martes, 16 de febrero de 2016

La conducta inocente


LA CONDUCTA INOCENTE

( 1997-1998)

 

                           Para Carlos Pinto y  Delia Trujillo.

 

 

 

Abril

 

                  I

Si nombro abril, encuentro
césped verde, un estanque
pequeño con papiros
junto a las cinerarias perfumadas.
El jardín italiano
se vuelve tropical o nórdico
y alpino: ya el almendro
se retrasa indolente.
Blanquea el aire. ¿Dudo
todavía? Si nombro
abril, declaro primavera. Invento
ciruelos ya floridos,
un altar al amor
donde la tarde vieja

oscurece magnolios,

que tú y yo vimos juntos

cuando los días largos.

Olvidé en qué ciudad, pero no importa.

No nieva en el discurso,

mientras la voz se estanca y llueve abril



 


               II
No traiciono el guión,
porque cumple mi voz con la esperanza
escrita de antemano.
Se adueña del espacio la cadencia
de cristales en lluvia distraídos
y ordena los objetos el susurro
del agua en canalones codiciosos.
Luego alojan los charcos
los salones del mundo ya invertido
y se prestan a niños con catiuscas
para una ensoñación de mar absurdo
donde escribir naufragios.
¿Quién dispone ese espejo
en que miro las cosas,
si me veo velado y tan al fondo
que existo a duras penas?
Podría ser yo mismo y debérseme entero
este escenario olímpico,
 si me acostumbro a abril
y digo abril
y su humedad me cala,
tan solo porque dije descuidado
abril en el discurso;
y me quedé a la espera
con un sueño de lluvia entre los labios.



 


                   III

Pero si digo tiempo, me estremezco

en la nieve cuajada de los días.

Es la invasión del frío

y cierro los postigos y me escondo

al acecho de horas intangibles,

aterido de espanto, junto a un fuego

pobre que ni rescoldo guarda. Solo

como iceberg a la deriva. Solo

como la niebla de la noche. Solo

como un espanto. Entonces

me sitian los recuerdos. Derrotado

destruyo las defensas, los baluartes,

firmo la paz a costa de la vida.

Y luego me censuro y me suspendo.

Por fin abro una puerta. Un aire tibio

recorre las estancias. Cedo a la luz

que alojan suaves vientos

y me empujo a la calle distraído,

porque florece el aire.



 


                IV
¿Qué más sabiduría
espera el sabio tímido
sino acolchar su lecho con paladras?
El de los días lúcidos,
y el de los días agrios.
El de sábanas mansas
y el de noches dichosas.
El lecho receloso
de los domingos lentos
y ese de hielo firme
donde se rompe el alba.

La belleza del gesto
es una historia escrita hacia los ojos.
Mejor mirarla con la voz,  con ella
formularla en un reflejo
intangible, que la abra hacia el mundo,
cuando a todo se cierra.
Y navegando en ella para siempre
abandonarla luego
sin juicio ni esperanza.
Difícil al final
diferenciar el signo
del esplendor helado de las cosas.
Si susurro en el viento,
la brisa de la voz levanta arena
en el desierto fértil de los días.
Si bebo en los arroyos del silencio,
escucho la palabra que anuncia el corazón
al fondo de otros valles.
Si desisto de todo,
me oculto en las paredes de las sílabas
que en el cerebro sueñan
estancias imposibles.




 


              V
¿Quién como Dios
al tanto de la nada no se esconde,
avergonzado en duelo
entre las azaleas y las dalia
que fueron paraíso?
Si espera de la noche más silencio
y olvido, más miseria
que fórmula y discurso,
¿no hará crecer el pasto
sabrosamente verde
donde se vuelva ser?
Veo el mundo crecerse de la nada
tan solo porque invento
la voz que lo designa
y coincido con Dios en esa pesadumbre
de confusión helada.
Quiero acercar la noche y mi silencio
al brillo que amanece entre las cosas,
al resplandor que anuncia lo continuo.
Fijarme en ese punto
como noray de voces.



