a la dosis del
tratamiento empírico, las actividades fisioterapéuticas provocaban mayor
cansancio y las necesidades vitales, por mínimas que fueran, requerían una
energía extraordinaria. Al pasar de la cama a la silla de ruedas o viceversa,
parecía que huyeran las fuerzas y que el impulso necesario para la transferencia
no fuera posible para mis brazos ejercitados semanas y semanas con mancuernas
de dos kilos primero y tres kilos después, a diario. Por entonces, el paso lo
realizaba aún sin tabla de transferencia. Brazos y dorsales sumamente débiles
me ofrecían toda la fuerza, desde luego, insuficiente para gestionar los mil y
un detalles que conlleva la vida de un inválido. Y otro tanto, la pesadez de
mis nalgas, que parecían ancladas a su asiento, pegadas con cemento.
Con la euforia huía también la confianza en la
recuperación y el desánimo se extendía como una nueva enfermedad superpuesta,
aun así conseguí, gracias a las lecciones de mi fisioterapeuta, entrar en
algunos coches con un cojín improvisado que con el tiempo nos había de llevar a la utilísima tabla de
transferencia. Mi fisioterapeuta quería prepararme para llevar una vida
independiente de discapacitado, como si fuera a conducir y a hacer sin piernas
lo que cualquier persona podía hacer con ellas, como el chico jovencísimo del
anuncio de colacao. Los seis o nueve kilómetros que antes corría a diario con
una carrera que mi hijo llamaba trote cochinero, pero que a mi me llenaba de
orgullo, aunque en esas carreras siempre en solitario por los Tres Árboles o
Valorio no entraba en competencia con jóvenes que corrían como felinos de la
sabana tras los antílopes o como antílopes perseguidos por felinos en la sabana.
Mis piernas ahora manifestaban una blandura indomable
y mi cuerpo, a su modo, desfallecía engordando en la quietud. Pero gracias a lss
enseñanzas del joven fisioterapeuta pude ir al tanatorio cuando murió la madre
de mi amigo Alberto y acompañarlo un rato. Coloqué el cojín entre l asiento del
coche y la silla y, a duras penas, pasé.
El fisioterapeuta viene todas las tardes a última hora.
Me da masajes en las piernas y luego realizamos ejercicios de coordinación,
respiración y equilibrio, sentado en el borde de la cama primero y en la silla
de ruedas después. Es madrileño y tiene una cultura amplia que no se queda en
huesos y músculos. También me enseña a ponerme pantalones, calcetines, y otras
menudencias de la vida corriente, desde qué comer para no engordar a cómo pasar
de la silla de ruedas a la taza del baño, que hubo que cambiar por otra más
alta y acompañarla de un tubo que los
albañiles pusieron a la izquierda, cuando debía ubicarse a la derecha, al
contrario en el sentido del usuario. También hubo que transformar la ducha para
que pudiera entrar en su espacio con una silla especial con la que sufrí un
accidente sin importancia, pero que me llevó a urgencias del hospital Recoletas
de Zamora, donde me cosieron un desgarrón de la piel, pero de eso ya traté más
atrás.
Mi fisioterapeuta se llama Carlos y tiene la
complexión atlética de quien ha echado horas en un gimnasio, pero sin
exageración. Su conversación me entretiene. Hablamos de todo, de deportes, del
tenista Nadal y su debilidad en las rodillas y me explica qué terreno le es más
favorable: la hierba, la tierra batida. También reflexiona sobre costumbres
lingüísticas que ha ido descubriendo en Zamora y que le causan extrañeza, por
ejemplo, el uso de los verbos en pretérito perfecto, pues los zamoranos no
siempre adecuamos el uso del pretérito perfecto simple o del compuesto al
momento exacto de la acción. Dice que sus amigos no entienden a qué se refiere
cuando lo comenta. Yo le digo que no son gramáticos, sino hablantes normales e
inconscientes del matiz de acción pasada en tiempo pasado y acción pasada
en tiempo presente, como el presente
perfecto inglés; para ellos, el pasado es pasado.
Y de toros también hablamos, pero con prudencia, pues
en estos tiempos el asunto es controvertido. ¿Es una barbarie simplemente, un
arte difícil de percibir, un negocio salvaje a secas? Taurinos y contataurinos viven un enfrentamiento a ratos demagógico y
dogmático en ocasiones. Comentamos los rasgos de nuestros toreros preferidos,
no solo su forma física, sino su concepto del toro y del toreo. Ninguno de los
dos somos acérrimos partidarios de ninguna figura y además mostramos cierta
reserva ante las contradicciones del espectáculo o, como dicen algunos, del
acontecimiento. Esa hora del atardecer Carlos me anima. Esa es su más
apreciable rasgo: la alegría de quien vive a gusto y el cariño que traslada a
su paciente. Quizá mi ánima blándula,
vaga sea la que ha enfermado y
refleja en mis caopilares cerebrales, en mis músculos y en todo mi
cuerpo su pesar. Pero yo debía considerarme un hombre feliz pues la vida me iba
bien: un trabajo seguro en un instituto,
una pareja con la que me entendía, dos hijos con las boberías naturales de su
edad, pero suficientemente obedientes y razonablemente responsables.
Llegó septiembre. Alcanzamos la fecha de la cita con
mis neurólogas, que había sido pospuesta para ir limpio totalmente de
corticoides y no comprometer la fiabilidad de otras pruebas que habían sido
programadas para mi segunda visita al hospital: análisis de sangre para vigilar
los efectos de los corticoides, segunda punción de médula ósea, resonancia y gammagrafía de galio. Parecía que
mis doctores y doctoras diseñaban la estrategia adecuada para aislar un linfoma,
quizá tímido, escondido por los corticoides, camuflado bajo sus efectos
antiinflamatorios. Un lunes, 16, llegamos a Madrid. Nos instalaron en una
habitación más pequeña que en la primera ocasión, pero más acogedora, si una
habitación de hospital puede ser acogedora. Los vecinos eran más ruidosos que
en la ocasión anterior. En realidad, había muchos más vecinos.
De la primera noche fue la protagonista Leocadia que
gemía, como un espíritu torturado del averno, llamando a su hijo con un triste
mugido dolorido y raspado que se metía por los resquicios de las puertas y
recorría el pasillo comunicándose a todos sus habitantes. Cuál sería el
padecimiento que la hacía imprecar de tal modo a su hijo, llamado creo, Andrés.
Fue una noche larga e inquietante. La triste voz de Leocadia era interrumpida
por la llegada de enfermeras y
auxiliares: las que medían la presión, las
que traían medicinas, las que venían a lavarme. Entre visita y visita, Leocadia
proseguía en su llamada, en su imprecación filial al ausente Andrés, cuyo nombre
era proferido por la voz anciana de Leocadia alargando desmesuradamente la
sílaba tónica desvanecida en el silencio y en el .
La protagonista a la mañana siguiente fue una estricta
gobernanta que tiranizaba a sus hijos desde el móvil impostando la voz como un
sargento de servicio o un político corrupto, silabeando las palabras cual
un nefasto locutor de radio. Fue el
personaje principal de esa mañana siguiente, de tal modo que en todo el pasillo
nos enteramos con carácter urgente, nada más desayunar, de los asuntos de
aquella familia, de las malas relaciones entre la gobernanta y su cuñada, a
quien quería ingresar en una residencia
y, sobre todo, ver lejos de su marido y de sus hijos. Quizá temía su influencia
o vivía unos celos imoY todo su discurso telefónico fue compartido con todos
los enfermos.
Y mi neuróloga favorita que realizó una revisión con humor y sin tensión, destacando las
señales de mejoría, sobre la pertinaz ignorancia en lo que concierne a la causa
de la enfermedad o su remedio.
