jueves, 1 de enero de 2015

La quietud


          Mayo, 2013

Vuelan torcaces entre los pinos. Y las tórtolas, como cada año, anidan en el almendro grande.  Los otros nidos de los chopos, construidos con palitos, no sé quién los habita o si fueron abandonados por sus constructores.  No he visto en ellos signo de vida. Quizá fueran pegas sus moradores o tórtolas, quizá algún pito real. Miro las aves en su vuelo y en su quietud.  Y las escucho por las mañanas desde la cama. Pido que me dejen la ventana abierta. Entra una brisa que me relaja y me tonifica añadida a los trinos de los jilgueros. No reconozco el canto de muchos de los pájaros que se acercan a los arbustos de romero y piracanta próximos a la casa, pero sé que por ahí cerca andan el colirrojo tizón y el verderín. Identifico a la abubilla inconfundible. Los demás… ¡Son tantos! Pardillos, pinzones, herrerillos… Me gustaría saber de cada cual: su pluma, el timbre de su voz o sus costumbres. Por ahora me tengo que conformar con mi libro de aves de Castilla-León y con la observación parcial de aquellas que se aproximan a mi  ventana. Oigo el chillido del milano, pero no vuela en el trozo de cielo que mi ventana permite ver desde la cama. Debo imaginarlo poseyendo el límpido azul bajo sus alas amplias y su cola desplegada en una horquilla poderosa, timón de los vientos. Igual que debo imaginar a las golondrinas del Duero en sus vuelos rasantes para beber agua en la piscina. Las aves ahora llevan una vida ajena a la mía.
 
Antes no era así. Podía seguirlas, acecharlas. Las perdices huían de mí por el camino agrícola que llega al pueblo, hasta que levantaban el vuelo para esconderse entre los matos de cantueso y tomillo, bajo las amarillas retamas o las jaras,  más allá de la cuneta. No había ventanas. El campo suele ser todo seguido salvo vallas o casetas. Desde la ventana del  hospital también veíamos un grupo de torcaces que pastaban en el césped del jardín. Mi hermana Cristina insistía en que no eran torcaces sino perdices. Eran los primeros días de mi hospitalización. Habíamos dejado a nuestros hijos: al mayor al cuidado de la casa, y a la pequeña al cuidado de otra hermana. Por entonces yo no tenía ánimos para discutir. Tanto daba si eran torcaces o perdices, aunque el lunar blanco en el cuello las hiciera inconfundibles.  En vez de observarlas,  por las mañanas me ocupaba en desechar las pesadillas nocturnas tratando de entenderlas, al menos ordenarlas en secuencias lógicas, pero era inútil. No conseguía anular la angustia que  en mí provocaban.

Una noche estuve pintando un cuadro infinito formado por cientos de miles de siluetas de caballeros del siglo XVI, figuras esquemáticas de  la imagen de Carlos V, a caballo, en Mülberg, realizada por Tiziano. Los caballeros se ordenaban en la superficie del lienzo según una cuadrícula aburrida y absurda, monocromática, como un ejército alineado para una batalla con otro ejército ficticio e invisible situado en el exterior del cuadro. Esa noche u otra, no sé, pinté también un paisaje multicolor; una avenida de árboles variopintos conducía a una casona pretenciosa de aspecto colonial. Tanto en las líneas como en los colores se reflejaba una persistente inmovilidad, como si el paisaje no pudiera ser ocupado nunca por un ser vivo. Podría recordar el decorado daliniano de una ópera, pero sin personajes. Ambos cuadros producían una sensación de quietud fantasmagórica que enervaba los sentidos. También, otra noche alcancé un hermoso palacio barroco que se alzaba en medio del  mar, un mar nórdico, gélido, pero no brumoso. Por sus paredes crecía un árbol, no sé si era abedul o álamo, cuyas raíces se agarraban a los muros del palacio. Lucía un sol de invierno, escaso. El palacio estaba desierto. Cerca se veía un barco desarbolado. Soñaba con imágenes que, sin razón, suponía manifestaciones de la eternidad y sentía miedo porque en aquel palacio y aquellos cuadros había huellas de la muerte. Nadie asomaba a las ventanas del palacio ni pedía ayuda desde el barco, pero parecía que hubiera  tras las puertas o al fondo de los cobertizos de la leña  personajes de leyenda.

También viví una noche una batalla sobre el fango de una turbera escocesa desde donde podía contemplarse la cortedad de un amanecer incompleto. La tierra era negra, el cielo de un blanquecino insulso. Mis piernas pesaban anegadas en el barro y los movimientos se ralentizaban. Mis dificultades para andar, en la vida real,  también fueron haciéndose ostensibles con el paso de lo días. Por último, asistíamos a oscuras misas y sacrificios paganos en lo alto de un edificio de ladrillo rojo, abandonado antes de estar terminado, devastado por los yonquis, los gamberros y los borrachos. Oficiaba de sumo sacerdote un personaje pintoresco, una mezcla de Tony Ronal, Camilo Sexto y Lauren Postigo, vestido con una traje de punto gris, deteriorado físicamente por los excesos del alcohol. Las arrugas, el color oliváceo y morado eran los rasgos sobresalientes de su rostro. Una “troupe” de bailarines psicodélicos con mayas al estilo de los programas televisivos de Lazarov, de los años setenta, podrían pasar por diablos en una danza absurda al ritmo de una música hortera. Lo cierto es que no me podía ver libre de ellos y de su infernal borrachera.  Atrapados allí, en lo alto del edificio templo, sembrado de  cristales rotos de botellas de Peeppermint frappe, Licor 43 y otras bebidas del mismo estilo, Mercedes y yo nos veíamos envueltos por aquella horrible fiesta, de la que al fin nos liberamos cuando el personaje que actuaba de sumo sacerdote desapareció de la escena, tal vez, empujado al vacío, tal vez asesinado por uno de aquellos borrachos, sin que su muerte nos liberara del miedo y de la angustia, cuando descendíamos por las escaleras  llenas de escombros de aquel edificio abandonado en azarosa huida.

Desde mi infancia, las pesadillas habían desaparecido. Ahora volvían con los dos rasgos que las caracterizaban antaño: el miedo asociado a la sinrazón, lo onírico dominado por la angustia, pero, a diferencia de aquellas, estas parecían  dotadas de un carácter vaticinador, pero ¿qué anunciaban?  ¿La soledad, la muerte, la eternidad? El hospital, su monotonía y sus sustancias, hicieron el resto. Mi vida se desplazó a un  limbo cuyo rasgo esencial era la ausencia de mí mismo, la anulación de toda iniciativa. Fui despojado de casi todos mis deseos, no de mis temores. Mi cuerpo inválido había tomado posesión de mi espíritu. Y este se debatía entre el territorio de las dudas y el fronterizo paisaje de la desolación. Se sucedían las pruebas médicas para diagnosticar mi mal: resonancias, punciones lumbares, Pet. No había dudas: la médula estaba inflamada. El porqué se ignoraba. Los análisis no acusaron ningún virus, ninguna sustancia tóxica, ninguna bacteria entrometida, tampoco se percataron del déficit de vitamina alguna. Mi sangre, un poco alta en colesterol, era, por lo demás, de lo más vulgar. Una biopsia en el cerebro dejó su cicatriz, pero no aportó la información pretendida. Me explicaron que el linfoma podía ser tan pequeño que buscarlo era como tratar de encontrar una consonante en un folio escrito, por un agujero de un milímetro. No se percibía linfoma ni ningún otro tumor en mi organismo. Sin embargo, las piernas día a día perdían su capacidad para sostenerme. Unos movimientos desgobernados, espásticos se adueñaron de ellas. Mi residencia quedó ceñida por los límites de mi lecho. En él me apuntalaban por las tardes, para cambiar mi postura, Mercedes, mis hermanas y otras compañías. Me sacaban de mi colchón antiescaras celadores diestros en acarrear cuerpos a las salas de electromiograma, radiografías, escáneres y otras máquinas de tortura. Recorríamos pasillos sin fin, subíamos y bajábamos en ascensores inmensos. Aquí me inyectaban contrastes radioactivos, allí sustancias de sedación A estas correrías se iban mezclando mis alucinaciones, producidas seguramente por los lunares brillantes de mi cerebro, las estrellas de un firmamento poco firme donde el caos iba conquistando el orden de la realidad. En mis delirios recorría ciudades inmensas por tubos de metacrilato, como venas heladas, que me condujeran de unas salas a otras de hospitales distantes o me veía abandonado en una habitación de techo bajísimo donde tenía que permanecer horas y horas, mientras le rogaba a mi enfermera que me liberase de aquella mazmorra donde me había recluido. Así fui ganando experiencia de la irrealidad y del sufrimiento que pueden provocar sus detalles más nimios. Después de una tarde de pruebas llegué a mi habitación con las palabras perdidas, como mis piernas. Se unían libremente en una articulación lenta, en locuciones espásticas y sin sentido que no reproducían mi pensamiento y que me llenaban de turbación, pero sí oía mis enunciados construidos con palabras de trapo, formando una desequilibrada colcha lingüística de pachtwork gramatical. ¿Me estaba volviendo loco? No se trataba de la dificultad de leer los dos primeros capítulos de Un cuarto propio de Virginia  Woolf, regalo de mi amigo Alberto, que atribuí a mi poco conocimiento de la escritora y a mi distante gusto hacia sus novelas La señora Dalloway y Orlando:una biografía. La fórmula sintáctica es sencilla y de sobra conocida: colocar un adjetivo conveniente junto a un sustantivo y este junto a un verbo con el que se pueda acoplar; pero el adjetivo por mi seleccionado no convenía al sustantivo pronunciado y la reclamación de otro más adecuado hacía surgir en mi cabeza un sinfín de palabras a cada cual menos apropiada. Mi discurso se tornó caótico por una noche, las palabras perdían su significado, sin cobrar otro, y olvidé los nombres de mis hijos cuando mi neuróloga me los preguntó por la mañana.

Las horas en que mi capacidad lingüística quedó igual de reducida que los movimientos de mis piernas fueron angustiosas. Pensaba en aquellos instantes en los que se puede llevar una vida limitada, sí, sin piernas, pero sin lenguaje el delirio de los sentimientos y las sensaciones, las alucinaciones y los signos de la irrealidad, caóticamente mezclados, devorarían mi espíritu en pocos días. Efectivamente me estaba volviendo loco y cuanto más ingresaba en la esfera de la locura, más desinterés por todo crecía en mí. Ante mi desfallecimiento indiferente, la neuróloga llamó a la psiquiatra, cuya dulzura resultaba seductora. Hablé con ella con absoluta sinceridad. Sus palabras, la sertralina y el tranquimacín paliaron mi desaconsejable y desconcertante estado. Las dosis del ansiolítico eran tan  altas que yo mismo decidí reducirlas para poder distinguir el día de la noche, la tarde de la mañana. Aun así las noticias que llegaban de mi vida anterior me interesaban poco.  Mi hija Águeda vino a verme un fin de semana. Su cariño y las manifestaciones de su ternura adolescente causaron poca impresión en mí. Cuando se hubo ido, recibí una buena reprimenda de su madre. Mi Águeda se había ido del hospital llorando, desconsolada. Su padre no se había interesado por ella en absoluto, como tampoco se interesaba por las llamadas telefónicas de amigos o compañeros de trabajo que se preocupaban por su estado y que le sugerían que escribiera, pero ¿cómo atar las palabras unas a otras para que cobraran significado?

La vida hospitalaria regía totalmente mi existencia, como les ocurría a los enfermos de La montaña mágica. Esperaba las horas de las comidas como si del bollo con mermelada del desayuno dependiera mi vida. La inyección de heparina era la novedad de la tarde y las mediciones de la tensión arterial o de la glucosa un devaneo con la gente del exterior, sin embargo a los amigos y parientes que me visitaban apenas les prestaba atención. Las paredes blancas de mi habitación, los intrincados pasillos envolvían mi vida con el papel de celofán de una irrealidad real ajena a la vida. Mi historia, mi vida anterior carecía de valor. Solo importaba en aquellos momentos descubrir al culpable de la inflamación medular, en primer lugar, y además cambiar el pañal sucio y que las auxiliares y enfermeras colaboraran para sondarme, no fuera a ser que, por orinarme donde no debía, fuese a contaminar de nuevo el colchón, la cama, de alguna de las sustancias radioactivas que me inyectaran para alguna nueva prueba. Pero ¿y sí no  había culpable? ¿Y si mis nervios se habían destrozado en la confrontación torturadora producida por un pensamiento arcaico con el que pretendí encarrilar aconsejablemente, burguesamente,  la actualidad de mi vida?¿Y si todos los fundamentos vitales que me enseñaron se habían quedado obsoletos ante la evolución de las costumbres? ¿Aquellas pautas de conducta que nos enseñaron nuestros padres, los modelos de pensamiento que aportaron los escritores modernos o los antiguos sabios estoicos no estaban verdaderamente oxidados hoy? Acaso nos producían un conflicto mucho más grave que la intoxicación por sustancias añadidas a los alimentos o a los tejemanejes de los transgénicos. No encontraban en mi sangre la sustancia venenosa; quizá esa sustancia imaginaria se segregaba del conflicto entre lo que puede y debe ser, entre lo enseñado y lo entrevisto, entre una nostalgia platónica del mundo y una voracidad darwiniana, entre el control y el caos, agencias enemigas que en nuestra infancia nos hicieron reír con uno de sus superagentes, el 86. Mis piernas se negaban a avanzar porque adolecían de la falta de un destino, del gobierno de una idea que les permitiera conducirse por la realidad multiforme y caótica actual, tan distinta a la monolítica vida infantil sometida a los valores de la cruz.

Había alcanzado la edad en que otra generación llegaba imponiendo sus nuevos criterios, sus formas de vivir. Podía ser la causa de mi enfermedad la desazón que me producía no estar a la altura para educar convenientemente a un hijo, para ser un profesor eficaz y querido, un  ciudadano adecuado a su ciudad castellana, un amigo cumplidor, un aconsejable poeta local al que recurrir para ceremonias poéticas y otras martingalas verbeneras dedicadas al libro o a algún eximio poeta anterior. Ese poeta cuyo rostro le suena a todo el mundo y del que no suenan ni los ecos de un solo verso.