 



              VI
Y tomo té al jazmín junto a los tilos
que ocultan el paseo codiciosos
al final de la tarde. Persigo la razón
en las volutas del vapor fragante.
Entonces, apenas he descrito
el claroscuro inquieto de la brisa
en las hojas del ficus
y sobre tanta hierba circundante
la suave incertidumbre de las sombras,
me llega ese perfume
de la taza de china
y vuelve a ser el té
un gesto ardiente que se esparce
por esta tarde mía.
Allí mi corazón golpea el viento,
justo donde mi voz se acalla
y suena el mundo
que ella dejó creado para siempre.




 


              VII
Falta ya que suenen unos tangos
y sabré que soy solo un triste invento
de alguno que soñó una tarde de estío.
Solo falta que suenen ciertos tangos
para tener certeza de la trampa.
Si se presenta Swan del brazo de Marcel
y bebo ron Saint-James
y luego escribo a Carlos
una carta muy larga en que me quejo
de la vida y los hombres -lo merecen-,
¿definitivamente enloquecí
preso en la imagen?
Pero si poco a poco me cuelo en las palabras
de un discurso prestado, me conmueven
las luces de esas lámparas que brillan sobre el Arno
cuando salen sus caballos a la noche,
o creo divisar los crisantemos
en un soldado herido, por páginas calladas,
entonces quizá deba ultimar el equipaje.
Porque solo presiento lo que los otros viven
y me alejo de todos,
incluso de mí mismo,
con afán de vivir donde acaban las voces.
Y vago por el ser absurdo de la nada
inventada por otros en mi carne.




 


              VIII
Presiento que no estoy
donde me hallo.
¿qué encuentro junto a mí, sino discursos?
¿En qué me diferencio
del árbol o las lilas perfumadas,
del tedio solitario de los montes,
de las fuentes que riegan los barrancos?
Me nombro y nazco en voz.
La palabra me otorga
mi estancia entre los hombres.
Discurso soy tan sólo en voz prestada.
Me hace yo mi palabra
donde crecía abril.
Dios hacedor del tiempo
en ella se eterniza,
como canción de fuente
o vientos de profeta.

             



 


              IX
Pero ¿cómo saber
si importa no saber?
¿si la palabra nombra
y es solo voz la creación del mundo?
La ignorancia no sabe,
tan solo permanece y halla cosas.
¿Arrastra una existencia
turbia y desapacible
o es beata y dulce?
La ignorancia no escucha,
ni encuentra diferencia
entre la rosa viva,
y esta pasión que tanto me perturba
al nombrarla en el verso.
No profiere la rosa.
Ni el color del amor entre los pétalos
ni el rastro de perfuma que abandona
en el seno que aquel poeta amaba.
La ignorancia prefiere la certeza.
Ignora el exterminio.
Se cobra su silencio en otras voces
más vivas y más plácidas
y, quizá, mucho menos amorosas.
La tibieza de un mayo perfumada
no crea el ruiseñor,
aunque con ella cumplen
sus tinos en la acacia.

 


 

            X

¡Tanta  desilusión me acoge cada tarde

cuando dice el reloj

su tiempo de rincones!

Y miro a la ventana y nadie viene

a alumbrar el silencio
con la voz de los días.

Y entro en el gabinete:

armario de caoba, pequeños veladores

con lámparas de lágrima

 luces que acarician

Con su firmeza eléctrica

Unrostro que se busca

Frente a la luna biselada y fiel.

El peine de carey, la brocha de tejón,

Y el cepillo de púas

De jabalí para cobrar un lustre

Suave en el cabello.

En la última gaveta

Guardaba sus pistolas Villiers de L´Ilsle-Adam

Y un frasco de Loewe

Dejó manchado Stoker con un rastro de sangre,

Un martes de fingido carnaval.





           

XI

Me miro y no soy yo,

quizá corro el peligro de no reconocerme

a fuerza de inventarme.

Y, sin embargo, alcanzo las palabras

sobre los anaqueles del armario

y me filtro en los nombres

como humedad dañina, donde bebe

quien nunca escuchará este rumor ciego.


El espejo

 

            I

Explícale al espejo

por qué su luna es muda

y cuanto allí se cuela

no deja rastro en voz, tan solo en gesto.