Mis neurólogas comprobaron que mi sensibilidad había
mejorado, incluso en mis piernas, ahora capaces de esbozar algún movimiento y
percibir la vibración del diapasón. Mis brazos y hombros se habían fortalecido
y el aspecto de mi cuerpo era robusto, muy distinto del primero que les
presenté: flaco y macilento. Incluso las pantorrillas se habían robustecido a
pesar de no haber sido utilizadas. Mi neuróloga se rió cuando le conté en qué
condiciones podía mover los pies levantándolos ligeramente del suelo. Mientras
orinaba, podía hacerlo adrede. No se trataba de un espasmo, sino de un golpe de
voluntarioso esfuerzo. Provoqué su risa y un comentario sarcástico: “En el
próximo congreso –dijo- contaré tu caso. Si no hubieramos observado el estado de
tu médula, pensaría que eres un fingidor”.
Según el análisis de sangre la composición de la mía era
normal, pero la resonancia y la punción lumbar no las dejaron satisfechas,
aunque no apuntaran a un linfoma, pero las manchas de una y el exceso de
proteínas en la otra no tranquilizaban, desde luego, a las neurólogas.
Decidieron repetir los análisis y las pruebas a principios de año.
Durante el tratamiento empírico yo había experimentado
sensaciones claras de mejoría. Mis piernas y mis brazos me permitían cambiar de
postura en la cama. Las pesadillas
desaparecieron sustituidas por una sensación de alivio durante la noche. Y los
pies parecían moverse, si no los miraba; de hacerlo, comprobaba su inmovilidad
si bien una mañana cogí mi andador y comprobé que mis piernas no habían cobrado
vigor alguno y seguían sin sostener el peso de mi abultado abdomen. Los
posibles ictus que se había manifestado en mi estancia hospitalaria anterior no
se habían repetido.
Poco a poco, ya de regreso en casa, los días fueron
decreciendo, el cielo se fue llenando de nubes que acortaban aún más las horas
de luz y mi estado empezó a empeorar precisamente al atardecer. A la hora de la
oscuridad mi nerviosismo aumentaba, las piernas comenzaban a dolerme al igual
que la parte baja de mi tórax que a la altura del estómago sufría una constante
presión que no sabía entender si se debía a las agujetas de mis ejercicios
abdominales o a una acumulación de gases o qué se yo. A veces me entraban
temblores como de frío y se me quedaban las manos y los pies helados. Los
muslos sufrían el rencor del frio exterior que se dejaba sentir en una especie
de hormiguillo y el tranquimacín no hacía milagros, pero la manta eléctrica me
transmitía un calorcito agradable.
En el hospital el ritmo de las pruebas había sido
variable. A la extracción de sangre de la primera madrugada, siguió por la
tarde la inyección de galio y a esta el cuidado para no contaminar con la orina
y otras sustancias mías a mis prójimos especialmente si eran niños o mujeres
embarazadas. Entre el jueves y el viernes sucedió la gammagrafía de galio, en la que la posición requerida a mis brazos
durante veinte minutos, estirados por encima de mi cabeza, hizo que quedaran
dormidos y sin otra reacción que el dolor. Salí de aquel aparato monstruoso a
las diez y media de la noche con la sensación de haber estado prisionero y en
suplicio en los brazos implacables de un atlante metálico. Al día siguiente,
avanzada la mañana me aspiraron la médula ósea, operación que no recomiendo a
nadie. Aunque traté de ofrecer la natural entereza masculina ante las doctoras
que amablemente me la practicaron, quedé dolorido durante semanas. Si soy
sincero, no recuerdo el día ni la hora de las dos resonancias, pero sí recuerdo
que tuvieron que atarme las piernas que no paraban por culpa de los espasmos. Cerré el ejercicio de pruebas con otra punción
lumbar.
El sábado regresamos a casa con la misma incertidumbre
que nos llevó a Madrid y con el ánimo perturbado ante la posibilidad nuevamente
esgrimida por los doctores de que el origen de todo estuviera en un linfoma que
no se dejó ver en la biopsia primera y que más tarde se ocultó bajo los efectos
de los corticoides. Mi primo Antonio y mi cuñado nos recogieron en el hospital
y emprendimos el regreso a casa. Ellos nos habían llevado al hospital y habían
estado siempre dispuestos a ayudarnos, incluso cuando acudí a un naturópata y
me recetó unos baños de hierbas, Antonio y mi cuñado venían a casa para meterme
en la bañera, pues, por entones, ya mi capacidad de movimiento había
disminuido, aunque a duras penas todavía podía andar con muletas o con el
andador. Por entonces no llegaba a ochenta kilos, pero Mercedes no podía
conmigo. De mi cuerpo habían desaparecido el vigor, la agilidad, que habían
sido sustituidos por temblor en las manos y fallos de coordinación en el andar
y en el habla. Había abandonado mis
sesiones de Pilates porque me había caído en el gimnasio sin tropezar, como si
mis piernas se hubieran liado y hubieran perdido su orden en la marcha. En el
instituto, llegué a quedarme casi dormido en las clases, exactamente igual que
mi anciano profesor de Literatura en el bachillerato. Un día fui incapaz de
responder a la pregunta de un alumno sobre la diferencia entre novela policiaca
y novela negra. Las palabras se desorganizaban al salir de mi boca y se atropellaban
las ideas. El psiquiatra al que había acudido me diagnosticó entonces una
depresión con mucha, mucha ansiedad. Sin embargo pronto le llamaron la atención
mis temblores de manos y me recomendó la consulta a un neurólogo.
La neuróloga a la que acudí me prescribió una
resonancia y un electromiografía. Sin los resultados de la primera aún, diagnosticó una esclerosis lateral
amiotrófica, también llamada ela, y me dio unos meses de vida, pocos, añadiendo
que la evolución de la enfermedad era muy dura y no mencionó, por supuesto, que
hubiera tratamiento paliativo. Di con una doctora muy, muy especial que me riñó,
casi acaloradamente, por ser profesor de lengua y por haber olvidado el
sustantivo cuádriceps, que su hija pequeña, una niña, había aprendido a
distinguir. Mi cuerpo se iría paralizando y mis pulmones dejarían de respirar
simplemente. De momento me inundó el pasmo ante la idea de la muerte, pasmo que
me duró meses, hasta que acepté que la llegada de la muerte, con frecuencia es
imprevista. Y, si no fuera así para mí, en cualquier caso tendría que aceptarla
como se acepta todo lo inevitable.
Visitamos en León a otro neurólogo que me examinó
concienzudamente. Dijo que había síntomas impropios de ela, pero añadió que lo
aconsejable era acudir a una clínica donde un equipo médico de neurólogos me
hiciera todas las pruebas necesarias para efectuar un diagnóstico serio pues,
añadió, las enfermedades neurológicas presentan síntomas parecidos y era
necesario un estudio a fondo.
Poco después Mercedes había investigado el tema de las
clínicas con una buena plantilla de neurólogos y había llegado a la conclusión
de que el hospital Quirón de Madrid reunía las condiciones que me convenían. Allí
nos fuimos inmediatamente conducidos por mi primo Antonio y mi cuñado. Dejamos
a mi hija en el instituto y a mi hijo en casa. Más tarde nos reprocharían que
no les hubiésemos hecho partícipes de nuestra marcha. Ingresamos por urgencia,y
enseguida nos instalaron en una habitación magnífica, con un gran ventanal que
daba hacia un jardín y un parque donde podía ver una pequeña bandada de palomas
torcaces que picoteaban en el césped.
Paulatinamente mi estado se fue deteriorando: mis
piernas fueron perdiendo vigor y mis músculos dorsales y abdominales dejaron de
sostenerme. El sueño de la turbera parecía hacerse realidad. Iba al baño con el
andador y empujándome los pies Mercedes con la suyos. Luego, adoptar la costumbre
del pañal no fue precisamente grato.