El hospital es cómodo; las auxiliares, amables; las enfermeras atentas; los médicos, prudentes. Pasan los días y mi enfermedad sigue sin declarar su causa. Se le escapaba a doce eminentes neurólogos, a varios radiólogos, a neurocirujanos, a expertos y concienzudos analistas. Mi enfermedad es rara de cojones en expresión de uno de los neurólogos y siguen investigando infructuosamente en mis arterias, en cada uno de mis órganos, buscando y rebuscando virus, bacterias, tumores, sin éxito. En cada rincón de mi organismo puede ocultarse el culpable de mi estado, el responsable de la falta de fuerza en mis piernas, de los temblores de mis manos, de las fugas de mi cerebro.  El terrorista no se deja ver y, por tanto, no pueden tratarlo como se merece. Por ello, optaron  por un tratamiento empírico, según sus propias palabras. El desconocimiento del mal, la ausencia momentánea de tratamiento, las punciones lumbares como prospecciones que  persiguieran el oro negro de mi salud, algunas palabras recogidas de labios de la neuróloga y otras medias capturadas en la voz de Teresa  fueron socavando la escasa certidumbre sobre mi futuro. Además venían a visitarme tantos familiares que llegué a la conclusión de que lo hacían como despedida, lo cual abonó mis miedos.

Por fin, una tarde la enfermera me abrió una vía para inyectarme corticoides. Así, empezábamos el tratamiento empírico. A la mañana siguiente no era el mismo o sí lo era, pero el anterior, el de siempre, sin la fuerza en las piernas que los fisioterapeutas tampoco pudieron recuperar, pero con las palabras en sus anaqueles correspondientes dispuestas para su uso, limpias y ordenadas. Las palabras eran la conexión con mi historia, con mi infancia, con mis sentimientos anteriores a veces recogidos en poemas. Si hubo un ictus, no había conseguido desbaratar los registros lingüísticos del paciente. Quizá la única señal de lo ocurrido era una lentitud cauta en la exposición de las ideas, una cierta ralentización del discurso como si el hablante dudara de sí mismo, de su capacidad para encajar las palabras en el lugar exacto del puzzle oracional. Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas…Resonaba en mi cabeza el poema de Juan Ramón Jiménez. Esta recuperación de las palabras me permitió terminar de leer Un cuarto propio. Los cuatro últimos capítulos me dejaron disfrutar de las tesis de la Woolf y terminar de una vez con mi prejuicio respecto a la literatura femenina, analizada allí como una manifestación relacionada con la situación económica y social de las mujeres en Gran Bretaña. Bien es cierto que el año anterior ya me había desmontado el prejuicio la extraordinaria Jane Austen. Pero, sobre todo, esta  recuperación de las palabras también me proyectó hacia el futuro. Bien, estaba enfermo y la enfermedad podía tener consecuencias temibles, pero, mientras llegaba el desenlace, fuera el que fuera, yo podría seguir disfrutando de algunos placeres. La lectura, la escritura y la observación de lo que me rodea, desde una silla de ruedas, desde luego, pero vivo y capaz. Más adelante llegué a otra conclusión: los corticoides me iban a producir una euforia tal que me permitiría empezar mi vida de inválido con su apoyo químico.

A la vista de los resultados insatisfactorios de las pruebas y de que mi estado se mantenía estable con el tratamiento, mis médicos me dieron el alta con carácter provisional y me dejaron regresar a casa. Vinieron a buscarme un viernes al final de la mañana mi cuñado José Ramón y mi primo Antonio, los mismos que antes de mi ingreso en el hospital, me bañaban en hierbas y pétalos según recomendación de un naturópata profético de labia incandescente y métodos sanadores sorprendentes, al que acudí forzado por parte de mi familia, para quienes había que agotar todas las posibilidades, incluso lo que pudiera aportar una medallita de la Virgen que colgaron de mi cuello como regalo de una sobrina de corta edad.

Hicimos un viaje de vuelta a casa agotador. Al llegar al porche por donde se entraba me esperaba ya la silla de ruedas provisional que Mercedes, a través de una sobrina, había alquilado a un ortopedista de la ciudad. Se acabaron las pesadillas y los malos rollos del hospital. Cuando los dos hombres me sentaron en mi nueva silla, cobijado en el porche de casa, pensé en  que la inseguridad del futuro volvía a ser la incertidumbre propia de la vida.




          J
unio, 2013

Las visitas de compañeros de trabajo, de familiares y amigos, la cita vespertina con el fisioterapeuta y la dosis de corticoides impuesta por los doctores, añadidas a la vuelta a casa, la recuperación de la naturaleza y el apacible sueño de las noches, generaron en mi ánimo una especial euforia en la que la inmovilidad de las piernas no parecía importar demasiado. No solamente consideraba mi situación pasajera, sino que, además, me enfrentaba a cada día con un extraño vigor.  Disfrutaba de la comida, de la conversación, de la lectura o de la música como si todo ello no hubiera de realizarse desde la inmovilidad de una silla de ruedas. Arrancado del lecho hospitalario y quizá de las inmediaciones de la muerte, proyectaba mi vida como si con mi terapia pudiera afrontar cualquier dificultad. Me traían libros, bombones, cariño; de todo disfrutaba con una ingenuidad ciega ante mi futuro. Se me podía aplicar el refrán que dice: "No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Desde esa ingenuidad disfrutaba del sol de las mañanas, de las lecturas que mis amigos o algún compañero me traía. Seguramente el libro que me enganchó más fue “Córdoba de los Omeyas” de Antonio Muñoz Molina; me la regaló Pilar, compañera del Instituto en la asignatura de Física y Química. Cuando me lo trajo a casa consideró conveniente recordarme una conversación de café en que confesamos ambos nuestra admiración por el autor del “Jinete polaco”, en la que ella había mencionado “Córdoba de los Omeyas” y le había extrañado que yo no lo hubiera leído. Fue mi lectura del verano; hasta cuatro y cinco veces leí algunos capítulos, como el dedicado al emir Abderramán.
La cicatriz de la biopsia que me habían practicado los neurocirujanos iba curándose paulatinamente, aunque dejaba en lo alto de mi frente una severa hondonada, una señal inequívoca de peligro, que seguramente yo quería ignorar. Creo que aquellos días los vivía en una borrachera de vida, en una especie de ceguera, en un encantamiento en el que mi recuperación parecía cosa fácil y mi enfermedad olvidada.
Mi hermana Cristina me reñía por mi voracidad ante las comidas: cualquier cosa me parecía un manjar exquisito e incluso me empezaron a atraer en exceso los pasteles que nunca antes me habían incitado especialmente.  “Mira que vas a coger demasiado peso –decía- y luego nos va a costar mucho trabajo cargar contigo”. Una tarde mi amigo Alberto y Vicen me trajeron caprichos de reina, una especie de bombones típicos de Zamora que, sin embargo yo, a mis cincuenta y siete años, no había probado aún porque me parecían tan empalagosos como los pasteles gloria o las yemas de Santa Teresa. Los caprichos de reina, en su origen, eran fabricados por la empresa Reglero, una familia de pasteleros de reconocido prestigio en la ciudad, aunque hacía años que habían cerrado la fábrica. Los preparaban solo en invierno, pues los calores veraniegos derretían la capa de chocolate negro que envolvía una bavaresa muy suave de avellanas o café y a veces también, a modo de sorpresa, un fino licor siempre adecuado a la delicadeza del chocolate empleado.  Posteriormente los fabricaba un empleado de aquella familia, pero no con el nombre de caprichos de reina, la denominación era propiedad de sus antiguos fabricantes.  Por fortuna, no resultan baratos, así que mi afición a ellos tuvo que replegarse a la economía doméstica y ésta había sufrido menoscabo pues debíamos pagar a la asistenta que ayudaba y al jardinero que me sustituía a mí, además de al farmacéutico que nos suministraba los pañales y las medicinas que, aunque en parte cubría el seguro, el gasto en ellas, debido a la cantidad de píldoras que yo tomaba, no era pequeño.
En torno a mi casa, en el campo inmediato, en sus plantas y en sus animales, asenté un reino mágico que me protegía incluso del futuro, y, sobre todo, de la incapacidad de mis piernas. Los pardillos en las ramas de piracanta picoteando sus frutos aún verdes o los trigueros en bandada avecinados en la valla de malla metálica,  los gorriones y los jilgueros  cada vez menos numerosos por culpa de los gatos del entorno, pero unidos en bandadas enormes,  me permitían construir un paisaje vital, lírico y alegre, un antídoto casi perfecto contra la cruda situación que me había deparado mi suerte. Necesitaba absorberlo todo, disfrutar de todo cuanto mis ojos y mi oído pudieran percibir: toda la realidad que arrinconara, de una vez por todas, los residuos de mis pesadillas en el hospital, los recuerdos de aquellas noches, y, ¿por qué no decirlo?, el miedo a que mi estado fuera el principio del fin. Precisaba destruir con una sobredosis de contemplación los efectos negativos de mis sueños y amortiguar el miedo que provocaban en mi ánimo. Pasaba horas observando la naturaleza cercana y convocando los recuerdos de mi relación anterior con ella. Volvían las imágenes de la perdiz y su puesta primaveral destruida por la desbrozadora y por mi poco conocimiento sobre las costumbres de anidamiento del ave, pues debería haber previsto que bajo aquella mata podía ocultarse un nido y actuar con la necesaria prudencia. El disco de la desbrozadora acabó con la madre y los diecinueve huevos fueron abandonados a su suerte. Evocaba, al observar las bolsas algodonosas de la procesionaria, la vigilancia invernal del desarrollo de sus nidos precisamente para su exterminio, en ese caso, premeditado. Aún estaban ahí en primavera; el celoso jardinero no había estado presente y los nidos habían prosperado peligrosamente, pues los pelillos que sueltan esas orugas tienen un veneno muy irritante. Mi sustituto los iría quitando.
La vida en el campo exige cierta vigilancia para evitar los insectos dañinos y los animales no deseables, de igual modo que exige una limpieza del entorno para erradicar las plantas inadecuadas. Sin embargo, mi euforia me permitía olvidar que todo ese trabajo lo realizaba yo antes, cuando mis piernas me lo permitían, cuando mi fuerza era la de un hombre entero sin las lagunas brillantes en el cerebro que detectaban las resonancias magnéticas y cuando la cantidad de proteínas en mi médula era normal.  La apacible vida del campo impone sus condiciones: la fuerza, la salud y el ánimo de jardinero. Ahora, el vigor antiguo me había abandonado y mis piernas se negaban a sostener la masa de mi cuerpo, y había dejado de cumplir las condiciones para desempeñar esa función. Mis músculos abdominales parecían de algodón y de goma, igual el cuádriceps y los gemelos. Por ello, el paisaje por mi creado me era enajenado por las manos de un asalariado, sobre el que yo descargaba mis ocupaciones anteriores. Mi papel, a partir de mi parálisis, se quedaba en mero oficio contemplativo. Mercedes regaba por las tardes y, mientras, yo me quedaba absorto contemplando un paisaje surgido de mi mente, de mis brazos, de mi afición de años por la naturaleza. Yo había situado y ahondado los hoyos de los ciento veinte fresnos, de los casi sesenta plátanos, de las catalpas y los árboles del paraíso, cuyas flores amarillas perfuman el ambiente en primavera, de los cedros y los madroños, del liquidámbar, de tan exótico nombre. El nuevo jardinero venía a consultarme sobre las máquinas utilizadas en el desbroce, o sobre el estado de las tuberías de riego y la necesidad de cambiar determinadas piezas. Por fortuna, era un hombre de recursos y mantenía el funcionamiento de los aparatos por sí mismo o ayudado por sus muchos amigos, si bien, desde luego, no era la suya una intervención gratuita, aunque sí generosa. El cansancio que anteriormente me producía mi trabajo entre las plantas, había quedado reducido a una ligera supervisión y a un sostén económico, pero en ese estar rebajado de ese oficio se escondía mi incapacidad. Mi campo se había rebelado al igual que mis hijos, abandonados a sus deseos y sus obsesiones, a la soledad de la casa propia, casi deshabitada durante los meses de estancia en el hospital, o depositados en la casa de familiares, con los que se entendían mal. Mis hijos, como mis árboles, se habían vuelto, en nuestra ausencia, seres distantes que, a duras penas reconocían nuestra autoridad, al haber sido liberados de nuestra protección por la enfermedad. El mayor había quedado a cargo de la casa y de las tareas de la finca, pero sus intereses eran distintos a los nuestros y sus amistades influyeron en él creando un desapego hacia su madre especialmente, sin que adivináramos a qué se debía. La pequeña sufría los momentos más incandescentes de la adolescencia y todos sus intereses parecían ajenos a la casa familiar. Nuestro regreso resultaba un inconveniente para el mayor y para la pequeña una rebaja de sus iniciativas instaladas en un marco de libertad despótica.
Mis enfrentamientos con ellos me proporcionaban un abatimiento asociado a la congoja de reconocer perdido mi espacio vital. Junto con la fuerza de mis músculos había perdido la energía para el gobierno de mi casa, usurpado por mis hijos en la medida en que ellos reclamaban también su espacio. De mi paso por el hospital, me había quedado la sensación de proximidad a la muerte, pero casi nada positivo a pesar del buen trato recibido por los profesionales y del amor de Mercedes. Había perdido la costumbre de vivir, se me olvidaba que la vida tiene un componente de lucha, de iniciativa, para afirmarse uno mismo en su medio. No sé si antes de la enfermedad había pensado tal cosa, pero luego di en dudar si estaría capacitado para afrontar los retos de esa pelea o solo iba a acomodarme a recibir el subsidio social que me correspondiera, y las dosis de afecto de una sociedad que, a pesar de sus visitas y sus cariñosos presentes, viviría ajena a mí a medida que fuera pasando el tiempo sin que yo frecuentara sus asuntos y desapareciera de su espacio.

Sin embargo, aunque reconocía estos hechos, me proponía una rehabilitación de mi poder con los ejercicios de fisioterapia, con los que mis brazos y mis hombros cogían una fuerza antes nunca poseída. Las primeras tandas de ejercicios, que me fueron administrados, se superaron razonablemente, pero mis abdominales y oblicuos estaban blandos, fofos,  y mi estómago crecía y me incomodaba los movimientos de pasar de la silla de ruedas a la cama o de la cama a la silla de ruedas. Me ayudaba en estos traslados mi hijo mayor que hacía gala de una fuerza hercúlea propia de su constitución y de sus veintitrés años. Creo que lo hacía con un renovado cariño, empañado por una relación paterno filial muy difícil en parte por los rasgos de su personalidad, en parte por un exceso de celo educativo de padre.
 