Explícale lo cóncavo de todo este declive

donde almacenas horas,

donde quizá si llueve,

no humedecen los charcos tus zapatos.

¡A ver si así consigues que comprenda

la refracción de un mundo

que traiciona su imagen

al proyectar la voz!

Repítele despacio, si no entiende,

-dudo que alcance a oírte-

que tus ojos miraron y no vieron

en tal profundidad y en tanto brillo

los míos inclinados

al miedo y servidumbre.

 


 

            II

Insiste, si es preciso,

aunque lances palabras

a la quietud errática

del agua en el remanso

donde entrenan los ríos la mirada;

y no vuelvan jamás.

Al fin y al cabo ahora

ya estamos los dos solos

en esta voz fingida:

Aquí no hay simulacro

 ni caben maniobras de despiste.

Hablemos de hombre a hombre

sin esperar respuestas del azogue.

Ante el reflejo limpio,

la sed insobornable de brisas amorosas

destruye las imágenes.

 


 

            III

Que no vuelvan jamás

donde ese espejo

lleva azogue de tiempo sostenido

y las ondas acuáticas celebran el encuentro

del objeto lanzado a la quietud.

¡Ay, porvenir amargo

de la palabra dicha hacia el silencio,

o al viento en algazara!

¡Ay, dolor de la brisa

que nunca acaricia la piel que la sintiera!

Sobre esa superficie ya no cumple

el resplandor sus horas ni su dicha.

En las quebradas horas de la plata que fluye,

si hubo luna, fragmentos de su ser ya sol quedan.

Si el sol ancló su luz,

ni siquiera rubíes en las ondas; apenas la negrura

de un firmamento hueco.

¡Que no vuelvan jamás

todas esas palabras que sonaron!

Que no vuelvan jamás,

porque son sólo ecos.

 


 

            IV

O que regresen siempre,

si fueron los deseos como esa flor de luna

que ofrece sus láminas de vidrio…

¡Cuánta trampa en la luz

que no vive de un astro,

de alguna incandescencia muy remota!

Ese rayo que alumbra

Los rasgos invertidos

¿de qué estrella proviene?

¡Cómo a mí que estoy fuera me ilumina?

¿Es que acaso la voz también regresa?

No sabremos de dónde.

De todos los espejos reunidos…

¿Dónde se cebarán los besos

que compartieron labios con esa voz fingida?

            V

¿Y la tersura de todo ese fluir

qué mirada hallará fiel al fulgor,

al reverbero dócil?

¿Qué encuentro buscará

oculto allá en lo hondo

capturado aquí mismo

en la plana expresión de los espejos?

Entreguemos la piedra a ese mercurio

y a la luz y sus ondas las palabras,

que no vuelven jamás.

Guardemos por los fondos de toda esta desdicha

el ansia de un regreso.


 

            VI

Puedes gritarlo ya

aquí junto a mi cuerpo,

donde el presente impone su moneda

ante el miedo de dentro y esas rocas heridas

tantas veces y en tanta soledad.

¡Esas rocas heridas

que otros llaman volcanes!

Te ruego que lo grites

al borde del presente.

Rocas de fuego oculto verás que nada oyen.

Rocas adormecidas de ansias dominadas,

nada oyen, de veras.

A veces me reitero que son rocas

y me llego a mentir.

Donde la piedra muerta

recuerda los albores

del mundo y sus cenizas,

ya no quedan sonidos.

Los que hoy llaman volcanes

son cementerios altos de otras rocas,

las que fueron de luz

y en ascuas se perdieron.

¡Que ya el agua los come

y el tiempo los desangra!

¿Escuchas su lamento?

Los que llamo volcanes ya no existen.

Guardan sus venas secas,

ocultan muy adentro su corazón vacío.

¿En qué reflejo hallar

su verdad fascinada?

Tan solo quedan rocas,

roquedales y viento solamente.

Te mentirás de nuevo, si las dices.


 

VII

O bien adviértele a las voces,

esas que riza el agua,

que la lava anuló los palmerales,

los del ayer te digo,

para espejar la luz de otras palmeras.

Otra forma de luz

en otro espejo… Tal vez en las palabras…

Díselo muy despacio. Hallarás las imágenes, ajenas,

esas que tú construyes con recuerdos.