Regresar a casa se podría describir como una
liberación. Allí estaban las palomas bravías, las urracas, en familias
bulliciosas, inquietas, con sus cantos agrestes, a veces agresivos, el alcaudón
humilde pasando desapercibido en la valla de acero. Mis pájaros. ¿Volver a la naturaleza me
tranquilizaba? ¿Mi mundo volvía a mí, reconciliándose con mi distanciamiento,
empujando mi tristeza a la basura, liberando al que antes había sido, a pesar
de la reticencia con que yo me acogía a la realidad viva. Las aves iban a ser,
como lo habían sido al comienzo de verano una conformación para mí en mi
existencia inmóvil.
Sin embargo, un nuevo trastorno del habla me devolvió
al hospital a los pocos días a requerimiento de las neurólogas que hablaron con
Mercedes, a pesar de que cuando desperté
de la crisis se había pasado. Decidieron administrarme de nuevo corticoides,
para lo cual debería permanecer alrededor de diez días ingresado. Volvieron a
someterme a otra resonancia, a nuevos análisis y a otra nueva punción lumbar.
Pero esta vez, la médula resultó haberse normalizado pero la resonancia parecía
confirmar la evolución del linfoma. Por si hubiera sido poco, tuvimos que
retrasar el nuevo regreso a casa veinticuatro horas más por culpa de la
decisión de la médica de guardia que consideró prioritario controlar una cierta
febrícula observada por la noche, antes de firmar el alta.
Volvemos, por fin a casa. Mi cuñado y mi primo Antonio
actúan de rectores del vehículo. Nos llevan por el Puerto de los Leones y a la
mitad del camino paramos para comer algo, un bocadillo de calamares delicioso en
Adanero. Quieren meterme en el bar pero hay demasiadas escaleras y no hay
rampa, así que nos tenemos que conformar con comer el bocadillo a la
intemperie, aunque no hace un día para disfrutar del sol: el viento sopla y
poco a poco va intensificando su fuerza.
Cuando llegamos a casa, observé que las tórtolas no
estaban donde habitualmente se reunían. En el paisaje que rodea mi casa parecía
haberse instalado toda la quietud de mis miembros.
Octubre, noviembre y diciembre, 2013
Día a día, mi
estado fue empeorando. También las horas se habían hecho menos luminosas. El
cielo permanecía cubierto por nubarrones oscuros que a ratos descargaban
chubascos alternándose con rachas de viento fortísimo. La naturaleza parecía
empeñada en acompañar y reflejar los sentimientos del enfermo. Los poetas y pintores románticos siempre manifestaron
su estrecha relación entre la naturaleza y sus estadps de ánimo, pero yo nunca
me consideré de esa cuerda. A los simbolistas les pasaba algo parecido y hasta
nuestro poeta Claudio Rodríguez se decantó por usar símbolos tomados del mundo
natural o de sus inmediaciones, como el paisaje o la vida rural. A los ojos de
los poetas y de los pintores siempre les interesó el paisaje como tema de la
obra o como fondo del tema. Eso, desde la antigüedad clásica, pero, sobre todo,
desde la modernidad renacentista. La
lluvia y la tempestad se acoplaron después al fondo vital de una existencia
turbadora. Los cielos luminosamente azules iban muy bien con temas divinos. Los
verdosos o amarillos pegaban bien con ruinas. La naturaleza se ha ido acoplando
al genio artístico y a su intención.
Por supuesto, tuvimos que abandonar el porche
de la casa y a la perra Canela en el exterior y refugiarnos en el interior de
la vivienda. Íbamos entrando en el otoño. Empezamos a encender la chimenea. Lo
hacía Mercedes seguramente para crear un ambiente hogareño y que yo estuviera a
gusto, pero el viento invertía la dirección del humo y lo echaba hacia abajo, a
la sala, ahumándonos a todos, haciendo toser a algunos y convirtiendo en
incómoda la habitación. De los pájaros, sólo podía observar por el ventanal del
vestíbulo de la casa a los estorninos, a las urracas y a una familia de tres mirlos,
uno de ellos con la pluma pintada, que seguramente era todavía un polluelo. Venían
a las plantas de piracanta que conservaban sus frutos rojos de milagro, y a los
manzanos de flor, que mantenían sus pequeñas manzanitas color vino. Bueno, digo
que las plantas del piracanta apenas tenían sus frutos, porque las hormigas, meses antes,
subían hasta ellos, cuando las bolitas
aún estaban verdes y hacían su particular recolección. Las demás aves parecían tragadas por la tierra;
unas habrían emigrado, otras estarían ocultas, finalmente no pocas habrían
sucumbido en las fauces de los gatos o en los picos y garras de cornejas, que a
veces se dejaban oír en los alrededores sus graznidos. El petirrojo también se
dejó ver encapotado entre las ramas vacías de los almendros que habrían
ofrecido una primavera tan hermosa como las anteriores, pero que yo me había
perdido. Había llegado tarde. Los almendros andan muy madrugadores en eso de echar flores.
Tampoco habíamos disfrutado de la floración amarilla de las fortsitias ni la de
los manzanos lemonei, incandescente en sus racimos de rositas fucsias. Tampoco
de las hermosas flores rojas de los membrillos japoneses. Esa primavera
temprana nos cogió fuera. A disgusto.
Las visitas se hicieron paulatinamente
escasas; solo Alberto y Vicen venían a vernos, más o menos, en días alternos y
me animaban a salir de paseo o a tomar un vino. Yo les agradecía sus visitas y
su conversación, pero, de momento, no me sentía tentado al tapeo zamorano ni a
prodigarme ante conocidos en mi silla de
ruedas. Los paisanos tenían sus
costumbres para relacionarse con el Ángel bajito que se trasladaba en su silla
de ruedas. Unos no me reconocían o eso simulaban. Probablemente no querían
pasar un rato amargo o hacérmelo pasar a mí. Pocos se paraban conmigo y, con
asombro circunspecto, me preguntaban por lo ocurrido: Pero ¿qué te ha pasado?
¿Has tenido un accidente? No sabía nada, y aguantaban mi explicación que quería
ser sucinta, según el interlocutor me inspirara confianza, o un poco más
detallada. Otros ponían cara de conmiseración para expresar su solidaridad con
mi caso o su consternación ante la Parca. En fin, la calle y los
establecimientos públicos me resultaban incómodos por diversos motivos, pero el
principal era que me excitaban y conseguía sentirme mal.
Algunos días
tomaba el fondo de una copita de oporto con ellos, otros, en cambio, tenía que retirarme a mi
habitación para acostarme por culpa de los espasmos y una especie de
hormiguillo en los pies. Además, la presión en la boca del estómago que más
tarde, una radiografía tradujo en una bolsa descomunal de gases, me hacía
sentir muy incómodo. Le comenté al fisioterapeuta si aquel dolor podía deberse
a agujetas. Me respondió que era improbable y me recomendó que fuera a
urgencias. Así que la misma tarde, volví
al hospital Recoletas, donde me hicieron una radiografía confirmando la
hipótesis del fisioterapeuta y me echaron en una cama y me pusieron una sonda,
mientras la enfermera repetía como para sí: “Pero qué grande es este hombre”.
Luego la doctora de turno me recetó unas pastillas para los gases, que fueron
paliando los dolores.