Aquellos días posteriores a mi estancia en el hospital estuvieron dominados por la contradicción. Por un lado parecía haber perdido mi territorio vital; por otro, asumir mi invalidez (palabra prohibida por mi terapeuta, que me enseñaba, en realidad, a vivir como inválido) a los ojos de amigos y compañeros, cargados de solidaridad para conmigo, me ofrecía una imagen extraña de mí mismo, un Ulises de la enfermedad que regresaba a su casa, minusválido, con la intención de recuperar los datos de su existencia, tanto los relativos al presente, como los rezagados en el ayer.
 
Mis dos hermanas seguían viniendo a casa, como antes de ingresar en el hospital y durante mi estancia en él, para colaborar con Mercedes y así  paliar con su ayuda mi incapacidad con el baño, el vestido y para montar guardia cuando mi mujer debía salir de casa para acudir al médico a por recetas, o a cargar en la farmacia con las necesarios lotes de pañales y empapadores para envolver a un enfermo cuyos esfínteres habían sufrido, como las piernas, la acechanza de la enfermedad, desentendiéndose del pudor del enfermo y de su vergüenza y exigiendo una constante limpieza que me arrancaba mi intimidad, asediada por las manos y los ojos de las mujeres que me ayudaban. La vergüenza se desarrollaba en forma de rabia o de postración. Pero, una de mis hermanas, Cristina, justificaba su risa con una lógica aplastante: “Qué quieres, que lloremos por ti cuando te aseamos o que nos riamos al dejar tu culito limpio”. Y yo me inclinaba naturalmente por la risa del culito limpio y rechazaba las lágrimas que mi pudor reclamaba.
 
Los días siguientes al regreso del hospital se rellenaron con novedades como la adquisición de mi silla de ruedas, una silla de ducha, la reforma del baño para acceder al agua y la instalación de una taza más alta para evitar el sufrimiento generado por el pudor al recuperar la privacidad del excusado. Pero al perro flaco todo le son pulgas y yo, que ya no estaba flaco, atraía, sin embargo, la fatalidad de los modos y maneras más insospechados. Una mañana, después de la ducha y cuando trataba de desembarcarme de la silla de plástico utilizada para ese fin, se me enganchó la piel del escroto en la rejilla del asiento y se desgarró; por ello debí acudir a urgencias donde un médico convertido en costurera recolocó mi pellejo con un zurcido de diez puntos, mientras comentaba  con desenfadada gracia que, de lo malo malo, había habido suerte, porque la herida no era profunda. Yo, lacónico, con las piernas inertes colgadas a un lado y a otro de la camilla y algo agobiado por la fijeza con que los ojos del médico y la enfermera visaban y revisaban mi entrepierna, dije: “Pues debe de ser lo poco que me ha tocado de la suerte en estos últimos meses”, humorada que, por supuesto, consideré inmediatamente fuera de tono. Este incidente supuso no ir a rehabilitación durante una semana, pero, por fortuna, la herida curó bien gracias a la precaución de Mercedes que lavó la costura varias veces al día con agua y jabón y le aplicó betadine para su cicatrización. Sobra decir que el acontecimiento produjo cierta hilaridad entre amigos y familiares que me hicieron llegar mensajes por el móvil que utilizaban inevitablemente el verbo descojonarse, pero también debo reconocer que el percance no resultó tan doloroso como todos imaginaban, aunque sí humillante. Por ello,  mi euforia sufrió un menoscabo importante.
 
A partir de entonces, todo cuanto acontecía en mi vida influía en mi estado de ánimo de un modo exagerado. Cualquier inconveniente surgido en la rutina diaria me sumía en la desesperanza: una pequeña discusión con mis hijos, por ejemplo, también la supervisión constante de todas mis actividades por parte de Mercedes o mi hermana Cristina, las noches asaltadas por movimientos espásticos de mis piernas y mi incapacidad de moverme en la cama sin reclamar la ayuda de Mercedes, los cambios necesarios de pañal a veces a horas intempestivas, el tono demasiado alto de la voz de alguna visita o la narración reiterada de lo acaecido en el hospital y las pruebas sufridas. Todo ello empezó a descomponer mi estado nervioso.
 
Así acabó un junio frío y desapacible y empezó un julio abrasador que iba a traer otro inconveniente: la inflamación de mis pies que, con no ser grave, traía obligaciones para mis cuidadoras, pues me masajeaban los pies con pomadas refrescantes mañana y noche o me obligaban con delicada insistencia a meter los pies en agua con sal durante algunas horas de la tarde. 
 
A pesar de todo, yo seguía con mis ejercicios de rehabilitación convencido de mi inmediata recapacitación; sin embargo, mis pies persistían en su inmovilidad. Otros avances eran magnificados por Mercedes y mis hermanas quizá para animar a mi desanimado ego, que se despepitaba a ratos gracias a la euforia suministrada por los medicamentos y a la presencia de sufridos compañeros y amigos que me visitaban con frecuencia, dándome ánimos y oyendo serenamente con predispuesto interés mis correrías por el hospital Quirón de Madrid, mis miedos y mis momentos más negros, todo ello sazonado con una presencia de ánimo que, en soledad, al anochecer, se desvanecía entre pucheros y lágrimas.
 
No quería, sin embargo, dar la impresión de abatimiento y amargura ni ante los que cuidaban de mí ni a los que venían a regalarme su compañía. Igual que elevaba los brazos más allá de lo posible cuando Carlos, mi fisioterapeuta, me decía: “Crece”,  levantaba también mi ánimo como un ejercicio diario al comenzar el día. Agradecía el cariño, pero no la conmiseración; la ayuda sí, pero el tutelaje no.
 
Por entonces falleció la madre de mi amigo Alberto después de cuarenta días de hospitalización sin esperanzas y una larga vejez socavada por la demencia. Decidí ir al tanatorio donde se velaba el cadáver para acompañar a mi amigo, así que subí por mí mismo en el coche de mi hermana en el que había ensayado con Carlos, el fisioterapeuta, y de él bajé por mis propios medios en un íntimo triunfo sobre mi invalidez a los ojos de quienes acompañaban a mi amigo en su duelo. Aquella sensación de triunfo sobre mi enfermedad, de inmediato fue sustituida por otra menos grata: la sensación de ridículo. Mi actitud era grotesca, pues absurdamente basaba mi superación del mal en el benevolente recibimiento de los congregados en el tanatorio, implementado por el cariño fingido de aquellas personas que yo ya había conocido anteriormente en una relación mucho más fría y ciudadana. Además ellos andaban, como yo antes; transitaban por la ciudad como yo lo hacía unos meses atrás sin sospechar que en torno a mí se estrechaba silenciosamente el cerco del destino.
 
Había huido, de momento, de la muerte gracias a mis médicos, pero no de la fatalidad de la inflamación de mi médula y de mi cerebro, de sus consecuencias ¿irreversibles? ¿Cómo aceptar, sino, sin alboroto que mi vida ya no sería como antes jamás? ¿Cómo asimilar la mirada de conmiseración de un alumno que coincidía con su antiguo y fuerte profesor en la clínica de rehabilitación, uno dolido por una mala caída en un partido de fútbol, el otro dañado por una enfermedad sin causa conocida después de todo tipo de pruebas y análisis? Y aun entendiendo que aquella mirada era la de un hombre joven y sensible, causaba un dolor rabioso en el otro  pues lo hacía sentirse a inferior altura en sus capacidades vitales. No era solamente, el enfrentamiento de la juventud y la vejez; era el proyecto, frente a la falta del mismo. Algo parecido había escrito yo mismo en un poema, años atrás, cuando no era concebible la quietud que gobernaba actualmente mi vida.



          Julio, 2013
Han transcurrido casi cuatro meses desde mi primer ingreso en el hospital y algo más de uno desde mi última estancia. He seguido al pie de la letra los preceptos del llamado tratamiento empírico que dictaron mis neurólogos: corticoides matutinos, en ensalada con otros medicamentos como sertralina, kepra, pantoprazol, etc; y la ingesta  vespertina sazonada con trankimacin, y más kepra, y más pantoprazol además del urorec reclamado por mi sistema urinario, todo un surtido de fármacos para combatir la inflamación de mi médula, el crecimiento de mi próstata, la hipertensión arterial, las alteraciones depresivas de mi ánimo, los espasmos de mis piernas y el pobrecito estómago que ha de digerirlos a todos con éxito y sin consecuncias negativas. Parece que me ocurre como a los electrodomésticos, que a un tiempo de uso se empiezan a deteriorar y fallan por varios de sus componentes. La casa donde vivíamos Mercedes y yo en Lanzarote fue haciendo agua como un navío que se hunde, a los diez años de residir en ella: fallaron varios electrodomésticos, los árboles plantados en el pequeño jardín hubo que irlos talando a partir del falso especiero que fue desmochado y serrado por los bomberos un día en que el viento majorero se declaró tempestad y removió las raíces del árbol que se tornó peligroso para los paseantes, los coches aparcados y los propios habitantes de la casa. Nos quedamos tranquilos, de verdad, pero lo echábamos en falta pues sus ramas recordaban las de un sauce llorón, planta que el viento constante de Lanzarote impedía crecer con su propia naturaleza y que a mí me evocaba la orilla del Duero y me conectaba con mi infancia y con mi paisaje.

En la vida cotidiana nos vamos desprendiendo de lo que se estropea o lo que molesta.  La pérdida se hace constante en nuestra existencia y, afortunadamente, nos ajustamos cada cierto tiempo al cambio de las reglas de juego, pero debo reconocer que el cambio producido entre mi vida andariega y la necesidad de la silla de ruedas no eresulta fácil de digerir.
Y hoy parece amenazarnos, después de un riguroso calor de 37 grados, de nuevo, una tormenta igual a la de ayer y anteayer. La perra Canela se ha refugiado en el porche detrás de mi silla de ruedas. Más allá, las palomas bravías se agitan en pequeñas bandadas por el cielo, se asientan un instante en los rastrojos y vuelven a su vuelo inmediatamente, quizá asustadas por ese trueno que nosotros no oímos. Las tórtolas no están en el cable de costumbre ni en el poste de la electricidad, atalayas desde donde nos observan tarde tras tarde, mientras hacemos crucigramas, comemos pipas de calabaza y dejamos correr el tiempo, este nuevo tiempo que parece haberme tocado en una rifa, un tiempo a mayores, un tiempo sin derecho a la nostalgia, un tiempo de ejercicio y de preparación para asaltar más tiempo sin derechos, el tiempo de los otros, ese definitivamente ajeno.

Por todo el paisaje inmediato se extiende un fragor de trinos, gorjeos, arrullos. La finca donde vivimos desde hace diez años ha ido cubriéndose con los árboles que Mercedes y yo fuimos plantando en ese periodo: pinos piñoneros, algunos tejos, tuyas, madroños, etc. No cumplimos los preceptos de un paisaje de secano y plantamos sauces que sufren lo suyo durante los tórridos veranos, álamos, plátanos y fresnos que, a pesar de todas las expectativas, se defienden muy bien con una discreta ración de agua en riego por goteo Todos estos árboles se han ido convirtiendo en habitación de aves. Algunas han fijado aquí su residencia temporal. La troupe de los estorninos o la de urracas, por ejemplo, nos acompaña en invierno y verano. El ruiseñor se oye, sin embargo, solo en primavera. Pero en la primavera última, yo no asistí a sus trinos; estaba encarcelado en el lecho del hospital.
Regresamos a nuestro hogar avanzado mayo. Por fortuna había sido un año lluvioso y los árboles estaban sanos, pero la hierba había crecido una barbaridad y su segador particular regresaba a casa inválido para la siega, que exige dos piernas fuertes y una espalda musculosa para llevar la desbrozadora. Habría que contratar a alguien que hiciera ese trabajo. Igual que Mercedes se ocupó de la silla de ruedas, que habían desembarcado en el porche justo antes de nuestra llegada del hospital, se preocupó por ese servicio y pronto tuvo apalabrada la presencia de un matrimonio que nos cuidase la finca y limpiase la casa. Yo resultaba inservible para todas estas tareas y además requería que se ocupasen de mí mucho más de lo previsto. De Daniel, mi hijo, tampoco se esperaba que se tomase en muy serio la tarea.

Esta tarde las nubes se agrupan en cúmulos amenazadores y los pájaros, que oyen los ruidos de más allá se revuelven nerviosos, igual que la perra Canela alza las orejas y me mira interrogante. Ya sé que tiene miedo, pero no cuento con más instrumento para infundirle valor que una caricia. Igual hacía conmigo Mercedes en las horas oscuras del hospital: una caricia, un beso entrañable con el que pretendía trasladarme su fuerza cuando las palabras no funcionaban, cuando las palabras hicieron su revolución y me abrumaron con su sombrío silencio y su abandono. Cuando con ellas se exilió el pasado a ninguna parte e incluso el futuro se escondió de mí.
Las caricias quizá sean las señales más fecundas de nuestra comunicación no verbal. No me refiero solo a las caricias eróticas, sino a esas otras con las que pretendemos infundir ánimo en los amigos, distraer el miedo en los niños o contrarrestar la angustia de los enfermos. Los tratamientos empíricos de  caricias sirven además a otros muchos objetivos: la educación, la manipulación política y la publicidad… Hay caricias que se hacen con las manos y otras podríamos decir que son virtuales o producidas por la seducción de las imágenes gratas o por sustancias específicas. De estas hay que desconfiar. Aldoux Hussley ya nos alertó sobre los efectos del soma. A pesar de todo,  las caricias constituyen un antídoto eficaz contra las pesadillas, porque su realidad desvanece la influencia del sueño.