Cuando el bisel traiciones las figuras

o repita sus líneas y crezcan más palmeras

que nunca, ¡ya estarán dentro de mí,

Justo en el borde donde tus ojos ven!

Y a eso llamas voz:

¡La evanescencia turbia que declara!

¡Qué espejo prodigioso!

¡Qué roca tan vacía

cayendo al agua en ondas!

¿Qué orilla lamerá su flor de espuma?


 

VIII

Al corazón sombrío nada digas.

Nada digas después.

Díselo a los espejos,

O a las nubes

 


 

            IX

Aún buscas la verdad

donde impone su trampa lo de fuera.

No aprendes con la brisa

¡cómo vibra el espejo si se rompe!

Este de aquí del agua,

de la tarde tranquila,

del refugio de fresnos y carrizos,

míralo deshacerse en esa ondulación

que impone el viento.

Los árboles reclaman con la niebla

un rastro triste en el otoño dulce,

cuando a la muerte ceden

tanto color subido, tanto ocre,

tanta luz de amarillos y rojos estragados.

Cuando invade el invierno…

¡Azogue de esperanza!

Proclama aquí tu abril

y espera

a ver si ocurre.

¿Qué espejo te devuelve la figura?

¿Dónde las golondrinas? Las que vuelen

se alojarán en ti y en ti hablará su tiempo.

Pero aún no es abril ni quedan golondrinas.

ni me sirven las voces

ni veo en los espejos desvaídos.

¿Qué son las golondrinas, los árboles, las hojas?

¿El cálamo insistente del poeta?

¿El rastro de la muerte

o el aire aquel que fue de primavera?

 


 

X

Todas esas hormigas laboriosas

que duermen en invierno ¿dónde quedan

después, cuando tú no proclamas

la furia de tu abril, enceguecido?

Pregúntale al espejo

si en ese acontecer ordena tu mirada

el crecimiento de las hojas.

Que conteste el espejo.

¿Y el corazón qué piensa

de su latir tedioso?

Vuelve a nombrar abril

y lleguen golondrinas que no existen.

Acudan a este espejo

y tráiganme la calma de lo que siempre vuelve.

 


 

XI

¡De tu conciencia huyo,

de ese azogue perplejo que me mira!

Este huir cavilando hacia los bordes

donde ya nada existe,

sino la sorda ausencia, no consuela.

La mudez del desierto

me deja una tristeza, por fin, emancipada.

Cuantos viven en ti o en mí

conciencia son de cuanto crece y nombras,

de aquello que perece,

cuando el olvido niegas

al decir todavía

la podredumbre mansa de las hojas

en este otoño largo

de óxidos y tretas.

También cuantos vivieron en ti

recobrarán la luz

sin su cuerpo fingido.

¡Qué promesa!

 


 

XII

Al menos ser conciencia

de ser donde se citen

el viento solitario

y aquella claridad de los espejos.

Toda consolación es imposible.

Mira hacia aquel recodo

donde el río remansa la corriente;

allí se mira otro y su figura

queda en el agua presa,

mientas mira.

Mas esta ya no huele

la fragante alegría de las flores.

Es una sombra sorda y nada siente.

Ni siquiera se deja llevar a su destino

por la fuerza del agua.

Seguramente ignora

que abril vive muy cerca,

pero no sabe hablar y está perdida.

 

 


 

XIII

Ahora mira a su dueño,

Parado en el ribazo

Y grítale que abril…,

Que llega abril, aunque tú no lo nombres,

Que te quedaste fuera de las cosas

A fuerza de nombrarlas.

Y un abismo y un ansia

Me cierran la garganta

Y sólo escucho ecos,

Los ecos mortecinos

Que me lanza el espejo.

No obstante, confuso y  ya muy débil

Me entrego a esta ilusión que no consuela,

En el sonido dulce,

En el perfume largo de todo cuanto vive

Y me construyo un barco de acero tan brillante

Que al navegar los mares de bolina

Se torne azul y espuma por las bandas,

Gaviota y tempestad,

Espejo todo.