Más
tarde fue peor. El invierno se presentó con toda su fuerza. Árboles deshojados y
arbustos, la hierba, las plantas decorativas como los juníperos o los cipreses,
todo se cubrió de pequeños cristales de hielo. El frío era intensísimo. Desde
el interior de la casa se podía contemplar la cencellada como un fenómeno blanco
y bello, pero la luz que irradiaba y que
se colaba por las ventanas daba a los objetos un aspecto irreal y triste, como
en las películas suecas de Bergman. A las seis y media de la tarde, oscurecía,
y entonces yo caía en una insoportable
desesperanza: los espasmos de las piernas se multiplicaban hasta resultar
inaguantables, el cansancio me abrumaba, la silla de ruedas parecía repleta de
aristas que se clavaban en mi espalda, en mis costados, en mis nalgas,
produciéndome un dolor general enervante en todo el cuerpo. La posición de
sentado durante horas y horas me generaba un agobio extraordinario. Si trataba
de leer, no conseguía la calma necesaria para fijar la vista, quizá debido a la
inflamación del nervio óptico que me habían detectado en una de las revisiones
del hospital Quirón. Si pretendía escribir, confundía los caracteres del
ordenador porque no controlaba los dedos; y el producto escrito, cuando, como poco, no
estaba lleno de faltas de ortografía, resultaba simplemente un galimatías
incomprensible. Escribir a mano era una pérdida de tiempo, pues ni yo mismo
entendía mi letra malbaratada por el temblor o la debilidad o la incomodidad de
la postura. En aquellos momentos de angustia exacerbada le pedía a Mercedes que
me ayudara a acostarme, a pesar de la hora demasiado temprana. Ella lo hacía a
regañadientes con la condición siempre de que me levantara de nuevo para cenar,
pero a menudo no conseguía su propósito. Yo esperaba despierto la vuelta de mis
hijos a casa con una angustia indescriptible.
A veces me impacientaba tanto que los llamaba por el móvil o iniciaba
conversaciones en el WhatsApp con ellos preguntándoles si se habían reunido con
su madre, por qué calle venían, si habían llegado al puente de los Poetas.
¿Estáis en la carretera? ¿En el maizal? ¿Dónde se nos cruzaron los jabalíes
aquella noche? ¿Qué noche? ¿Cerca del palomar? A la puera de casa me respondía
mi hija. Ella, Clara, regresaba de un
entrenamiento de natación; él, de clase de italiano primero y chino después, de
dar un paseo con los amigos, de picar platos chinos en el centro, ¿qué sabía yo
donde había estado? Le había pedido que
no se demorara demasiado y efectivamente volvía pronto, a las nueve y media
normalmente. Los recogía Mercedes en la ciudad y los reñia si se retrasaban
algo, porque me habia dejado solo, desamparado en la casa aislada, en medio del
campo, sin vecinos, rodeada de una oscuridad que a mí no me amedrentaba tanto
como a ella. En cuanto llegaban, la casa recuperaba una relativa tranquilidad,
pero con alguna frecuencia mi estado se tornaba irascible ante los
comportamientos adolescentes. A menudo la cena, cuando hacía yo acto de
presencia, se convertía en una refriega lingüística. Y sin embargo, sabía que
en determinados aspectos los dos todavía dependían de mí, no sólo
económicamente, y no debía emponzoñarse nuestras relaciones con discusiones
estériles. Ella me preocupaba porque con mi enfermedad había bajado el
rendimiento en sus estudios, se había tenido que acostumbrado a normas de
conducta distintas a las que sus padres le ponían, y se había rebelado cuando
algunas personas de su familia que le reprochaban las salidas permitidas que,
según ellas, debía rechazar porque su padre estaba enfermo, muy enfermo y, si
suspendía el curso, su padre recibiría
un disgusto horrible, incluso mortal. Había adelgazado varios kilos y se
debatía entre sus deseos de libertad adolescente y su presunta responsabilidad,
si el estado de su padre se agravaba; él, porque mientras yo estaba ingresado
había vivido una relación sentimental muy tortuosa, que había desequilibrado su
emotividad, influyéndole negativamente en sus estudios de arte y sobre todo en
la relación paterno-filial, envenenando los sentimientos de Javier respecto a
su madre y a mí. No deseaba conformarme con los recuerdos de cuando eran niños
y nuestra vida iba por el camino trillado y fácil de los trabajadores que han
alcanzado una vida confortable de pequeña burguesía de provincias: comidas en
restaurante de pueblos no demasiado lejanos y accesibles a la cartera casi
todos los domingos, vacaciones veraniegas, viajes exóticos al sur, por navidad
o carnavales o semana santa, celebraciones familiares en las onomásticas, la
comunión de ambos que sirvió para que nos reuniéramos la familia y los amigos
para comer a la orilla del Duero en medio de la primavera fragante que produce
alergias terribles a quienes llevan mal las pelusas de los álamos.
Mi
rehabilitación se me hacía muy dura, las mancuernas parecían pesar más que
antes, los ejercicios en la camilla del centro de rehabilitación me dejaban
agotado y me costaba adecuar mis músculos a las indicaciones del
fisioterapeuta, y así regresaba a casa con la sensación de derrota, de
incapacidad. Eso no contribuía a levantarme el ánimo. Recordaba mi primera estancia
en el hospital Quirón cuando Mercedes y mis hermanas me sentaban en la cama,
por las tardes, para cambiarme de postura, y yo era incapaz de mantenerme derecho.
Me apuntalaban entre ellas por los costados y la espalda y aguantaba unos
minutos tan sólo. Entonces había perdido
las fuerzas y mi relación con los otros era de dependencia absoluta de unos
pocos e indefensión respecto a la mayoría. Ahora temía que aquella situación
volviera a repetirse.
También
percibía la sensación de desvalimiento, derivada de las caídas de la silla o de
la cama al pasar de una a otra, si mi hijo Javier no me echaba una mano; o
cuando lo hacía a regañadientes, dando libertad a su temperamento desapacible;
y de debilidad manifiesta cuando quería moverme entre las sábanas. Me sentía
exhausto. Mi esperanza de vida parecía acortarse y entreveía en el horizonte mi
fin. Ni siquiera la antología poética que había ido preparando para la
Diputación de Salamanca me ilusionaba, antes bien me producía un desagradable
pensamiento: ¿Y si no llegaba a verla publicada? ¿Para qué servían todos juntos
esos innumerables versos en semejante cantidad de poemas publicados a lo largo
de treinta y cinco años de mi vida? ¿Qué sentido tenía tanto empeño en hacer
versos, sin duda, mediocres, aunque algunos amigos poetas me reconocieran
cierta validez en algún libro?
Mercedes había
vuelto a trabajar en el instituto en octubre y entre las clases, la compra,
atenderme a mí y a sus hijos, resolver todo el papeleo relativo a mi
jubilación, a mi minusvalía, al trámite para conseguir del ayuntamiento la
tarjeta de aparcamientos pa inválidos, iba llegando al final del trimestre
cansada. Mi hermana Cristina venía por las mañanas, muy pronto, para ayudarla
conmigo. Todo el mundo a mi alrededor, aunque lo escondía, denotaba cansancio,
porque mi invalidez exigía una atención de veinticuatro horas. A pesar de intentar
no complicar las cosas, a veces yo perdía los estribos y mi paciencia se
esfumaba, causando el abatimiento de las personas que me rodeaban y que me aguantaban.
Comprendí que algunas personas me querían, y que otras habían sentido una gran
decepción por no haberme muerto pronto, a ser posible, en el hospital mismo. Me preocupaban, desde
luego, mucho más las que me querían; yo no era justo con ellas: cuando
levantaba la voz, manifestaba una suerte de rechazo a sus atenciones. Es cierto
que lo mismo Mercedes que mi hermana me imponían sus criterios respecto a casi
todo: levantarme, ducharme, desayunar, ir a rehabilitación, etc, pero había una
razón: se preocupaban por mí. Pobre inválido cargado de contradicciones,
necesitaba a las personas que lo rodeaban, pero no siempre se mostraba cariñoso
con ellas.
Así llegaron las
fiestas de Navidad, de las que no pude disfrutar por culpa de mis achaques . En
Nochevieja no alcancé la hora de las uvas, tal era mi estado: nerviosismo,
espasmos en las piernas, angustia. Mucha angustia. Las fiestas transcurrieron
en casa más con pena que con gloria. Así pasaron las vacaciones de navidad.