Así era en mi caso. Perdidas mis relaciones con las palabras, las caricias de Mercedes me devolvían imágenes de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en definitiva, de mi vida anterior, de todos aquellos momentos en que la existencia había discurrido por los caminos trillados de las costumbres, de los sentimientos institucionalizados, de la alegría sin peligro, en definitiva, de todos aquellos parajes por los que ambos, Mercedes y yo, habíamos transitado juntos en nuestros días pasados. Desde fuera, nuestro amor podría considerarse discretamente convencional y apaciblemente satisfactorio. Sin alharacas, habíamos ido sumando nuestras horas en una cadena de usos y pactos que nos proporcionaron lo más parecido a la felicidad, que es estar a gusto. Habíamos aceptado los inconvenientes de la compañía y disfrutado de sus innumerables ventajas. Quizá por todo ello las caricias hospitalarias de Mercedes no rebosaran pasión, pero sí una profunda ternura que me animaba a defenderme de la quietud, de la inmovilidad de las piernas y de esa otra más profunda que quería invadirme arrebatándomelo todo, incluso lo vivido antes, los recuerdos, las palabras. Las caricias ponían vallas a la huida de las palabras, de los recuerdos que también andaban huidos o difusos en parajes neblinosos como los de la infancia zamorana, invernal, fría en muchos sentidos, sometida a costumbres también frías, a normas congeladas por una guerra lejana en apariencia pero que  generaba conciencias imbuidas en el frío con el miedo.
Entonces me di cuenta de que en las pesadillas el uso del lenguaje era mínimo o inexistente. Los personajes oníricos no hablaban. Los cuadros eran imágenes calladas. Los caballeros carolinos estaban mudos. El mar nórdico, el palacio barroco y el barco desarbolado permanecían en un silencio ominoso tal que ni las olas sonaban. La fanfarria de los seguidores de Tony Roland  o Camilo Sexto o Lauren Postigo parecía solo un aburrido estrépito  instrumental, ni  tan siquiera una melodía popular los hilaba.  Pero además, la realidad onírica estaba dominada por la arista, la dureza del hierro, el frío desconsuelo del mar; frente a la realidad humana que estaba envuelta en la blandura del líquido amniótico al principio, gobernada, más tarde, por la curva fascinante de  la mujer, asentada finalmente en los tibios algodones de los placeres y, desde luego, de las caricias. Mi madre, que no amaba a mi padre ni deseaba sus caricias, no supo o no pudo aficionarnos a ese tráfico de cariño que se traduce en calor, en suavidad. En ternura.
Suena ahora en mis oídos el Quinteto para clarinete de Mozart, dulce si triste, envolvente y sedante. Sus notas llegan desde dentro de la casa y resuenan en el cerebro como si mi sobrino Andrés, aprendiz de clarinetista en la lejanía de Lanzarote, las estuviera reproduciendo para mí en una sala apartada y neoclásica de una de aquellas casonas lanzaroteñas construida sobre el lapilli del volcán, una tarde calurosa, amenazada también por la tormenta, frente al Atlántico blando de la playas del sur de aquella isla en la que vivimos Mercedes y yo diecisiete años.  O aquí mismo en el recinto de mi biblioteca. Así, mientras zurean las palomas en el calor de la tarde y suena a lo lejos un trueno casi dulce, se abre la puerta del laberinto absurdo de los recuerdos. No parece oportuno asociar el concierto para clarinete del austriaco con la vida represiva y abúlica de la infancia gobernada por una madre incapaz de transmitir su afecto a sus hijos, desde luego al pequeño, no, quizá porque puso en peligro su vida con un embarazo tardío, fruto de una relación no deseada, repugnante tal vez con un hombre envejecido al que no amaba ya, si algún tiempo pasado y juvenil lo amó. Ni relacionar el sonido amaderado del clarinete a una soledad, desértiva, volcanica y ventosa de la isla a la que llegamos en el año 82 Mercedes y yo, en plena alegría de ser libres y de amarnos, y de la que salimos en 1999 dejando en ella una casa y nuestra juventud animada por folías y boleros, isas y habaneras, cantadas con pasión en los confines de La Geria, en medio del campo cubierto con lapilli en el que se cultivan viñas, higueras y, al socaire del viento, algún duraznero. Sin embargo, los recuerdos se agazapan en nuestro cerebro y no emergen de sus rincones sombríos sino gracias a la fuerza de las palabras, en mi caso, animadas por las caricias y empujadas por los corticoides, esas sustancias que hinchan la cara y la barriga y transmiten al enfermo usuario cierta euforia, aunque sus piernas no transijan con el movimiento voluntario y la fuerza de sus músculos se haya disipado entre las sábanas de una cama de hospital, mientras un grupo de neurólogos buscaban insistentemente la causa oculta de una inflamación medular. Los recuerdos espesos se licúan y rellenan la memoria cuando las caricias o las palabras los recuperan, igual le ocurrido a Proust con una magdalena y un té que le devolvieron a su caballero-cisne y los paisajes veraniegos de Guernantes. A mí el Quinteto de Mozart me devolvía a La Geria y de allí a la playa del Risco, cuando los amigos desembarcábamos la impedimenta para la acampada y un marinero conejero nos gritaba desde la barca “jala pa fuera, jala pa fuera”, lanzándonos a la playa el cabo para que  sacáramos a la orilla el pequeño y cargado navío. “Jala pa fuera” era la fórmula popular de “hala o tira para fuera”, es decir, para la orilla, para la arena, para fuera del mar. En aquella playa de difícil acceso pasamos unos días inolvidables con los amigos, tan jóvenes como nosotros, lozanos y bellos como nosotros rebosantes de salud y de fuerza. Días soleados, al aire libre, no días empantanados entre las sábanas blancas de un lecho hospitalario. Días de canciones y guitarras al atardecer, cuando Ramón Pérez Niz, al que llamábamos Monso, un hombre “arrebatadoramente guapo”, en palabras de Carmen, profesora de Latín, hombre en quien, como contrapunto, la alegría resultaba más interesante que la belleza, cantaba “Somos costeros arriando velas/ lanzando al viento…”
 
Estos corticoides y el regreso a mi casa en medio de las palomas bravías, las torcaces y las tórtolas, entre otras muchas aves, me ofrecieron un respiro en el devastador silencio de la pesadilla, a la vez que paliaban el ardor angustioso de la quietud como forma de vida, proporcionando el proyecto provisional que yo esgrimía ante mí mismo para desalojar el desconsuelo de la inmovilidad, la frustración constante y el susto que me producía ver asomar, en mi imaginación, el cráneo calvo de aquel rostro exageradamente sonriente... Mi tratamiento empírico me animaba a retirar de cada día su sustancia amarga tanto como las  nuevas condiciones de mi cuerpo y de mi mente me lo permitieran, a la vez que ambos trataban de  sintonizarse con el cuerpo y la mente anteriores a la enfermedad, el cuerpo y la mente de ese otro yo del que me iba alejando paulatinamente y al que no deseaba renunciar porque con él había vivido cincuenta y siete años de brega y felicidad, de jeras y satisfacciones y también, ¿cómo no?, de pequeños disgustos, a los que seguramente les había dado demasiada importancia. ¿Por qué no había dado por satisfactoria mi vida tal y como había sido? ¿Qué me había faltado? ¿Qué tiempo había echado tanto de menos como para ponerme a dieta rigurosa de adelgazamiento y correr entre seis o nueve kilómetros diarios? ¿A qué aspiraba para adelgazar treinta kilos y haber caído en una enfermedad que me había dejado paralítico en una silla de ruedas y dependiente de Mercedes y de mis hermanas mayores? ¿Ser joven y atractivo más allá de la naturaleza?
 
El viento que traía el rumor de jilgueros a mi ventana me impelía hacia un futuro incierto en el que una enfermedad de origen desconocido trazaba los parámetros de mi existencia, sentado en una silla de ruedas, ordenando mi horario por las sesiones de rehabilitación, vigilado por los médicos y en el fondo acallando un temor hacia la extinción inminente. Pero empezaba, gracias a los medicamentos y a la comunión con la naturaleza, a recuperar, al menos, la propiedad de los recuerdos de mi vida anterior. Y poco a poco irían regresando las palabras.
 
Casi todos los días venían a visitarme amigos y compañeros del trabajo; y ante ellos, me hacía el fuerte; al principio con más sinceridad, porque me apoyaba en la euforia de los corticoides. Poco a poco, con relativa desesperanza, con un desánimo reiterativo, con un cansancio escondido cuando Mercedes fue adelgazando la dosis de la medicina. Me preparaba, no obstante, para la representación hipócrita de mi superación de la adversidad con una considerable rutina de ejercicios aprendidos de mi fisioterapeuta que me animaban quizá porque con ellos liberaba dopamina en mi caudal sanguíneo y las lagunas brillantes de mi cerebro se iban convirtiendo en los esteros que anunciaban la masa salina algo más allá.
 
Canela, sentada detrás de mi silla de ruedas, y yo olemos la humedad de la tierra golpeada por los primeros goterones de la tormenta. Quizá vienen acompañados por el granizo. Ya no se oyen las aves. Las tórtolas y las torcaces, escondidas sabe Dios dónde, permanecen en silencio. Al reconfortante olor de la tierra mojada se une sutilmente la evocación de la imagen callada de la pesadilla en que una doble fila de árboles jalonaba el camino hacia la casa colonial de regusto mejicano y naíf.
 
Me digo que no debo desfallecer, que he de seguir haciendo los ejercicios de gimnasia para endurecer los músculos de mis brazos, que me permitirán hacer una vida normal de minusválido, si se me permite la paradoja. Y convoco, a duras penas, a los dioses de la alegría para que me permitan sobrellevar el resto de mi tiempo, a la vez que me dicto sentencias epicúreas y estoicas para mirar con simpatía este entorno pequeño donde he sido instalado.
 
-Abridme la ventana, para oír al milano sobrevolar el cielo, aunque no acierte a pasar por el rectángulo azul donde mi ventana lo convoca y no pueda verlo, sino en mi imaginación apuntalada por las palabras.
 
Porque este es el sentido de esta crónica, que no novela, de una temporada en el hospital Quirón de Madrid, después de unos meses en que tuve que  convivir con un diagnóstico de depresión cuya consabida tristeza y el deseo de hacerme daño habían sido sustituidos por un cansancio global, un temblor en las manos y una angustia experimentada al contrastar los hechos que recientemente habían ocurrido en mi vida y los instrumentos que mi formación cultural y religiosa me ofrecía para contrarrestar los efectos.

 La fe cristiana en que fui criado me procuraba menos consuelo que sentido de culpa. El Dios, cuyos fósiles no habían sido encontrados, como decía mi hijo de niño, no parecía sostener la creación que se le achacaba o, si lo hacía, su reglamentación no se basaba en lo que sus sacerdotes predicaban: el amor y la conciliación, sino en la lucha y la depredación, y eso tanto en los animales filogenéticamente inferiores como en el mismísimo hombre. Darwin está más acá. El concepto de la naturaleza como creación de un dios justo y omnipotente dejaba mucho que desear. Lo azaroso de las leyes que la regían, lo ocasional de sus trastornos, tempestades, erupciones, depredaciones estaba muy lejos del equilibrio que debería ser el objetivo final de la justicia divina. Sus sacerdotes habían desarrollado su discurso según las tendencias filosóficas de cada momento o según las necesidades históricas de la congregación. De la influencia que, en ese ámbito, se ejerció en el niño que fui, más bien quedó el corazón helado de terror y no el pecho tranquilo de quien vive en la confianza de la vida futura. Además, los preceptos de la filosofía moral tampoco ayudaban demasiado. Por un lado, estaban los que aconsejaban disfrutar del momento; por otro, los que invitaban a sufrir con elegante displicencia la adversidad. ¿Eran estos últimos los que me convenían? No era tan listo el niño para ponerse a salvo, ni siquiera el adolescente más ilustrado.
Y además ahora ¿cómo aguantar el tirón terrible de la caída de la tarde hacia los precipicios del pánico avecinados en la noche? Iba terminando julio y con él mi tratamiento empírico de corticoides. No se detectaban nuevas incidencias producidas por la enfermedad, pero las primeras luces de cada día iluminaban a través de las persianas el entumecimiento de mis piernas durante esas noches sin pesadillas, pero sin el descanso reparador para el día de mañana y, por las tardes, los espasmos se iban haciendo más frecuentes, menos irregulares.
 
 
 
 
 
Septiembre, 2013
 Se fueron terminando ordenadamente los corticoides según la rebaja del programa previsto por mis neurólogas, que permitiría superar el mono sin angustias ni contratiempos; y la euforia decayó. Fue cayendo también el sol más pronto al atardecer, aunque los días eran largos todavía y las visitas frecuentaban la casa porque acompañaba el buen tiempo y la tertulia al aire libre era agradable.

A medida que restábamos miligramos a la dosis del tratamiento empírico, las actividades fisioterapéuticas provocaban mayor cansancio y las necesidades vitales, por mínimas que fueran, requerían una energía extraordinaria. Al pasar de la cama a la silla de ruedas o viceversa, parecía que huyeran las fuerzas y que el impulso necesario para la transferencia no fuera posible para mis brazos ejercitados semanas y semanas con mancuernas de dos kilos primero y tres kilos después, a diario. Por entonces, el paso lo realizaba aún sin tabla de transferencia. Brazos y dorsales sumamente débiles me ofrecían toda la fuerza, desde luego, insuficiente para gestionar los mil y un detalles que conlleva la vida de un inválido. Y otro tanto, la pesadez de mis nalgas, que parecían ancladas a su asiento, pegadas con cemento.

Con la euforia huía también la confianza en la recuperación y el desánimo se extendía como una nueva enfermedad superpuesta, aun así conseguí, gracias a las lecciones de mi fisioterapeuta, entrar en algunos coches con un cojín improvisado que con el tiempo nos había  de llevar a la utilísima tabla de transferencia. Mi fisioterapeuta quería prepararme para llevar una vida independiente de discapacitado, como si fuera a conducir y a hacer sin piernas lo que cualquier persona podía hacer con ellas, como el chico jovencísimo del anuncio de colacao. Los seis o nueve kilómetros que antes corría a diario con una carrera que mi hijo llamaba trote cochinero, pero que a mi me llenaba de orgullo, aunque en esas carreras siempre en solitario por los Tres Árboles o Valorio no entraba en competencia con jóvenes que corrían como felinos de la sabana tras los antílopes o como antílopes perseguidos por felinos en la sabana.

Mis piernas ahora manifestaban una blandura indomable y mi cuerpo, a su modo, desfallecía engordando en la quietud. Pero gracias a lss enseñanzas del joven fisioterapeuta pude ir al tanatorio cuando murió la madre de mi amigo Alberto y acompañarlo un rato. Coloqué el cojín entre l asiento del coche y la silla y, a duras penas, pasé.