 


 

Figura en el espejo

 

            I

¿Dónde podré la flor, digo, la trampa?

Porque sé que hay secretos bien guardados

y noticias que mienten cuando conviene a todos.

 

Ya crecieron las tímidas praderas

de este abril prodigioso. Tanta lluvia

caída en tanto sueño

ha regado la tierra y ha surgido

una pelusa fina, como el bozo temprano

en el labio del joven.

 

Con la lluvia ha quedado una humedad funesta

entre la ropa antigua y me he sentido triste.

Entonces he llenado de figuras

todo este espejo roto.

Presiento una mentira en cada labio,

en los ojos que ocultan,

pero acompañan tanto…

Luego he elegido una, la más bella figura

de toda nuestra escena

y le he otorgado un nombre que ambiciona infinito

como las almas solas de los poetas nobles.

He decidido darle el nombre del amor

y he guardado el secreto para sufrir por algo

ajeno de mí mismo y con ese dolor

matar el otro oscuro.

 


 

II

Sé positivamente que todo es inventado,

no obstante, me parece

que el agua está templada en el remanso

y apetece nadar y me desnudo.

Entro en el agua tibia.

Apenas unas ondas me hacen centro de espejo,

estiro ya los brazos avanzando seguro.

 

¿Quién que llegó hasta aquí

no se envolvió en el agua,

si hizo presa en el cuerpo el río y su corriente?

¡Qué ojos prodigiosos!

En tanta turbación, tanto consuelo.

¡Qué cabello en floración de brisas!

¡Qué labios tan callados!

 

Podríamos negar

y esconder el espejo, pero entonces

qué testigo diría que invento mi locura,

qué voz confirmaría el sentimiento mudo.

Debo elegir limones o naranjas,

debo escoger o lirios o claveles,

debo ponerme verde de tristeza

frente al pozo sombrío donde brilla la luna.

 

Y ahora llega aprender

“la voz a ti debida”

y construir un túnel de nardos y de rosas

y  morirme de pena,

pero pena de amor hecha de vidrio.


 

 

De los arces

 

Ahora me doy cuenta de los arces y acacias del paseo:

sé bien que son robinias y no acacias.

Con sus foliolos dóciles

creábamos las crestas de los gallos

en juegos infantiles.

Por supuesto ignorábamos

que aquel perfume dulce de sus pámpanos

ocultaba veneno.

Nosotros los comíamos.

Nadie nunca sintió náuseas por eso

ni por desconocer su nombre exacto.

 

Bajo estos arces nuevos de hoja transparente

en pura primavera y las verdes robinias

de almibarado péndulo,

encendimos los ojos siendo niños,

con arrebol feliz

al dormirse la tarde.

 

Los juegos de la infancia ya no están

bajo su sombra amiga

ni yo estaré mirando cómo juegan

sus juegos de la infancia

otros que sean ser, cuando no sea

mi voz sino espejismo:

esperanza de un eco en voz ajena,

falsa imagen de luz en otros ojos.

 

No puede nombrar uno sus dioses a capricho,

decir unas palabras y aceptar el favor

de tanto desamparo como ofrece

el arce cuya sombra me retiene

mientras dura la luz de primavera.

 

Acaso todavía en el otoño disfrute de sus hojas

Y lance molinillos contra el viento

En un sueño de niño ya extinguido.

¡Qué inviernos amenazan!

O acaso en el otoño

no quede más que cieno de tanta lluvia triste

allí donde las hojas crujían con escándalo

bajo los pies amados.

 

¿Debo entonces, preguntar por el arce?

¿Recurrir a mis ojos,

aunque solo me ofrezcan desamparo?

¿A la memoria débil?

Cuando mi piel cedía a tanta luz,

el arce se colaba en mi retina y también las acacias aunque fueran muy falsas en su nombre.

En aquel hueco oscuro crecía el mundo todo. ¡El arce que fue árbol en la caricia limpia del sol contra mi córnea! El árbol vegetal en reflejo invertido quedó anclado en mi vida: percibí como juicios sus molinillos ágiles, sus hojas transparentes de pura primavera y así sentí su fronda moviéndose en la brisa, como viví, ya seca su hojarasca de brumas, la fuerza sostenida de sus viejos retoños. ¡Qué tiempo el de los ares y las viejas robinias! No puedo sugerirme  otro mundo más firme que el de la luz clavada en mi cajita oscura. Sin embargo, construyo la memoria, acudo a estos espejos donde el hombre se encuentra con otra luz distinta.