Días después, una
noche volví a perder el habla racional. Otra vez las palabras se desconectaban
las unas de las otras en la cadena hablada y los enunciados perdían el sentido
con aquel desorden. Por la mañana, muy temprano, Mercedes llamó asustada a la
neuróloga de Madrid y ésta creyó conveniente que volviera al hospital, pensando
que podía ser un ictus. Mi cuñado y mi primo Antonio, siempre dispuestos a
echar una mano, vinieron a casa para llevarme a Madrid. El viaje, aunque corto,
fue agotador para mí, pero en poco más de dos horas estaba en el hospital; allí
tuve que esperar, pues no había habitación, varias horas en la salita de
urgencias donde eran atendidos los pacientes a los que debían administrar
medicación por vía intravenosa. Dos de ellos eran muy jóvenes: una chica muy
joven sola que lloraba mientras por sus venas se adentraba la sustancia que le
estaban inyectando y un muchacho de origen americano, inmigrante, de rostro
indio, casi femenino, de unos doce o trece años a quien los padres habían
dejado solo en el hospital, porque tenían que ir a trabajar, dijeron, o quizá
lo habían abandonado porque no poseían la tarjeta adecuada, la de residencia o
la del seguro. Yo me enteraba, a medias, de su historia a partir de la
conversación de las enfermeras y auxiliares que zascandileaban por allí, del
mostrador a las sillas que ocupaban los enfermos y a las camas separadas por
biombos que permitían a los que estaban más graves cierta intimidad. Al poco
tiempo de estar en planta, me visitó mi neuróloga y me hizo un reconocimiento.
Para entonces, ya había recuperado el lenguaje, por tanto podía explicarle yo
mismo lo que me había pasado la noche anterior, ella prefirió, sin embargo, la
versión de Mercedes porque seguramente pensó que mi cerebro podría componer los
acontecimientos a su antojo, y ella, en cambio, era una observadora más
objetiva. Como en otras ocasiones la neuróloga estableció un orden de pruebas.
De nuevo, resonancia, un electroencefalograma y punción lumbar; también
análisis de sangre. Habló de un hacer un nuevo pet, que no sería aprobado por
sus compañeros de Neurología por considerar que ya me habían hecho uno en la
primera observación y no había motivos para repetirlo.
Al día
siguiente, de nuevo, me colocaron una especie de casco y fui introducido en el tubo de aquel armatoste
con forma de hormigonera y cuyo nombre desconozco, pero debería ser “resonanciera”
o “resonanciador” o el potro de tortura de los ruidos, y que es tan confortable
y te acuna con sus sonidos suavísimo de bocinas, de piedras en la cantera, de escombros
en la obra, y de más bocinas de una doble vía madrileña. Ya no me iba
sorprender; llevaba ya un total de ocho resonancias entre las que me hicieron
en Zamora y las que me habían aplivado luego en el hospital Quirón. La
enfermera me dijo que tardaría veinte minutos. Yo le respondí que ya me habían
tomado el pelo otras veces. Me aseguró que serían veinte minutos casi exactos.
Yo pensé: los contaré. En esta ocasión, la resonancia pretendía reconocer sólo
mi cerebro. En otras, que habían durado un tiempo insoportable, me la habían
hecho del cerebro y la médula. Yo no
sentía la claustrofobia que siempre se asocia a estos medios clínicos; lo que
llevaba fatal era la constancia impertinente del ruido durante una hora y más.
Febrero, 2014
Los días se fueron alargando poco a poco, casi
imperceptiblemente al principio, pero febrero fue fiel a su reputación y nos
dispensó lluvia, hielo, viento en sucesivas ciclogénesis que convirtieron la
finca y el entorno de la casa, especialmente, en un cenagal. Mi imprudencia y
mi deseo de agradar a Mercedes, haciéndome el valiente, hicieron que una tarde
intentara salir de casa, solo, y llegar hasta el aparcamiento en la parte
posterior. No recuerdo el motivo de la salida; la silla de ruedas se atoró en el barro de la
rampa y yo caí al suelo deslizándome por el asiento, porque el camino que rodea
la casa tiene una cierta inclinación a la que se acoplaba mi silla. Águeda, mi
hija, y Mercedes consiguieron incorporarme con mucho esfuerzo por su parte y
devolverme al cojín anti-escaras que se había soltado del velcro del asiento.
No creo en la debilidad femenina, sobre todo en aquellas mujeres que callan, no
porque están como ausentes, como venían a decir los versos de Neruda, sino por
una habilidad extraordinaria para no darse importancia teniéndola, como ocurre
en tantas hembras de aves que se mimetizan en el paisaje mientras los machos se
dan humos de narices con sus plumajes o sus cantos, o se envisten por el mero
hecho de llevar cuernos en sus frentes, o como las leonas, sacrificadas a la
conservación de su prole, sin agitar melenas espectaculares a los vientos de la
sabana. Esas mujeres del silencio que en tantos casos soportan situaciones familiares
difíciles sin aspavientos, pero sin ingenuidad y con relativa alegría.
A medida que el mes loco se aproximaba a su fin, mi estado
mejoraba. La nueva tanda de corticoides que me habían prescrito en mi última
estancia invernal en el hospital, había hecho su efecto y me devolvía las
fuerzas. Los ejercicios con las pesas se volvían más llevaderos y rápidos, también
recuperaba cierta agilidad en los ejercicios de rehabilitación de los músculos
del tórax que me concedían la verticalidad, y volvía a desarrollar ciertas
actividades, como hacer magdalenas, secar los cubiertos y depositarlos en el
cajón correspondiente, junto a las servilletas. Podía acompañar a Mercedes
después de la comida y la cena, hasta que ella terminara de recoger, aunque mi
ayuda era mínima, antes de irme a la cama. También recuperé atender a la
televisión, sin demasiado interés, pero enterándome. Una noche pude ver entera
“Ana Karenina” de Joe Wright,
interpretada por la bella Keira Knightley y adaptada con fidelidad al argumento
que yo recordaba en la edición de la novela de Tolstoi del Círculo de Lectores,
que leí durante una gripe adolescente, pero con algunas novedades en la
escenificación última que convierte los hechos de la novela en actos
espectaculares casi soñados en decorados teatrales sofisticados y brillantes. A
Keira la había visto actuar entre otras películas, en “Orgullo y prejuicio”,
por ejemplo, y me había gustado mucho, no tanto en “Piratas del Caribe”, pero
como en Ana, la romántica suicida rusa enamorada hasta el tuétano de aquel
Wronsky de belleza preciosista, estaba espléndida: segura y elegante en los
salones de la nobleza de San Petersburgo, radiante en sus momentos de amor
pleno y compartido, y deteriorada y desapacible cuando se siente abandonada por
su amante, apartada de su hijo por su marido y caída socialmente. En la
película Karenin acaba adoptando a la hija bastarda, pero no recuerdo si en la
novela este hecho más allá del cine estaba presente.
Sin
embargo, no rehice mi antigua y estrecha relación con los documentales de
animales, intensa antes de la manifestación de mi enfermedad, cuando me abandonaba, meses atrás,
en el sofá, a los comportamientos reiterativos de los cocodrilos, los leones e
hipopótamos del Serengueti y a la tristeza de padre fracasado con un hijo de
personalidad difícil por culpa de un trastorno de déficit de atención con
hiperactividad que convirtió sus estudios y sus relaciones sociales en la infancia en una
fuente de dolorosa frustración para él y en una preocupación constante y
atrapada en la ansiedad para sus padres, especialmente para su madre que se
dedicaba tarde tras tarde a repasar las lecciones de Conocimiento del Medio del
colegio donde estudiaba EGB, que Daniel se aprendía a trancas y barrancas para
no alcanzar, encima, el aprobado, porque, según su maestro, había que educarlo,
aunque el resultado de sus exámenes llegara a la nota media de cinco. Se ve que
aquel buen hombre quería educar a mi hijo en la injusticia, en la arbitrariedad
subjetiva, en su capricho, como un diosecillo de cualquier mitología, incluido
el dios de Abraham. Yo entiendo que tener en clase a Daniel no le resultara
cómodo con su desapego indolente, por un lado, y sus chispazos de genialidad,
por otro. A lo peor solo le ofrecía la primera faceta, pero, en verdad, qué
otra faceta le iba a ofrecer a quien lo hacía objeto de sus burlas ante los
compañeros, volviéndose gracioso para congraciarse con aquella pandilla de
adolescentes practicantes de bulying.