El fisioterapeuta viene todas las tardes a última hora. Me da masajes en las piernas y luego realizamos ejercicios de coordinación, respiración y equilibrio, sentado en el borde de la cama primero y en la silla de ruedas después. Es madrileño y tiene una cultura amplia que no se queda en huesos y músculos. También me enseña a ponerme pantalones, calcetines, y otras menudencias de la vida corriente, desde qué comer para no engordar a cómo pasar de la silla de ruedas a la taza del baño, que hubo que cambiar por otra más alta y  acompañarla de un tubo que los albañiles pusieron a la izquierda, cuando debía ubicarse a la derecha, al contrario en el sentido del usuario. También hubo que transformar la ducha para que pudiera entrar en su espacio con una silla especial con la que sufrí un accidente sin importancia, pero que me llevó a urgencias del hospital Recoletas de Zamora, donde me cosieron un desgarrón de la piel, pero de eso ya traté más atrás.  
Mi fisioterapeuta se llama Carlos y tiene la complexión atlética de quien ha echado horas en un gimnasio, pero sin exageración. Su conversación me entretiene. Hablamos de todo, de deportes, del tenista Nadal y su debilidad en las rodillas y me explica qué terreno le es más favorable: la hierba, la tierra batida. También reflexiona sobre costumbres lingüísticas que ha ido descubriendo en Zamora y que le causan extrañeza, por ejemplo, el uso de los verbos en pretérito perfecto, pues los zamoranos no siempre adecuamos el uso del pretérito perfecto simple o del compuesto al momento exacto de la acción. Dice que sus amigos no entienden a qué se refiere cuando lo comenta. Yo le digo que no son gramáticos, sino hablantes normales e inconscientes del matiz de acción pasada en tiempo pasado y acción pasada en  tiempo presente, como el presente perfecto inglés; para ellos, el pasado es pasado.
Y de toros también hablamos, pero con prudencia, pues en estos tiempos el asunto es controvertido. ¿Es una barbarie simplemente, un arte difícil de percibir, un negocio salvaje a secas? Taurinos y contataurinos  viven un enfrentamiento a ratos demagógico y dogmático en ocasiones. Comentamos los rasgos de nuestros toreros preferidos, no solo su forma física, sino su concepto del toro y del toreo. Ninguno de los dos somos acérrimos partidarios de ninguna figura y además mostramos cierta reserva ante las contradicciones del espectáculo o, como dicen algunos, del acontecimiento. Esa hora del atardecer Carlos me anima. Esa es su más apreciable rasgo: la alegría de quien vive a gusto y el cariño que traslada a su paciente. Quizá mi ánima blándula, vaga sea la que ha enfermado y  refleja en mis caopilares cerebrales, en mis músculos y en todo mi cuerpo su pesar. Pero yo debía considerarme un hombre feliz pues la vida me iba bien: un trabajo seguro  en un instituto, una pareja con la que me entendía, dos hijos con las boberías naturales de su edad, pero suficientemente obedientes y razonablemente responsables.
Llegó septiembre. Alcanzamos la fecha de la cita con mis neurólogas, que había sido pospuesta para ir limpio totalmente de corticoides y no comprometer la fiabilidad de otras pruebas que habían sido programadas para mi segunda visita al hospital: análisis de sangre para vigilar los efectos de los corticoides, segunda punción de médula ósea,  resonancia y gammagrafía de galio. Parecía que mis doctores y doctoras diseñaban la estrategia adecuada para aislar un linfoma, quizá tímido, escondido por los corticoides, camuflado bajo sus efectos antiinflamatorios. Un lunes, 16, llegamos a Madrid. Nos instalaron en una habitación más pequeña que en la primera ocasión, pero más acogedora, si una habitación de hospital puede ser acogedora. Los vecinos eran más ruidosos que en la ocasión anterior. En realidad, había muchos más vecinos.
De la primera noche fue la protagonista Leocadia que gemía, como un espíritu torturado del averno, llamando a su hijo con un triste mugido dolorido y raspado que se metía por los resquicios de las puertas y recorría el pasillo comunicándose a todos sus habitantes. Cuál sería el padecimiento que la hacía imprecar de tal modo a su hijo, llamado creo, Andrés. Fue una noche larga e inquietante. La triste voz de Leocadia era interrumpida por la llegada de  enfermeras y auxiliares: las que medían la presión, las  que traían medicinas, las que venían a lavarme. Entre visita y visita, Leocadia proseguía en su llamada, en su imprecación filial al ausente Andrés, cuyo nombre era proferido por la voz anciana de Leocadia alargando desmesuradamente la sílaba tónica desvanecida en el silencio y en el .
La protagonista a la mañana siguiente fue una estricta gobernanta que tiranizaba a sus hijos desde el móvil impostando la voz como un sargento de servicio o un político corrupto, silabeando las palabras cual un  nefasto locutor de radio. Fue el personaje principal de esa mañana siguiente, de tal modo que en todo el pasillo nos enteramos con carácter urgente, nada más desayunar, de los asuntos de aquella familia, de las malas relaciones entre la gobernanta y su cuñada, a quien  quería ingresar en una residencia y, sobre todo, ver lejos de su marido y de sus hijos. Quizá temía su influencia o vivía unos celos imoY todo su discurso telefónico fue compartido con todos los enfermos.
Y mi neuróloga favorita que realizó una revisión  con humor y sin tensión, destacando las señales de mejoría, sobre la pertinaz ignorancia en lo que concierne a la causa de la enfermedad o su remedio.
Mis neurólogas comprobaron que mi sensibilidad había mejorado, incluso en mis piernas, ahora capaces de esbozar algún movimiento y percibir la vibración del diapasón. Mis brazos y hombros se habían fortalecido y el aspecto de mi cuerpo era robusto, muy distinto del primero que les presenté: flaco y macilento. Incluso las pantorrillas se habían robustecido a pesar de no haber sido utilizadas. Mi neuróloga se rió cuando le conté en qué condiciones podía mover los pies levantándolos ligeramente del suelo. Mientras orinaba, podía hacerlo adrede. No se trataba de un espasmo, sino de un golpe de voluntarioso esfuerzo. Provoqué su risa y un comentario sarcástico: “En el próximo congreso –dijo- contaré tu caso. Si no hubieramos observado el estado de tu médula, pensaría que eres un fingidor”.
Según el análisis de sangre la composición de la mía era normal, pero la resonancia y la punción lumbar no las dejaron satisfechas, aunque no apuntaran a un linfoma, pero las manchas de una y el exceso de proteínas en la otra no tranquilizaban, desde luego, a las neurólogas. Decidieron repetir los análisis y las pruebas a principios de año.
Durante el tratamiento empírico yo había experimentado sensaciones claras de mejoría. Mis piernas y mis brazos me permitían cambiar de postura en la  cama. Las pesadillas desaparecieron sustituidas por una sensación de alivio durante la noche. Y los pies parecían moverse, si no los miraba; de hacerlo, comprobaba su inmovilidad si bien una mañana cogí mi andador y comprobé que mis piernas no habían cobrado vigor alguno y seguían sin sostener el peso de mi abultado abdomen. Los posibles ictus que se había manifestado en mi estancia hospitalaria anterior no se habían repetido.
Poco a poco, ya de regreso en casa, los días fueron decreciendo, el cielo se fue llenando de nubes que acortaban aún más las horas de luz y mi estado empezó a empeorar precisamente al atardecer. A la hora de la oscuridad mi nerviosismo aumentaba, las piernas comenzaban a dolerme al igual que la parte baja de mi tórax que a la altura del estómago sufría una constante presión que no sabía entender si se debía a las agujetas de mis ejercicios abdominales o a una acumulación de gases o qué se yo. A veces me entraban temblores como de frío y se me quedaban las manos y los pies helados. Los muslos sufrían el rencor del frio exterior que se dejaba sentir en una especie de hormiguillo y el tranquimacín no hacía milagros, pero la manta eléctrica me transmitía un calorcito agradable.
En el hospital el ritmo de las pruebas había sido variable. A la extracción de sangre de la primera madrugada, siguió por la tarde la inyección de galio y a esta el cuidado para no contaminar con la orina y otras sustancias mías a mis prójimos especialmente si eran niños o mujeres embarazadas. Entre el jueves y el viernes sucedió la gammagrafía de galio,  en la que la posición requerida a mis brazos durante veinte minutos, estirados por encima de mi cabeza, hizo que quedaran dormidos y sin otra reacción que el dolor. Salí de aquel aparato monstruoso a las diez y media de la noche con la sensación de haber estado prisionero y en suplicio en los brazos implacables de un atlante metálico. Al día siguiente, avanzada la mañana me aspiraron la médula ósea, operación que no recomiendo a nadie. Aunque traté de ofrecer la natural entereza masculina ante las doctoras que amablemente me la practicaron, quedé dolorido durante semanas. Si soy sincero, no recuerdo el día ni la hora de las dos resonancias, pero sí recuerdo que tuvieron que atarme las piernas que no paraban por culpa de los espasmos.  Cerré el ejercicio de pruebas con otra punción lumbar.
El sábado regresamos a casa con la misma incertidumbre que nos llevó a Madrid y con el ánimo perturbado ante la posibilidad nuevamente esgrimida por los doctores de que el origen de todo estuviera en un linfoma que no se dejó ver en la biopsia primera y que más tarde se ocultó bajo los efectos de los corticoides. Mi primo Antonio y mi cuñado nos recogieron en el hospital y emprendimos el regreso a casa. Ellos nos habían llevado al hospital y habían estado siempre dispuestos a ayudarnos, incluso cuando acudí a un naturópata y me recetó unos baños de hierbas, Antonio y mi cuñado venían a casa para meterme en la bañera, pues, por entones, ya mi capacidad de movimiento había disminuido, aunque a duras penas todavía podía andar con muletas o con el andador. Por entonces no llegaba a ochenta kilos, pero Mercedes no podía conmigo. De mi cuerpo habían desaparecido el vigor, la agilidad, que habían sido sustituidos por temblor en las manos y fallos de coordinación en el andar y en el habla.  Había abandonado mis sesiones de Pilates porque me había caído en el gimnasio sin tropezar, como si mis piernas se hubieran liado y hubieran perdido su orden en la marcha. En el instituto, llegué a quedarme casi dormido en las clases, exactamente igual que mi anciano profesor de Literatura en el bachillerato. Un día fui incapaz de responder a la pregunta de un alumno sobre la diferencia entre novela policiaca y novela negra. Las palabras se desorganizaban al salir de mi boca y se atropellaban las ideas. El psiquiatra al que había acudido me diagnosticó entonces una depresión con mucha, mucha ansiedad. Sin embargo pronto le llamaron la atención mis temblores de manos y me recomendó la consulta a un neurólogo.
La neuróloga a la que acudí me prescribió una resonancia y un electromiografía. Sin los resultados de la primera aún,  diagnosticó una esclerosis lateral amiotrófica, también llamada ela, y me dio unos meses de vida, pocos, añadiendo que la evolución de la enfermedad era muy dura y no mencionó, por supuesto, que hubiera tratamiento paliativo. Di con una doctora muy, muy especial que me riñó, casi acaloradamente, por ser profesor de lengua y por haber olvidado el sustantivo cuádriceps, que su hija pequeña, una niña, había aprendido a distinguir. Mi cuerpo se iría paralizando y mis pulmones dejarían de respirar simplemente. De momento me inundó el pasmo ante la idea de la muerte, pasmo que me duró meses, hasta que acepté que la llegada de la muerte, con frecuencia es imprevista. Y, si no fuera así para mí, en cualquier caso tendría que aceptarla como se acepta todo lo inevitable.
Visitamos en León a otro neurólogo que me examinó concienzudamente. Dijo que había síntomas impropios de ela, pero añadió que lo aconsejable era acudir a una clínica donde un equipo médico de neurólogos me hiciera todas las pruebas necesarias para efectuar un diagnóstico serio pues, añadió, las enfermedades neurológicas presentan síntomas parecidos y era necesario un estudio a fondo.
Poco después Mercedes había investigado el tema de las clínicas con una buena plantilla de neurólogos y había llegado a la conclusión de que el hospital Quirón de Madrid reunía las condiciones que me convenían. Allí nos fuimos inmediatamente conducidos por mi primo Antonio y mi cuñado. Dejamos a mi hija en el instituto y a mi hijo en casa. Más tarde nos reprocharían que no les hubiésemos hecho partícipes de nuestra marcha. Ingresamos por urgencia,y enseguida nos instalaron en una habitación magnífica, con un gran ventanal que daba hacia un jardín y un parque donde podía ver una pequeña bandada de palomas torcaces que picoteaban en el césped.
Paulatinamente mi estado se fue deteriorando: mis piernas fueron perdiendo vigor y mis músculos dorsales y abdominales dejaron de sostenerme. El sueño de la turbera parecía hacerse realidad. Iba al baño con el andador y empujándome los pies Mercedes con la suyos. Luego, adoptar la costumbre del pañal no fue precisamente grato.
Regresar a casa se podría describir como una liberación. Allí estaban las palomas bravías, las urracas, en familias bulliciosas, inquietas, con sus cantos agrestes, a veces agresivos, el alcaudón humilde pasando desapercibido en la valla de acero.  Mis pájaros. ¿Volver a la naturaleza me tranquilizaba? ¿Mi mundo volvía a mí, reconciliándose con mi distanciamiento, empujando mi tristeza a la basura, liberando al que antes había sido, a pesar de la reticencia con que yo me acogía a la realidad viva. Las aves iban a ser, como lo habían sido al comienzo de verano una conformación para mí en mi existencia inmóvil.
Sin embargo, un nuevo trastorno del habla me devolvió al hospital a los pocos días a requerimiento de las neurólogas que hablaron con Mercedes, a  pesar de que cuando desperté de la crisis se había pasado. Decidieron administrarme de nuevo corticoides, para lo cual debería permanecer alrededor de diez días ingresado. Volvieron a someterme a otra resonancia, a nuevos análisis y a otra nueva punción lumbar. Pero esta vez, la médula resultó haberse normalizado pero la resonancia parecía confirmar la evolución del linfoma. Por si hubiera sido poco, tuvimos que retrasar el nuevo regreso a casa veinticuatro horas más por culpa de la decisión de la médica de guardia que consideró prioritario controlar una cierta febrícula observada por la noche, antes de firmar el alta.
Volvemos, por fin a casa. Mi cuñado y mi primo Antonio actúan de rectores del vehículo. Nos llevan por el Puerto de los Leones y a la mitad del camino paramos para comer algo, un bocadillo de calamares delicioso en Adanero. Quieren meterme en el bar pero hay demasiadas escaleras y no hay rampa, así que nos tenemos que conformar con comer el bocadillo a la intemperie, aunque no hace un día para disfrutar del sol: el viento sopla y poco a poco va intensificando su fuerza.
 
Cuando llegamos a casa, observé que las tórtolas no estaban donde habitualmente se reunían. En el paisaje que rodea mi casa parecía haberse instalado toda la quietud de mis miembros.