No sé si es abundante, pero existe el caso del maestro o la maestra que para halagar
a los alumnos desagradables arremete contra alumnos distintos, haciendo que el
grupo se vuelva contra el diferente, más débil cuando tendría que hacer
justamente lo contrario.
Mi
relación con la televisión se convirtió aquella temporada, previa a la
enfermedad, en una excusa para dormir a deshora un sueño evasivo, que, desde
luego, no me salvaba de la depresión, para ocultar mis dificultades para
caminar y para realizar cualquier trabajo. Aquel año había casi abandonado mis
actividades de jardinería en la finca. No solo no podé los árboles de tito,
que, de haberlo hecho, debió haber ocurrido hacia la mitad del verano, al terminar la temporada del
fruto. Tampoco le corté las ramas sobrantes a manzanos y perales en otoño como
indicaba el calendario regalo de un amigo leonés, ni limpié los árboles de
fronda, tan solo los cinco ailantos plantados hacía un año, para orientar su
crecimiento.
Un
psiquiatra de la localidad me diagnosticó una depresión con ansiedad y me había
recetado un ansiolítico y un antidepresivo, pero yo seguí en activo en el
instituto por cuyos pasillos caminaba sin seguridad. Una tarde, ya anochecido,
llamó a casa para decirnos que nuestro hijo estaba en su consulta, que fuéramos
a recogerlo. Había declarado que era bipolar y que necesitaba tomar
trankimacín. Parece ser, lo supimos luego, que había sido inducido por un
amigo con quien salía entonces y del que ignorábamos el daño que podía llegar a
provocar en nuestro Daniel. Lo había convencido para conseguir una receta de
trankimacín fingiéndose deprimido o bipolar o lo que fuera, y le había
prestado su historia particular. Pronto descubriríamos el auténtico material de
la personalidad de aquel individuo: la maldad, la mentira, que enmascaraba una
terrible y fatal psicosis que le había llevado a perder su empleo de conductor
por estrellar el autobús que conducía, por lo cual fue apartado de su empleo y
jubilado de inmediato. El psiquiatra debió detectar algo raro en aquel torvo
individuo y no hizo la receta. Los rasgos del carácter de aquel personaje
quedarían demostrados más adelante, pues, ingresado yo en el Hospital Quirón,
cuando estaba en los momentos más graves de mi mal, aquel se dedicaba a
enviarle a Mercedes, a altas horas de la noche, horribles mensajes por Washapp
diciéndole lo mucho que la odiaba su hijo y cosas por el estilo.
Cuando
regresamos de Madrid ya en primavera, pudimos apreciar el daño que había
causado en nuestro hijo, una influencia en negativo que lo había desprendido de
su afición al dibujo y le quería obligar a tirar a la basura su colección de mangas porque la consideraba peligrosa. La
tenía por propia de un emo, moda fatal, como todas las que más influyen en los
jóvenes sobre todo si se desvían de la senda trazada por la sociedad mediante
la vía de los padres, pero aquel individuo, a la vez, le invitaba a ver en su
casa por la tarde los programas televisivos de La Veneno, que sí eran educativos,
incluido su discurso plagado de insultos y de expresiones soeces, un modelo del
mejor castellano.
Daniel
que había engordado pretendía sacarlo de paseo, recorrer la orilla del río y
así, de paso que se aireaban, hacían cierto ejercicio, al menos al caminar
cambiarían el aire enrarecido de una familia en la que el padre tan pronto era
sastre, como médico o alcohólico. Tardó,
pero terminó Daniel por aburrirse de aquella actitud pasiva y
desesperanzada del que llamaba amigo, y por liberarse del yugo y la opresión de
aquel ser que había ahondado el precipicio de sus relaciones sociales. A Mercedes
y a mí nos costó mucho trabajo rehacer la relación con nuestro hijo, que con
nosotros y especialmente con su madre, para quien desarrolló durante semanas una
conducta propia de un matón hipócrita y machista, que desde luego no podía
haber aprendido de su casa.
Antes
de la Navidad, mis temblores de manos y de piernas se intensificaron. Temblaba
al llevarme la taza de café a los labios en el desayuno, mientras mi hija y Mercedes
me miraban con cara de angustia. Un día, cuando me disponía a tomar café en el
bar de costumbre durante el recreo, se me cayó la taza y derramé su contenido. Los camareros vinieron en mi auxilio, pero
creo que no se percataron de que aquella situación no se debía a un despiste o
un traspiés, sino a un estado en el que mi tensión nerviosa se descargaba de
sus angustias añadiendo, paradójicamente, otras.
Perdí
por primera vez el uso de la palabra en clase. Oh, las clases, a las que acudía
utilizando un bastón, se habían convertido de una lucha contra el caos desde el
orden, en un acontecimiento cansino cuyo final ni siquiera celebraba, pues me
ocultaba en el departamento de Lengua y Literatura, huyendo del cansancio que
el contacto humano me causaba. Me repetía tratando de cortar el flujo de mis
ideas deprimentes la sentencia con que abre Jorge Wagensberg su libro Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era
la pregunta?: “Pensar es pensar la incertidumbre”. ¿Y eso quería ser un
consuelo? La incertidumbre había ido cercando mi existencia en las relaciones familiares,
en la salud, en el uso del lenguaje. El último poema que había escrito Sobre la desazón era un reconocimiento
flagrante de mi estado, que alcanzaría la configuración de enfermedad física por
una diarrea en agosto, temblores en las manos y un adelgazamiento espectacular
en aquel verano que me llevó a mi médico de cabecera y a una analítica, y más
tarde al psiquiatra, etc.
El
naturópata al que, más tarde, acudí presionado por mi familia, me recomendó
baños calientes sazonados con diversas hierbas, un surtido homeopático de píldoras
y un desayuno con zanahoria, naranja, pomelo y otros productos como levadura de
cerveza, lecitina de soja y miel y, sobre todo, después de darme unas gotas y
aplicarme unas luces, me recomendó prescindir de mi hijo para que mi vida
recobrara la normalidad, pero ¿cómo se prescinde de un hijo y se recobra la
normalidad? ¿Qué normalidad? ¿La anterior al hijo? ¿La juventud ida? Consideraba
yo mismo que la educación familiar y escolar de Daniel, no había alcanzado un
éxito rotundo, pero ciertamente habíamos conseguido que se comportara con
corrección, que alcanzara una cultura razonable en el terreno artístico; pero
sobre todo¿cómo íbamos a abandonarlo a su suerte, cuando lo veía desorientado
sufrir tanto como yo? ¿Por qué echarlo de casa? No era un drogadicto, sino un
ser humano al que los genes le habían cargado con un temperamento difícil y ni sus
profesores, ni sus amigos ni quizá su familia había sabido reconocer sus
capacidades y sus virtudes, que las tenía desde luego. Convivir con él, por
aquel entonces, se nos hizo difícil a los tres. Mercedes vivía en la frontera
de la depresión a consecuencia de las actitudes de Daniel y, mi hija Águeda no
aceptaba las veleidades de su hermano ni su agresividad que, sin alcanzar la
violencia, sí resultaba desagradable, y se querellaba en los comienzos de su
adolescencia respecto a nuestra pasividad en relación a su hermano.
Al
poco tiempo me vi haciendo cola para ingresar en el Hospital Quirón por vía de
urgencias. Después de controlarme la tensión una enfermera, pasé a la consulta
de una médica que habló por teléfono con alguien del departamento de Neurología.