Octubre, noviembre y diciembre, 2013

Día a día, mi estado fue empeorando. También las horas se habían hecho menos luminosas. El cielo permanecía cubierto por nubarrones oscuros que a ratos descargaban chubascos alternándose con rachas de viento fortísimo. La naturaleza parecía empeñada en acompañar y reflejar los sentimientos del enfermo.  Los poetas y pintores románticos siempre manifestaron su estrecha relación entre la naturaleza y sus estadps de ánimo, pero yo nunca me consideré de esa cuerda. A los simbolistas les pasaba algo parecido y hasta nuestro poeta Claudio Rodríguez se decantó por usar símbolos tomados del mundo natural o de sus inmediaciones, como el paisaje o la vida rural. A los ojos de los poetas y de los pintores siempre les interesó el paisaje como tema de la obra o como fondo del tema. Eso, desde la antigüedad clásica, pero, sobre todo,  desde la modernidad renacentista. La lluvia y la tempestad se acoplaron después al fondo vital de una existencia turbadora. Los cielos luminosamente azules iban muy bien con temas divinos. Los verdosos o amarillos pegaban bien con ruinas. La naturaleza se ha ido acoplando al genio artístico y a su intención.

 Por supuesto, tuvimos que abandonar el porche de la casa y a la perra Canela en el exterior y refugiarnos en el interior de la vivienda. Íbamos entrando en el otoño. Empezamos a encender la chimenea. Lo hacía Mercedes seguramente para crear un ambiente hogareño y que yo estuviera a gusto, pero el viento invertía la dirección del humo y lo echaba hacia abajo, a la sala, ahumándonos a todos, haciendo toser a algunos y convirtiendo en incómoda la habitación. De los pájaros, sólo podía observar por el ventanal del vestíbulo de la casa a los estorninos, a las urracas y a una familia de tres mirlos, uno de ellos con la pluma pintada, que seguramente era todavía un polluelo. Venían a las plantas de piracanta que conservaban sus frutos rojos de milagro, y a los manzanos de flor, que mantenían sus pequeñas manzanitas color vino. Bueno, digo que las plantas del piracanta apenas tenían  sus frutos, porque las hormigas, meses antes, subían hasta ellos,  cuando las bolitas aún estaban verdes y hacían su particular recolección.  Las demás aves parecían tragadas por la tierra; unas habrían emigrado, otras estarían ocultas, finalmente no pocas habrían sucumbido en las fauces de los gatos o en los picos y garras de cornejas, que a veces se dejaban oír en los alrededores sus graznidos. El petirrojo también se dejó ver encapotado entre las ramas vacías de los almendros que habrían ofrecido una primavera tan hermosa como las anteriores, pero que yo me había perdido. Había llegado tarde. Los almendros andan  muy madrugadores en eso de echar flores. Tampoco habíamos disfrutado de la floración amarilla de las fortsitias ni la de los manzanos lemonei, incandescente en sus racimos de rositas fucsias. Tampoco de las hermosas flores rojas de los membrillos japoneses. Esa primavera temprana nos cogió fuera. A disgusto.

 Las visitas se hicieron paulatinamente escasas; solo Alberto y Vicen venían a vernos, más o menos, en días alternos y me animaban a salir de paseo o a tomar un vino. Yo les agradecía sus visitas y su conversación, pero, de momento, no me sentía tentado al tapeo zamorano ni a prodigarme ante conocidos en mi silla  de ruedas.  Los paisanos tenían sus costumbres para relacionarse con el Ángel bajito que se trasladaba en su silla de ruedas. Unos no me reconocían o eso simulaban. Probablemente no querían pasar un rato amargo o hacérmelo pasar a mí. Pocos se paraban conmigo y, con asombro circunspecto, me preguntaban por lo ocurrido: Pero ¿qué te ha pasado? ¿Has tenido un accidente? No sabía nada, y aguantaban mi explicación que quería ser sucinta, según el interlocutor me inspirara confianza, o un poco más detallada. Otros ponían cara de conmiseración para expresar su solidaridad con mi caso o su consternación ante la Parca. En fin, la calle y los establecimientos públicos me resultaban incómodos por diversos motivos, pero el principal era que me excitaban y conseguía sentirme mal.

Algunos días tomaba el fondo de una copita de oporto con ellos,  otros, en cambio, tenía que retirarme a mi habitación para acostarme por culpa de los espasmos y una especie de hormiguillo en los pies. Además, la presión en la boca del estómago que más tarde, una radiografía tradujo en una bolsa descomunal de gases, me hacía sentir muy incómodo. Le comenté al fisioterapeuta si aquel dolor podía deberse a agujetas. Me respondió que era improbable y me recomendó que fuera a urgencias. Así que la  misma tarde, volví al hospital Recoletas, donde me hicieron una radiografía confirmando la hipótesis del fisioterapeuta y me echaron en una cama y me pusieron una sonda, mientras la enfermera repetía como para sí: “Pero qué grande es este hombre”. Luego la doctora de turno me recetó unas pastillas para los gases, que fueron paliando los dolores.

Más tarde fue peor. El invierno se presentó con toda su fuerza. Árboles deshojados y arbustos, la hierba, las plantas decorativas como los juníperos o los cipreses, todo se cubrió de pequeños cristales de hielo. El frío era intensísimo. Desde el interior de la casa se podía contemplar la cencellada como un fenómeno blanco y bello, pero la luz que irradiaba  y que se colaba por las ventanas daba a los objetos un aspecto irreal y triste, como en las películas suecas de Bergman. A las seis y media de la tarde, oscurecía, y entonces yo caía en una  insoportable desesperanza: los espasmos de las piernas se multiplicaban hasta resultar inaguantables, el cansancio me abrumaba, la silla de ruedas parecía repleta de aristas que se clavaban en mi espalda, en mis costados, en mis nalgas, produciéndome un dolor general enervante en todo el cuerpo. La posición de sentado durante horas y horas me generaba un agobio extraordinario. Si trataba de leer, no conseguía la calma necesaria para fijar la vista, quizá debido a la inflamación del nervio óptico que me habían detectado en una de las revisiones del hospital Quirón. Si pretendía escribir, confundía los caracteres del ordenador porque no controlaba los dedos;  y el producto escrito, cuando, como poco, no estaba lleno de faltas de ortografía, resultaba simplemente un galimatías incomprensible. Escribir a mano era una pérdida de tiempo, pues ni yo mismo entendía mi letra malbaratada  por  el temblor o la debilidad o la incomodidad de la postura. En aquellos momentos de angustia exacerbada le pedía a Mercedes que me ayudara a acostarme, a pesar de la hora demasiado temprana. Ella lo hacía a regañadientes con la condición siempre de que me levantara de nuevo para cenar, pero a menudo no conseguía su propósito. Yo esperaba despierto la vuelta de mis hijos a casa con una angustia indescriptible.  A veces me impacientaba tanto que los llamaba por el móvil o iniciaba conversaciones en el WhatsApp con ellos preguntándoles si se habían reunido con su madre, por qué calle venían, si habían llegado al puente de los Poetas. ¿Estáis en la carretera? ¿En el maizal? ¿Dónde se nos cruzaron los jabalíes aquella noche? ¿Qué noche? ¿Cerca del palomar? A la puera de casa me respondía mi hija.  Ella, Clara, regresaba de un entrenamiento de natación; él, de clase de italiano primero y chino después, de dar un paseo con los amigos, de picar platos chinos en el centro, ¿qué sabía yo donde había estado?  Le había pedido que no se demorara demasiado y efectivamente volvía pronto, a las nueve y media normalmente. Los recogía Mercedes en la ciudad y los reñia si se retrasaban algo, porque me habia dejado solo, desamparado en la casa aislada, en medio del campo, sin vecinos, rodeada de una oscuridad que a mí no me amedrentaba tanto como a ella. En cuanto llegaban, la casa recuperaba una relativa tranquilidad, pero con alguna frecuencia mi estado se tornaba irascible ante los comportamientos adolescentes. A menudo la cena, cuando hacía yo acto de presencia, se convertía en una refriega lingüística. Y sin embargo, sabía que en determinados aspectos los dos todavía dependían de mí, no sólo económicamente, y no debía emponzoñarse nuestras relaciones con discusiones estériles. Ella me preocupaba porque con mi enfermedad había bajado el rendimiento en sus estudios, se había tenido que acostumbrado a normas de conducta distintas a las que sus padres le ponían, y se había rebelado cuando algunas personas de su familia que le reprochaban las salidas permitidas que, según ellas, debía rechazar porque su padre estaba enfermo, muy enfermo y, si suspendía el curso,  su padre recibiría un disgusto horrible, incluso mortal. Había adelgazado varios kilos y se debatía entre sus deseos de libertad adolescente y su presunta responsabilidad, si el estado de su padre se agravaba; él, porque mientras yo estaba ingresado había vivido una relación sentimental muy tortuosa, que había desequilibrado su emotividad, influyéndole negativamente en sus estudios de arte y sobre todo en la relación paterno-filial, envenenando los sentimientos de Javier respecto a su madre y a mí. No deseaba conformarme con los recuerdos de cuando eran niños y nuestra vida iba por el camino trillado y fácil de los trabajadores que han alcanzado una vida confortable de pequeña burguesía de provincias: comidas en restaurante de pueblos no demasiado lejanos y accesibles a la cartera casi todos los domingos, vacaciones veraniegas, viajes exóticos al sur, por navidad o carnavales o semana santa, celebraciones familiares en las onomásticas, la comunión de ambos que sirvió para que nos reuniéramos la familia y los amigos para comer a la orilla del Duero en medio de la primavera fragante que produce alergias terribles a quienes llevan mal las pelusas de los álamos.

Mi rehabilitación se me hacía muy dura, las mancuernas parecían pesar más que antes, los ejercicios en la camilla del centro de rehabilitación me dejaban agotado y me costaba adecuar mis músculos a las indicaciones del fisioterapeuta, y así  regresaba  a casa con la sensación de derrota, de incapacidad. Eso no contribuía a levantarme el ánimo. Recordaba mi primera estancia en el hospital Quirón cuando Mercedes y mis hermanas me sentaban en la cama, por las tardes, para cambiarme de postura, y yo era incapaz de mantenerme derecho. Me apuntalaban entre ellas por los costados y la espalda y aguantaba unos minutos tan  sólo. Entonces había perdido las fuerzas y mi relación con los otros era de dependencia absoluta de unos pocos e indefensión respecto a la mayoría. Ahora temía que aquella situación volviera a repetirse.

También percibía la sensación de desvalimiento, derivada de las caídas de la silla o de la cama al pasar de una a otra, si mi hijo Javier no me echaba una mano; o cuando lo hacía a regañadientes, dando libertad a su temperamento desapacible; y de debilidad manifiesta cuando quería moverme entre las sábanas. Me sentía exhausto. Mi esperanza de vida parecía acortarse y entreveía en el horizonte mi fin. Ni siquiera la antología poética que había ido preparando para la Diputación de Salamanca me ilusionaba, antes bien me producía un desagradable pensamiento: ¿Y si no llegaba a verla publicada? ¿Para qué servían todos juntos esos innumerables versos en semejante cantidad de poemas publicados a lo largo de treinta y cinco años de mi vida? ¿Qué sentido tenía tanto empeño en hacer versos, sin duda, mediocres, aunque algunos amigos poetas me reconocieran cierta validez en algún libro?

Mercedes había vuelto a trabajar en el instituto en octubre y entre las clases, la compra, atenderme a mí y a sus hijos, resolver todo el papeleo relativo a mi jubilación, a mi minusvalía, al trámite para conseguir del ayuntamiento la tarjeta de aparcamientos pa inválidos, iba llegando al final del trimestre cansada. Mi hermana Cristina venía por las mañanas, muy pronto, para ayudarla conmigo. Todo el mundo a mi alrededor, aunque lo escondía, denotaba cansancio, porque mi invalidez exigía una atención de veinticuatro horas. A pesar de intentar no complicar las cosas, a veces yo perdía los estribos y mi paciencia se esfumaba, causando el abatimiento de las personas que me rodeaban y que me aguantaban. Comprendí que algunas personas me querían, y que otras habían sentido una gran decepción por no haberme muerto pronto, a ser posible,  en el hospital mismo. Me preocupaban, desde luego, mucho más las que me querían; yo no era justo con ellas: cuando levantaba la voz, manifestaba una suerte de rechazo a sus atenciones. Es cierto que lo mismo Mercedes que mi hermana me imponían sus criterios respecto a casi todo: levantarme, ducharme, desayunar, ir a rehabilitación, etc, pero había una razón: se preocupaban por mí. Pobre inválido cargado de contradicciones, necesitaba a las personas que lo rodeaban, pero no siempre se mostraba cariñoso con ellas.

Así llegaron las fiestas de Navidad, de las que no pude disfrutar por culpa de mis achaques . En Nochevieja no alcancé la hora de las uvas, tal era mi estado: nerviosismo, espasmos en las piernas, angustia. Mucha angustia. Las fiestas transcurrieron en casa más con pena que con gloria. Así pasaron las vacaciones de navidad.

Días después, una noche volví a perder el habla racional. Otra vez las palabras se desconectaban las unas de las otras en la cadena hablada y los enunciados perdían el sentido con aquel desorden. Por la mañana, muy temprano, Mercedes llamó asustada a la neuróloga de Madrid y ésta creyó conveniente que volviera al hospital, pensando que podía ser un ictus. Mi cuñado y mi primo Antonio, siempre dispuestos a echar una mano, vinieron a casa para llevarme a Madrid. El viaje, aunque corto, fue agotador para mí, pero en poco más de dos horas estaba en el hospital; allí tuve que esperar, pues no había habitación, varias horas en la salita de urgencias donde eran atendidos los pacientes a los que debían administrar medicación por vía intravenosa. Dos de ellos eran muy jóvenes: una chica muy joven sola que lloraba mientras por sus venas se adentraba la sustancia que le estaban inyectando y un muchacho de origen americano, inmigrante, de rostro indio, casi femenino, de unos doce o trece años a quien los padres habían dejado solo en el hospital, porque tenían que ir a trabajar, dijeron, o quizá lo habían abandonado porque no poseían la tarjeta adecuada, la de residencia o la del seguro. Yo me enteraba, a medias, de su historia a partir de la conversación de las enfermeras y auxiliares que zascandileaban por allí, del mostrador a las sillas que ocupaban los enfermos y a las camas separadas por biombos que permitían a los que estaban más graves cierta intimidad. Al poco tiempo de estar en planta, me visitó mi neuróloga y me hizo un reconocimiento. Para entonces, ya había recuperado el lenguaje, por tanto podía explicarle yo mismo lo que me había pasado la noche anterior, ella prefirió, sin embargo, la versión de Mercedes porque seguramente pensó que mi cerebro podría componer los acontecimientos a su antojo, y ella, en cambio, era una observadora más objetiva. Como en otras ocasiones la neuróloga estableció un orden de pruebas. De nuevo, resonancia, un electroencefalograma y punción lumbar; también análisis de sangre. Habló de un hacer un nuevo pet, que no sería aprobado por sus compañeros de Neurología por considerar que ya me habían hecho uno en la primera observación y no había motivos para repetirlo.