Al poco rato llegó la neuróloga, me hizo un reconocimiento breve y enseguida me
trasladaron a la habitación en que había de permanecer casi dos meses, hasta
bien entrada la primavera, sometido a una prueba tras otra de día y al ataque
de las pesadillas por las noches, tan visitado por familiares y amigos que di
en pensar que mis días se acababan. Era una habitación amplia con un anexo a la
entrada en que se situaba una pequeña estancia a modo de salón convertible en
dormitorio, un servicio con recursos para un paciente paralítico, que pronto
demostraron que o por su diseño o bien
por su ubicación no eran idóneos para las necesidades de un inválido,
por ejemplo, la barra de sujeción del usuario estaba delante de la taza del water,
convirtiéndose en barrera lo que debía ser una ayuda. Allí, en la ducha de
aquel elegante e incómodo servicio fui bañado, no sé cómo, entre celadores y
auxiliares cundo me contaminé con la sustancia radioactiva usada como contraste
en el PET y antes de ponerme la sonda para no orinarme mientras me hacían de
nuevo la prueba, pues mis esfínteres empezaban a fallar. Yo creía que la
incontinencia era consecuencia de mi próstata agrandada por la edad, pero a mis
doctores les pareció, más bien, otra consecuencia de la quietud que la
inflamación en mi médula imponía. Por entonces, una ligera somnolencia me
permitía desarrollar una pesadilla en la que una enfermera me encerraba durante
un tiempo insoportablemente largo en una habitación como un nicho; y los
momentos de vigilia a duras penas me permitían comunicarme con mis semejantes.
Durante
aquellos meses recibí muchas visitas. Una de ellas fue la de Antonio, hermano
de Mercedes, que vino desde Lanzarote a acompañarme un par de días en el
hospital y regresó a su casa asombrado por mi estado, y también memorable la de
Ángeles, prima de Mercedes, que se afincó en un hotel cercano al hospital para
ayudarnos y, sobre todo, para hacer compañía a su prima. Ambos habían sido
huéspedes en nuestra casa de Lanzarote; él además, compañero del viaje a la
isla de Ons en nuestra juventud, donde pudimos descubrir de día los hermosos
flecos de la realidad de aquellos jóvenes hippies desnudos acampados al borde
de las agua en la playa de Melide y en las noches compartir la alegría de la
gaita y el pandero que juntos hacían de orquesta en la verbena improvisada. Excuso
decir que el recuerdo de Ons aquellas horas hospitalarias en que nos acompañó
Antonio generaron la conexión momentánea con mi pasado que pronto se atenuó,
abriéndose dentro de mí una zanja insalvable que me separaba de la felicidad
que aquel lejano viaje casi adolescente representaba.
Abril, 2014
De
nuevo están aquí las tórtolas y las palomas torcaces. Han llegado de pronto,
pero desde que han recuperado su paisaje, se han hecho notar con sus arrullos
matutinos y esa matraquilla vespertina como de beatas incentivadas por el
ángelus. Me encanta pensar que han acudido a la cita de la primavera y yo
también cerca de ellas la he alcanzado, no convertido en cenizas por un horno
funerario, sino en mi propio cuerpo, acompañado de las personas que quiero, con
nueva perra, Runa, cinco meses de músculos y vibración natural. Es una
labradora negra, casi risueña, un poco mimosa, maleducada, quizá por el trato
bondadoso de sus primeros dueños que la criaron como a una niña pequeña; pero
tuvieron que deshacerse de ella por culpa del trabajo. El nombre de Runa lo
tomaron de los signos de escritura antiguos de Islandia, donde habían vivido
por culpa del desempleo en que envejecen muchos de nuestros jóvenes.
Compuesto por todos los restos de lo que fue
tratamiento empírico, pero todavía vivo; confinado en la silla de ruedas que casi se me ha hecho pequeña por culpa de la
quietud, los corticoides y, claro, la comida, pero consolado por una rehabilitación de meses, casi doce, no
muy útil para mis piernas, pero que, en su defecto, ha casi mazado mis brazos y mis hombros a fuerza de mancuernas,
flexibilizado ligeramente mi cintura gracias a los ejercicios de oblicuos,
abdominales y lumbares. Mi equilibrio ha mejorado considerablemente. Aguanto
derecho normalmente la presión en mi espalda y en mi pecho producida por las
manos poderosas de mis rehabilitadores, a los que conozco en una dimensión de
amistad ahora que son dos, sin desvanecerme, normalmente sin inclinarme, en
ejercicios agotadores. Juego a hacer de Casillas parando goles imaginarios que
Carlos y Diana con tubos de cartón el uno t con sus propias manos simulan la
pelota. Y me estiran las piernas en un ángulo con muy suave dolor. Les digo: No
puedo a mi edad Parecer un Niyinski o un Nureyev. Son tan jóvenes que no tienen
noticias de los rusos famosos por su danza. O he llegado a un almacen notable
de los datos del Hola que los domingos ojeaba en la peluquería de mi tía donde
iba a comer. Ha llegado abril y han ido brotando las flores de los almendros,
de los ciruelos que llaman japoneses (prunus
pisardi), de las mimosas (acacia
dealbata), de las forsitias, de los manzanos lemonei
de bellas flores fucsias…
Se
han ido cumpliendo los plazos de la segunda retirada de corticoides que fue
impuesta en la última estancia en el hospital Quirón, también los plazos de la
entrega de los poemas seleccionados para aparecer en la antología que me pidió
a través de Aníbal Lozano la Diputación de Salamanca para continuar su
colección de poetas relacionados con la ciudad. Me había hecho tanta ilusión el
libro como también miedo me inspiraba a no llegar verlo editado, me causó fatal
presentimiento de no llegar a ver el libro; y también llegaron otros encargos
literarios que parecían confirmar mi aproximación al final de mi carrera, que
en el trabajo se había materializado con mi jubilación por gran invalidez,
consideración que no había merecido desacuerdo entre los organismos implicados
en concederla. Mi periodo laboral había sido abolido por mis inclementes
neuronas antes de tiempo. Y ocurrieron no sé si coincidencias. Me encargó un
buen amigo mi colaboración con un poema para una colección de acuarelas
pintadas por él que documentaban con
mucho atractivo las procesiones zamoranas. Me tocó la del domingo de resurrección,
quizá porque yo encarnaba bien el personaje del resucitado. Fue el primer poema
que escribía con mi presunto linfoma en la cabeza. Yo no creo en las
resurrecciones, pero me educaron en las creencias cristianas y me reeducaron a
su debido tiempo profesores de historia de filiación marxista. Y traté de
reflejar ese presuntamente resucitado con las claves históricas y
antropológicas. Pensé que el obispado querría censurarme o algunos de los files
devotos de la tradición semanasantera, pero no pasó nada. Representaba a Cristo
como un rey visigodo portado en un escudo por sus nobles hidalgos y a la virgen
con quien luego se encuentra en su camino como reina regente en ausencia bélica
del príncipe; y todo ello en medio de un paisaje primaveral. Perséfone había
cambiado de sexo, y lo avalaban los músculos férreos del guerrero cubierto por
los hombros con su capa encarnada.