Al día siguiente, de nuevo, me colocaron una especie de casco  y fui introducido en el tubo de aquel armatoste con forma de hormigonera y cuyo nombre desconozco, pero debería ser “resonanciera” o “resonanciador” o el potro de tortura de los ruidos, y que es tan confortable y te acuna con sus sonidos suavísimo de bocinas, de piedras en la cantera, de escombros en la obra, y de más bocinas de una doble vía madrileña. Ya no me iba sorprender; llevaba ya un total de ocho resonancias entre las que me hicieron en Zamora y las que me habían aplivado luego en el hospital Quirón. La enfermera me dijo que tardaría veinte minutos. Yo le respondí que ya me habían tomado el pelo otras veces. Me aseguró que serían veinte minutos casi exactos. Yo pensé: los contaré. En esta ocasión, la resonancia pretendía reconocer sólo mi cerebro. En otras, que habían durado un tiempo insoportable, me la habían hecho del cerebro y la médula.  Yo no sentía la claustrofobia que siempre se asocia a estos medios clínicos; lo que llevaba fatal era la constancia impertinente del ruido durante una hora y más.
     


Febrero, 2014

         Los días se fueron alargando poco a poco, casi imperceptiblemente al principio, pero febrero fue fiel a su reputación y nos dispensó lluvia, hielo, viento en sucesivas ciclogénesis que convirtieron la finca y el entorno de la casa, especialmente, en un cenagal. Mi imprudencia y mi deseo de agradar a Mercedes, haciéndome el valiente, hicieron que una tarde intentara salir de casa, solo, y llegar hasta el aparcamiento en la parte posterior. No recuerdo el motivo de la salida; la  silla de ruedas se atoró en el barro de la rampa y yo caí al suelo deslizándome por el asiento, porque el camino que rodea la casa tiene una cierta inclinación a la que se acoplaba mi silla. Águeda, mi hija, y Mercedes consiguieron incorporarme con mucho esfuerzo por su parte y devolverme al cojín anti-escaras que se había soltado del velcro del asiento. No creo en la debilidad femenina, sobre todo en aquellas mujeres que callan, no porque están como ausentes, como venían a decir los versos de Neruda, sino por una habilidad extraordinaria para no darse importancia teniéndola, como ocurre en tantas hembras de aves que se mimetizan en el paisaje mientras los machos se dan humos de narices con sus plumajes o sus cantos, o se envisten por el mero hecho de llevar cuernos en sus frentes, o como las leonas, sacrificadas a la conservación de su prole, sin agitar melenas espectaculares a los vientos de la sabana. Esas mujeres del silencio que en tantos casos soportan situaciones familiares difíciles sin aspavientos, pero sin ingenuidad y con relativa alegría.
         A medida que el mes loco se aproximaba a su fin, mi estado mejoraba. La nueva tanda de corticoides que me habían prescrito en mi última estancia invernal en el hospital, había hecho su efecto y me devolvía las fuerzas. Los ejercicios con las pesas se volvían más llevaderos y rápidos, también recuperaba cierta agilidad en los ejercicios de rehabilitación de los músculos del tórax que me concedían la verticalidad, y volvía a desarrollar ciertas actividades, como hacer magdalenas, secar los cubiertos y depositarlos en el cajón correspondiente, junto a las servilletas. Podía acompañar a Mercedes después de la comida y la cena, hasta que ella terminara de recoger, aunque mi ayuda era mínima, antes de irme a la cama. También recuperé atender a la televisión, sin demasiado interés, pero enterándome. Una noche pude ver entera “Ana Karenina” de  Joe Wright, interpretada por la bella Keira Knightley y adaptada con fidelidad al argumento que yo recordaba en la edición de la novela de Tolstoi del Círculo de Lectores, que leí durante una gripe adolescente, pero con algunas novedades en la escenificación última que convierte los hechos de la novela en actos espectaculares casi soñados en decorados teatrales sofisticados y brillantes. A Keira la había visto actuar entre otras películas, en “Orgullo y prejuicio”, por ejemplo, y me había gustado mucho, no tanto en “Piratas del Caribe”, pero como en Ana, la romántica suicida rusa enamorada hasta el tuétano de aquel Wronsky de belleza preciosista, estaba espléndida: segura y elegante en los salones de la nobleza de San Petersburgo, radiante en sus momentos de amor pleno y compartido, y deteriorada y desapacible cuando se siente abandonada por su amante, apartada de su hijo por su marido y caída socialmente. En la película Karenin acaba adoptando a la hija bastarda, pero no recuerdo si en la novela este hecho más allá del cine estaba presente.
Sin embargo, no rehice mi antigua y estrecha relación con los documentales de animales, intensa antes de la manifestación de mi  enfermedad, cuando me abandonaba, meses atrás, en el sofá, a los comportamientos reiterativos de los cocodrilos, los leones e hipopótamos del Serengueti y a la tristeza de padre fracasado con un hijo de personalidad difícil por culpa de un trastorno de déficit de atención con hiperactividad que convirtió sus estudios  y sus relaciones sociales en la infancia en una fuente de dolorosa frustración para él y en una preocupación constante y atrapada en la ansiedad para sus padres, especialmente para su madre que se dedicaba tarde tras tarde a repasar las lecciones de Conocimiento del Medio del colegio donde estudiaba EGB, que Daniel se aprendía a trancas y barrancas para no alcanzar, encima, el aprobado, porque, según su maestro, había que educarlo, aunque el resultado de sus exámenes llegara a la nota media de cinco. Se ve que aquel buen hombre quería educar a mi hijo en la injusticia, en la arbitrariedad subjetiva, en su capricho, como un diosecillo de cualquier mitología, incluido el dios de Abraham. Yo entiendo que tener en clase a Daniel no le resultara cómodo con su desapego indolente, por un lado, y sus chispazos de genialidad, por otro. A lo peor solo le ofrecía la primera faceta, pero, en verdad, qué otra faceta le iba a ofrecer a quien lo hacía objeto de sus burlas ante los compañeros, volviéndose gracioso para congraciarse con aquella pandilla de adolescentes practicantes de bulying. No sé si es abundante, pero existe el caso del maestro o la maestra que para halagar a los alumnos desagradables arremete contra alumnos distintos, haciendo que el grupo se vuelva contra el diferente, más débil cuando tendría que hacer justamente lo contrario.
Mi relación con la televisión se convirtió aquella temporada, previa a la enfermedad, en una excusa para dormir a deshora un sueño evasivo, que, desde luego, no me salvaba de la depresión, para ocultar mis dificultades para caminar y para realizar cualquier trabajo. Aquel año había casi abandonado mis actividades de jardinería en la finca. No solo no podé los árboles de tito, que, de haberlo hecho, debió haber ocurrido hacia la mitad  del verano, al terminar la temporada del fruto. Tampoco le corté las ramas sobrantes a manzanos y perales en otoño como indicaba el calendario regalo de un amigo leonés, ni limpié los árboles de fronda, tan solo los cinco ailantos plantados hacía un año, para orientar su crecimiento.
Un psiquiatra de la localidad me diagnosticó una depresión con ansiedad y me había recetado un ansiolítico y un antidepresivo, pero yo seguí en activo en el instituto por cuyos pasillos caminaba sin seguridad. Una tarde, ya anochecido, llamó a casa para decirnos que nuestro hijo estaba en su consulta, que fuéramos a recogerlo. Había declarado que era bipolar y que necesitaba tomar trankimacín. Parece ser, lo supimos luego, que había sido inducido por un amigo con quien salía entonces y del que ignorábamos el daño que podía llegar a provocar en nuestro Daniel. Lo había convencido para conseguir una receta de trankimacín fingiéndose deprimido o bipolar o lo que fuera, y le había prestado su historia particular. Pronto descubriríamos el auténtico material de la personalidad de aquel individuo: la maldad, la mentira, que enmascaraba una terrible y fatal psicosis que le había llevado a perder su empleo de conductor por estrellar el autobús que conducía, por lo cual fue apartado de su empleo y jubilado de inmediato. El psiquiatra debió detectar algo raro en aquel torvo individuo y no hizo la receta. Los rasgos del carácter de aquel personaje quedarían demostrados más adelante, pues, ingresado yo en el Hospital Quirón, cuando estaba en los momentos más graves de mi mal, aquel se dedicaba a enviarle a Mercedes, a altas horas de la noche, horribles mensajes por Washapp diciéndole lo mucho que la odiaba su hijo y cosas por el estilo.
Cuando regresamos de Madrid ya en primavera, pudimos apreciar el daño que había causado en nuestro hijo, una influencia en negativo que lo había desprendido de su afición al dibujo y le quería obligar a tirar a la basura su colección de mangas porque la consideraba peligrosa. La tenía por propia de un emo, moda fatal, como todas las que más influyen en los jóvenes sobre todo si se desvían de la senda trazada por la sociedad mediante la vía de los padres, pero aquel individuo, a la vez, le invitaba a ver en su casa por la tarde los programas televisivos de La Veneno, que sí eran educativos, incluido su discurso plagado de insultos y de expresiones soeces, un modelo del mejor castellano.
Daniel que había engordado pretendía sacarlo de paseo, recorrer la orilla del río y así, de paso que se aireaban, hacían cierto ejercicio, al menos al caminar cambiarían el aire enrarecido de una familia en la que el padre tan pronto era sastre, como médico o alcohólico.  Tardó,  pero terminó Daniel por aburrirse de aquella actitud pasiva y desesperanzada del que llamaba amigo, y por liberarse del yugo y la opresión de aquel ser que había ahondado el precipicio de sus relaciones sociales. A Mercedes y a mí nos costó mucho trabajo rehacer la relación con nuestro hijo, que con nosotros y especialmente con su madre, para quien desarrolló durante semanas una conducta propia de un matón hipócrita y machista, que desde luego no podía haber aprendido de su casa.
Antes de la Navidad, mis temblores de manos y de piernas se intensificaron. Temblaba al llevarme la taza de café a los labios en el desayuno, mientras mi hija y Mercedes me miraban con cara de angustia. Un día, cuando me disponía a tomar café en el bar de costumbre durante el recreo, se me cayó la taza y derramé su contenido.  Los camareros vinieron en mi auxilio, pero creo que no se percataron de que aquella situación no se debía a un despiste o un traspiés, sino a un estado en el que mi tensión nerviosa se descargaba de sus angustias añadiendo, paradójicamente, otras.
Perdí por primera vez el uso de la palabra en clase. Oh, las clases, a las que acudía utilizando un bastón, se habían convertido de una lucha contra el caos desde el orden, en un acontecimiento cansino cuyo final ni siquiera celebraba, pues me ocultaba en el departamento de Lengua y Literatura, huyendo del cansancio que el contacto humano me causaba. Me repetía tratando de cortar el flujo de mis ideas deprimentes la sentencia con que abre Jorge Wagensberg su libro Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta?: “Pensar es pensar la incertidumbre”. ¿Y eso quería ser un consuelo? La incertidumbre había ido cercando mi existencia en las relaciones familiares, en la salud, en el uso del lenguaje. El último poema que había escrito Sobre la desazón era un reconocimiento flagrante de mi estado, que alcanzaría la configuración de enfermedad física por una diarrea en agosto, temblores en las manos y un adelgazamiento espectacular en aquel verano que me llevó a mi médico de cabecera y a una analítica, y más tarde al psiquiatra, etc.
El naturópata al que, más tarde, acudí presionado por mi familia, me recomendó baños calientes sazonados con diversas hierbas, un surtido homeopático de píldoras y un desayuno con zanahoria, naranja, pomelo y otros productos como levadura de cerveza, lecitina de soja y miel y, sobre todo, después de darme unas gotas y aplicarme unas luces, me recomendó prescindir de mi hijo para que mi vida recobrara la normalidad, pero ¿cómo se prescinde de un hijo y se recobra la normalidad? ¿Qué normalidad? ¿La anterior al hijo? ¿La juventud ida? Consideraba yo mismo que la educación familiar y escolar de Daniel, no había alcanzado un éxito rotundo, pero ciertamente habíamos conseguido que se comportara con corrección, que alcanzara una cultura razonable en el terreno artístico; pero sobre todo¿cómo íbamos a abandonarlo a su suerte, cuando lo veía desorientado sufrir tanto como yo? ¿Por qué echarlo de casa? No era un drogadicto, sino un ser humano al que los genes le habían cargado con un temperamento difícil y ni sus profesores, ni sus amigos ni quizá su familia había sabido reconocer sus capacidades y sus virtudes, que las tenía desde luego. Convivir con él, por aquel entonces, se nos hizo difícil a los tres. Mercedes vivía en la frontera de la depresión a consecuencia de las actitudes de Daniel y, mi hija Águeda no aceptaba las veleidades de su hermano ni su agresividad que, sin alcanzar la violencia, sí resultaba desagradable, y se querellaba en los comienzos de su adolescencia respecto a nuestra pasividad en relación a su hermano.
Al poco tiempo me vi haciendo cola para ingresar en el Hospital Quirón por vía de urgencias. Después de controlarme la tensión una enfermera, pasé a la consulta de una médica que habló por teléfono con alguien del departamento de Neurología. Al poco rato llegó la neuróloga, me hizo un reconocimiento breve y enseguida me trasladaron a la habitación en que había de permanecer casi dos meses, hasta bien entrada la primavera, sometido a una prueba tras otra de día y al ataque de las pesadillas por las noches, tan visitado por familiares y amigos que di en pensar que mis días se acababan. Era una habitación amplia con un anexo a la entrada en que se situaba una pequeña estancia a modo de salón convertible en dormitorio, un servicio con recursos para un paciente paralítico, que pronto demostraron que o por su diseño o bien  por su ubicación no eran idóneos para las necesidades de un inválido, por ejemplo, la barra de sujeción del usuario estaba delante de la taza del water, convirtiéndose en barrera lo que debía ser una ayuda. Allí, en la ducha de aquel elegante e incómodo servicio fui bañado, no sé cómo, entre celadores y auxiliares cundo me contaminé con la sustancia radioactiva usada como contraste en el PET y antes de ponerme la sonda para no orinarme mientras me hacían de nuevo la prueba, pues mis esfínteres empezaban a fallar. Yo creía que la incontinencia era consecuencia de mi próstata agrandada por la edad, pero a mis doctores les pareció, más bien, otra consecuencia de la quietud que la inflamación en mi médula imponía. Por entonces, una ligera somnolencia me permitía desarrollar una pesadilla en la que una enfermera me encerraba durante un tiempo insoportablemente largo en una habitación como un nicho; y los momentos de vigilia a duras penas me permitían comunicarme con mis semejantes.
Durante aquellos meses recibí muchas visitas. Una de ellas fue la de Antonio, hermano de Mercedes, que vino desde Lanzarote a acompañarme un par de días en el hospital y regresó a su casa asombrado por mi estado, y también memorable la de Ángeles, prima de Mercedes, que se afincó en un hotel cercano al hospital para ayudarnos y, sobre todo, para hacer compañía a su prima. Ambos habían sido huéspedes en nuestra casa de Lanzarote; él además, compañero del viaje a la isla de Ons en nuestra juventud, donde pudimos descubrir de día los hermosos flecos de la realidad de aquellos jóvenes hippies desnudos acampados al borde de las agua en la playa de Melide y en las noches compartir la alegría de la gaita y el pandero que juntos hacían de orquesta en la verbena improvisada. Excuso decir que el recuerdo de Ons aquellas horas hospitalarias en que nos acompañó Antonio generaron la conexión momentánea con mi pasado que pronto se atenuó, abriéndose dentro de mí una zanja insalvable que me separaba de la felicidad que aquel lejano viaje casi adolescente representaba.
 

Abril, 2014

De nuevo están aquí las tórtolas y las palomas torcaces. Han llegado de pronto, pero desde que han recuperado su paisaje, se han hecho notar con sus arrullos matutinos y esa matraquilla vespertina como de beatas incentivadas por el ángelus. Me encanta pensar que han acudido a la cita de la primavera y yo también cerca de ellas la he alcanzado, no convertido en cenizas por un horno funerario, sino en mi propio cuerpo, acompañado de las personas que quiero, con nueva perra, Runa, cinco meses de músculos y vibración natural. Es una labradora negra, casi risueña, un poco mimosa, maleducada, quizá por el trato bondadoso de sus primeros dueños que la criaron como a una niña pequeña; pero tuvieron que deshacerse de ella por culpa del trabajo. El nombre de Runa lo tomaron de los signos de escritura antiguos de Islandia, donde habían vivido por culpa del desempleo en que envejecen muchos de nuestros jóvenes.

 Compuesto por todos los restos de lo que fue tratamiento empírico, pero todavía vivo; confinado en la silla de ruedas que  casi se me ha hecho pequeña por culpa de la quietud, los corticoides y, claro, la comida, pero consolado por una rehabilitación de meses, casi doce, no muy útil para mis piernas, pero que, en su defecto, ha casi mazado mis brazos  y mis hombros a fuerza de mancuernas, flexibilizado ligeramente mi cintura gracias a los ejercicios de oblicuos, abdominales y lumbares. Mi equilibrio ha mejorado considerablemente. Aguanto derecho normalmente la presión en mi espalda y en mi pecho producida por las manos poderosas de mis rehabilitadores, a los que conozco en una dimensión de amistad ahora que son dos, sin desvanecerme, normalmente sin inclinarme, en ejercicios agotadores. Juego a hacer de Casillas parando goles imaginarios que Carlos y Diana con tubos de cartón el uno t con sus propias manos simulan la pelota. Y me estiran las piernas en un ángulo con muy suave dolor. Les digo: No puedo a mi edad Parecer un Niyinski o un Nureyev. Son tan jóvenes que no tienen noticias de los rusos famosos por su danza. O he llegado a un almacen notable de los datos del Hola que los domingos ojeaba en la peluquería de mi tía donde iba a comer. Ha llegado abril y han ido brotando las flores de los almendros, de los ciruelos que llaman japoneses (prunus pisardi), de las mimosas (acacia dealbata), de las forsitias, de los manzanos  lemonei de bellas flores fucsias…

Se han ido cumpliendo los plazos de la segunda retirada de corticoides que fue impuesta en la última estancia en el hospital Quirón, también los plazos de la entrega de los poemas seleccionados para aparecer en la antología que me pidió a través de Aníbal Lozano la Diputación de Salamanca para continuar su colección de poetas relacionados con la ciudad. Me había hecho tanta ilusión el libro como también miedo me inspiraba a no llegar verlo editado, me causó fatal presentimiento de no llegar a ver el libro; y también llegaron otros encargos literarios que parecían confirmar mi aproximación al final de mi carrera, que en el trabajo se había materializado con mi jubilación por gran invalidez, consideración que no había merecido desacuerdo entre los organismos implicados en concederla. Mi periodo laboral había sido abolido por mis inclementes neuronas antes de tiempo. Y ocurrieron no sé si coincidencias. Me encargó un buen amigo mi colaboración con un poema para una colección de acuarelas pintadas por él que documentaban  con mucho atractivo las procesiones zamoranas. Me tocó la del domingo de resurrección, quizá porque yo encarnaba bien el personaje del resucitado. Fue el primer poema que escribía con mi presunto linfoma en la cabeza. Yo no creo en las resurrecciones, pero me educaron en las creencias cristianas y me reeducaron a su debido tiempo profesores de historia de filiación marxista. Y traté de reflejar ese presuntamente resucitado con las claves históricas y antropológicas. Pensé que el obispado querría censurarme o algunos de los files devotos de la tradición semanasantera, pero no pasó nada. Representaba a Cristo como un rey visigodo portado en un escudo por sus nobles hidalgos y a la virgen con quien luego se encuentra en su camino como reina regente en ausencia bélica del príncipe; y todo ello en medio de un paisaje primaveral. Perséfone había cambiado de sexo, y lo avalaban los músculos férreos del guerrero cubierto por los hombros con su capa encarnada.

Mi yo a la intemperie, como el de todos, ahora se ha tenido que acostumbrar a la incapacidad y, por tanto, a la dependencia. Puedo comer solo, pero no puedo girar en la cama solo y hay otros muchos quehaceres que no puedo hacerlos solo, pero quiero entrar en detalles para evitar  lo prolijo o desagradable. Para esa enorme serie de actos menudos que debo abordar en el día a día de la existencia, en los que, digo, no voy a entrar, el Gobierno de mi país dedica una cantidad ridícula para paliar las situaciones llamadas, con rimbombante y falsa caridad, de dependencia y que consiste, por ejemplo, en que con la ayuda del Gobierno que pretende gastar millones de euros en unos juegos olímpicos innecesarios en Madrid no alcance para pagar los pañales para un adolescente con una grave paraplejia a quien tienen que atender sus dos hermanos como enfermeros, auxiliares de clínica, celadores y hasta fisioterapeutas, porque su madre acude a diario a ganar un sueldo miserable, insuficiente claro, con que paliar, no solo su miseria, sino la del despilfarro presupuestario de los políticos que asumen una crisis económica como excusa para ahorrar dinero de la nación, mejorando su economía privada, como decía Antonio Machado, cuando los llamaba con ironía buenos administradores de su casa, el dinero que serviría para sobrellevar menos angustiosamente la situación terrible de un hogar apaleado por la enfermedad y la prolija necesidad. Pero ellos, por su parte, políticos embaucadores tasados por banqueros, cada vez suman más sueldos del estado y de otras fuentes oscuras, o se pagan excursiones a Eurodisney no saben con qué dinero, o guardan sus inmensos ahorros en Suiza o las islas Caimán, en fin, dejan a su alrededor al descubierto necesidades graves de la gente, pero ocultan las enormes sumas de dinero que manejan en público en memeces o personalmente en vicios y otros lujos.

Paso la primera parte de cada mañana haciendo ejercicios de pesas, desde luego después de las abluciones y el afeitado. Cada día voy alcanzando los objetos de tocador en el mueble del baño con menos dificultad: el gel, la esponja, la espuma de afeitar, la hojilla, el desodorante y todos esos objetos y ungüentos específicos que guardamos en cajones y armarios tranquilamente. Cuando termino con ellos, los devuelvo a su lugar y sirviéndome de cierta ganada flexibilidad y equilibrio puedo salir de la ducha quitando el freno de la silla que utilizo para el baño. Incluso me desplazo hasta el centro del baño ayudándome con los remos de mis brazos que palpan las paredes, el muro de cristal que divide el recinto en dos: la parte seca y la parte húmeda.

No sólo he ido localizando esos objetos que antes de la enfermedad estaban siempre en su sitio siguiendo la estricta organización que, como virgo, me reconocía el horóscopo y yo repartía sobre todos los objetos de la casa de mi incumbencia: herramientas, máquinas de bricolaje, tornillos, destornilladores, etc. Había ido recuperando el control de los otros objetos que de mí dependían: documentos, libros, utensilios de escritura y los archivadores. Había ido consiguiendo que los discos, casetes, cedes estuvieran a mi alcance o al de las pinzas para minusválidos, disminuidos, que son extensiones de los brazos cuando las piernas no aúpan y que me regaló Ángeles Pazos, nuestra prima gallega que pasó con nosotros semanas de hospital.

Mi vida va recuperando la normalidad desde la incertidumbre. Los días se van haciendo casi normales, las noches no tanto. Sobrellevo los espasmos y el anquilosamiento de la postura nocturna en la cama que me dejan dolorido, porque mis movimientos son prácticamente inexistentes o son espasmos solo. Aprovecho los periodos de descanso para leer, escribir con el LG  G, consultar las noticias de periódicos digitales u oír  las canciones que prefiero y que han ido aumentando, como aumentan los amigos, recuperando algunos alumnos de Lanzarote, alumnos que se han hecho mayores, antiguos compañeros de los institutos. Todos me animan y yo agradezco esa solidaridad en la distancia. Sé que sus vidas siguen su curso, porque así debe ser y que la mía sigue su curso hasta que deba ser.

Se presentó mi antología poética en Salamanca sin mi asistencia. Alegué no encontrarme demasiado bien. Algún periodista  me dio por muerto en su periódico digital y tuve que desmentir en un e-mail mi defunción.  Debo reconocer que me hizo alguna gracia parecerme en eso de la muerte a la romántica Carolina Coronado, magistralmente pintada por Federico de Madrazo, a quien, gracias a él, yo conocí en Toledo en una exposición de Retratos de El Prado que recorría España. Se enteró por la prensa de su muerte y le cogió tal miedo a ese estado que recluyó a su hija muerta en un convento porque si despertaba hallaría compañía en  las monjitas. A su marido no lo enterró, en vida, ella no lo enterró. Vivió co él. Lo llamaba el dormido, allí en Sintra, quizá emulando a aquel rey portugués enamorado.

Cubrieron mi vacío en la presentación salmantina del libro mis amigos los poetas Máximo Hernández que había prologado los poemas con su conocimiento profundo de mi obra y su elegante estilo para respetar los rincones oscuros que ofrecían algunos poemas alumbrándolos con una suavidad delicada, y Tomás Sánchez que había mediado con La Diputación salmantina la gestión del libro desde su origen como proyecto y luego habría de hacerlo en su faceta de crítico relacionado con otros críticos. Gracias a ellos volvía a estar en contacto con la poesía y con la palabra y eso me obligaba a recuperar una parte de mi existencia que había quedado relegada, si no anulada por la enfermedad. Recomponía en aquellos poemas un yo antiguo en un proceso  de arqueología personal benéfico porque me reunía con mi propio yo, desinteresado de sí por la estancia en el hospital y lo demás. Mi yo era nuevo, tanto que los poemas por mí escritos regresaban con la realidad en que surgieron y recomponían el puzzle de mi existencia. Del Ángel previo a la enfermedad al Ángel último mediaba un abismo. Aquel era el resultado de la ansiedad que había ido creciendo como un tumor agresivo y maligno desde que cumplí los cuarenta y me sentí en la cumbre de una montaña desde donde, como un Sísifo cargado, había de precipitarme inexorablemente hacia la vejez y la muerte finalmente. Eso me había llevado a escribir dos libros, Cuaderno de otoño y Blanda le sea. En el primero el paisaje del Duero me devolvía en mi madurez la identificación con la naturaleza que había acompañado mi infancia; en el segundo, pretendía llevar a cabo un ejercicio de aprendizaje de la muerte, desde un punto de vista individual, pero también social, histórico, literario, político y religioso, utilizando como portavoces de mi mismo personajes históricos o literarios. Era una tarea aquella que solo me llevó a la desazón, a la angustia turbadora que precedió a mi enfermedad, como en una caída libre que aterrizaba en la quietud, no en la enajenación.

Desde la euforia de los primeros corticoides y a pesar del velo que se cernía sobre las causas de mi enfermedad, se me hizo preciso recuperar mi existencia, recomponerla, aunque nunca ya sería lo mismo, de sobra lo sabía. Estaba en la vertiente oculta de la vida, esa ladera plagada de lagunas o recuerdos jamás verificados, quizá inverificables. Y había alboreado de un modo inconfundible el cielo de la muerte, aunque el sol era el mismo de antes, quizá más luminoso, quizá más esperanzado, paradójicamente, en la vida misma que ya sería otra, que debía vivirse con mucho más cariño, respondiendo a la dosis recibida del mejor tratamiento empírico del que  un hombre puede ser objeto: el  amor de los próximos, versión palpable, oíble, admirable de los prójimos.

El día que presenté mi antología salmantina, zamorana, lanzaroteña tuve conmigo tantísima amistad, tanto cariño y tanto amor, que habían brotado de la expropiación (incluso de mí mismo) de aquellos poemas que hacían natural su título: Perdulario. La magia de un poema es que nunca se sabe qué fue verdad en él, que fue deseo en él. Ya todo va perdido.

Pero es la vida así, la nueva vida, con todo lo perdido de la vieja, palabra por palabra, ella, la nueva vida, se recobraba. No hay un final feliz, hay un nuevo comienzo. Veo salir el sol, supongo que llegará el ocaso, mejor atardecer. Que la noche no me coja recogiendo, a morir no se aprende, me lo dijo Alejandro de Macedonia a punto de morirse, junto al Éufrates,  en una carta que para mí no iba.  

 

 

 

           

 

 

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho Ángel. Espero poder leer pronto los siguientes capítulos.
    Un abrazo.

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