Mi
yo a la intemperie, como el de todos, ahora se ha tenido que acostumbrar a la
incapacidad y, por tanto, a la dependencia. Puedo comer solo, pero no puedo
girar en la cama solo y hay otros muchos quehaceres que no puedo hacerlos solo,
pero quiero entrar en detalles para evitar lo prolijo o desagradable. Para esa enorme serie
de actos menudos que debo abordar en el día a día de la existencia, en los que,
digo, no voy a entrar, el Gobierno de mi país dedica una cantidad ridícula para
paliar las situaciones llamadas, con rimbombante y falsa caridad, de dependencia
y que consiste, por ejemplo, en que con la ayuda del Gobierno que pretende
gastar millones de euros en unos juegos olímpicos innecesarios en Madrid no
alcance para pagar los pañales para un adolescente con una grave paraplejia a
quien tienen que atender sus dos hermanos como enfermeros, auxiliares de
clínica, celadores y hasta fisioterapeutas, porque su madre acude a diario a
ganar un sueldo miserable, insuficiente claro, con que paliar, no solo su
miseria, sino la del despilfarro presupuestario de los políticos que asumen una
crisis económica como excusa para ahorrar dinero de la nación, mejorando su economía
privada, como decía Antonio Machado, cuando los llamaba con ironía buenos
administradores de su casa, el dinero que serviría para sobrellevar menos angustiosamente
la situación terrible de un hogar apaleado por la enfermedad y la prolija
necesidad. Pero ellos, por su parte, políticos embaucadores tasados por
banqueros, cada vez suman más sueldos del estado y de otras fuentes oscuras, o
se pagan excursiones a Eurodisney no saben con qué dinero, o guardan sus
inmensos ahorros en Suiza o las islas Caimán, en fin, dejan a su alrededor al
descubierto necesidades graves de la gente, pero ocultan las enormes sumas de
dinero que manejan en público en memeces o personalmente en vicios y otros
lujos.
Paso
la primera parte de cada mañana haciendo ejercicios de pesas, desde luego
después de las abluciones y el afeitado. Cada día voy alcanzando los objetos de
tocador en el mueble del baño con menos dificultad: el gel, la esponja, la
espuma de afeitar, la hojilla, el desodorante y todos esos objetos y ungüentos
específicos que guardamos en cajones y armarios tranquilamente. Cuando termino
con ellos, los devuelvo a su lugar y sirviéndome de cierta ganada flexibilidad
y equilibrio puedo salir de la ducha quitando el freno de la silla que utilizo
para el baño. Incluso me desplazo hasta el centro del baño ayudándome con los
remos de mis brazos que palpan las paredes, el muro de cristal que divide el
recinto en dos: la parte seca y la parte húmeda.
No
sólo he ido localizando esos objetos que antes de la enfermedad estaban siempre
en su sitio siguiendo la estricta organización que, como virgo, me reconocía el
horóscopo y yo repartía sobre todos los objetos de la casa de mi incumbencia:
herramientas, máquinas de bricolaje, tornillos, destornilladores, etc. Había
ido recuperando el control de los otros objetos que de mí dependían:
documentos, libros, utensilios de escritura y los archivadores. Había ido consiguiendo
que los discos, casetes, cedes estuvieran a mi alcance o al de las pinzas para
minusválidos, disminuidos, que son extensiones de los brazos cuando las piernas
no aúpan y que me regaló Ángeles Pazos, nuestra prima gallega que pasó con
nosotros semanas de hospital.
Mi
vida va recuperando la normalidad desde la incertidumbre. Los días se van
haciendo casi normales, las noches no tanto. Sobrellevo los espasmos y el
anquilosamiento de la postura nocturna en la cama que me dejan dolorido, porque
mis movimientos son prácticamente inexistentes o son espasmos solo. Aprovecho
los periodos de descanso para leer, escribir con el LG G, consultar las noticias de periódicos
digitales u oír las canciones que
prefiero y que han ido aumentando, como aumentan los amigos, recuperando algunos
alumnos de Lanzarote, alumnos que se han hecho mayores, antiguos compañeros de
los institutos. Todos me animan y yo agradezco esa solidaridad en la distancia.
Sé que sus vidas siguen su curso, porque así debe ser y que la mía sigue su
curso hasta que deba ser.
Se
presentó mi antología poética en Salamanca sin mi asistencia. Alegué no encontrarme
demasiado bien. Algún periodista me dio
por muerto en su periódico digital y tuve que desmentir en un e-mail mi
defunción. Debo reconocer que me hizo
alguna gracia parecerme en eso de la muerte a la romántica Carolina Coronado,
magistralmente pintada por Federico de Madrazo, a quien, gracias a él, yo
conocí en Toledo en una exposición de Retratos de El Prado que recorría España.
Se enteró por la prensa de su muerte y le cogió tal miedo a ese estado que
recluyó a su hija muerta en un convento porque si despertaba hallaría compañía
en las monjitas. A su marido no lo
enterró, en vida, ella no lo enterró. Vivió co él. Lo llamaba el dormido, allí
en Sintra, quizá emulando a aquel rey portugués enamorado.
Cubrieron
mi vacío en la presentación salmantina del libro mis amigos los poetas Máximo
Hernández que había prologado los poemas con su conocimiento profundo de mi
obra y su elegante estilo para respetar los rincones oscuros que ofrecían
algunos poemas alumbrándolos con una suavidad delicada, y Tomás Sánchez que
había mediado con La Diputación salmantina la gestión del libro desde su origen
como proyecto y luego habría de hacerlo en su faceta de crítico relacionado con
otros críticos. Gracias a ellos volvía a estar en contacto con la poesía y con
la palabra y eso me obligaba a recuperar una parte de mi existencia que había
quedado relegada, si no anulada por la enfermedad. Recomponía en aquellos
poemas un yo antiguo en un proceso de
arqueología personal benéfico porque me reunía con mi propio yo, desinteresado
de sí por la estancia en el hospital y lo demás. Mi yo era nuevo, tanto que los
poemas por mí escritos regresaban con la realidad en que surgieron y
recomponían el puzzle de mi existencia. Del Ángel previo a la enfermedad al
Ángel último mediaba un abismo. Aquel era el resultado de la ansiedad que había
ido creciendo como un tumor agresivo y maligno desde que cumplí los cuarenta y
me sentí en la cumbre de una montaña desde donde, como un Sísifo cargado, había
de precipitarme inexorablemente hacia la vejez y la muerte finalmente. Eso me
había llevado a escribir dos libros, Cuaderno de otoño y Blanda le sea. En el
primero el paisaje del Duero me devolvía en mi madurez la identificación con la
naturaleza que había acompañado mi infancia; en el segundo, pretendía llevar a
cabo un ejercicio de aprendizaje de la muerte, desde un punto de vista
individual, pero también social, histórico, literario, político y religioso,
utilizando como portavoces de mi mismo personajes históricos o literarios. Era
una tarea aquella que solo me llevó a la desazón, a la angustia turbadora que
precedió a mi enfermedad, como en una caída libre que aterrizaba en la quietud,
no en la enajenación.
Desde
la euforia de los primeros corticoides y a pesar del velo que se cernía sobre
las causas de mi enfermedad, se me hizo preciso recuperar mi existencia,
recomponerla, aunque nunca ya sería lo mismo, de sobra lo sabía. Estaba en la
vertiente oculta de la vida, esa ladera plagada de lagunas o recuerdos jamás verificados,
quizá inverificables. Y había alboreado de un modo inconfundible el cielo de la
muerte, aunque el sol era el mismo de antes, quizá más luminoso, quizá más
esperanzado, paradójicamente, en la vida misma que ya sería otra, que debía
vivirse con mucho más cariño, respondiendo a la dosis recibida del mejor
tratamiento empírico del que un hombre puede
ser objeto: el amor de los próximos,
versión palpable, oíble, admirable de los prójimos.
El
día que presenté mi antología salmantina, zamorana, lanzaroteña tuve conmigo
tantísima amistad, tanto cariño y tanto amor, que habían brotado de la
expropiación (incluso de mí mismo) de aquellos poemas que hacían natural su
título: Perdulario. La magia de un poema es que nunca se sabe qué fue verdad en
él, que fue deseo en él. Ya todo va perdido.
Pero
es la vida así, la nueva vida, con todo lo perdido de la vieja, palabra por
palabra, ella, la nueva vida, se recobraba. No hay un final feliz, hay un nuevo
comienzo. Veo salir el sol, supongo que llegará el ocaso, mejor atardecer. Que
la noche no me coja recogiendo, a morir no se aprende, me lo dijo Alejandro de
Macedonia a punto de morirse, junto al Éufrates, en una carta que para mí no iba.
Me ha gustado mucho Ángel. Espero poder leer pronto los siguientes capítulos.
ResponderEliminarUn abrazo.