Más turbias las imágenes parecen. Son simulacros mudos, sin remedio quebrándose en el tiempo. ¿A quién quiero legar todo este vidrio?

Voy estando tan solo aquí, junto a estos arces, que inventaría a Dios a toda costa, un dios acogedor que hiciera nido, aunque viera en espejo su figura de espanto y el fuego de esa zarza me fundiera. ¡Qué tímido consuelo anidar ruiseñores para otro abril más puro.                             


 

 

Epistolio


 EPISTOLIO*

(1994)

 

 

 

 

 

 

 

Félix Hormiga, editor del primer Epistolio de tres poemas con un grabado de Rufina Santana, lo utilizó para sustituir el término epistolario.

 El carácter poco protocolario de estas cartas me indujo a preferir yo también ese vocablo.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son todos los efectos  que padezco

un solo afecto igual siempre a sí mismo

con que siempre asimismo permanezco.

            JUAN DE TASSIS


 

A MARIA LUISA, APODADA FAMILIARMENTE NINÍ

 

            No he callado tu nombre y, sin embargo,

en Nueva York ignoran que existimos.

Nosotros, claro está, nos hallamos ajenos

también a muchas cosas:

al chico que conduce el taxi treinta y siete

en las calles de Abidjam, por ejemplo.

No somos triunfadores:

pagamos a crédito la casa,

los plazos de un volkswagen sin ahogos

y confortablemente disponemos la danza inexcusable

con un ajuar muy pobre, de abalorios.

Por la tele no dan nuestros secretos

ni alardea la prensa de habernos capturado

en un paso de apuro licencioso.

Andamos como muchos. Nos conocen

los amigos a quienes conocemos.

Tampoco en Nueva York saben que existen.

Aquel botones rubio con aire de chicano

ha olvidado que Rosa perdió el avión con llanto

cuando fue de turismo.

Desde luego que Rosa desconoce también al inquilino

del número dos, cuarto derecha, de la Wilhem Strasse de

Friburgo

y el dolorcillo ácido que mina su costado.

Nuestros pobres amigos andan como nosotros.

Hay artistas entre ellos de quien nadie comenta

si pintan o almidonan lienzo prefabricado.

También tienen amigos que cenan la tortilla cabalmente.

Alguno a Nicaragua fue a redimir la culpa

de un mundo que le pesa

y allá habrá hecho amigos, de quienes no sabemos

el nombre, el apellido ni si viven felices

en una casa rosa.

Quizás en Nueva York, de paso y fatalmente,

haya salido alguno apenas un momento

en un canal de tele de gran definición.

Hay quien frecuenta, entre ellos, a la gente que cena en

            las revistas,

pero estoy bien seguro de que Lu-shi, aquel tendero

que nos vendió en Tien-tsin una cajita

de laca con anémonas rojas dibujadas,

vive ajeno a esa corte que frecuenta Marbella.


A UN AMIGO NARRÁNDOLE UNA VISITA A VENECIA

 

            Una turba asfixiada asaltamos Venecia

un miércoles de agosto.

Todo era impresionante: los húmedos palacios,

las iglesias magníficas clavadas en la arena hace ya siglos,

el olorcillo pútrido de los bajos en ruina que sugería

historia

a toneladas, los canales…, verdosos.

Ante un esbelto puente que llaman de los Suspiros

intentamos hacernos una foto

a codazos, entre una multitud de japoneses

cargados con su cámara automática. Fue imposible.

Y en la famosa plaza tomada por palomas a las que por

mil liras

puedes alimentar inmortalmente, asistimos

cansados a una explicación bastante bizantina.

Mientras, el campanil tocaba las doce campanadas

y orquestas de violines se amparaban muy lánguidas

bajo los blancos toldos de las cafeterías.

La multitud por grupos seguía muy de cerca

paraguas bien visibles.

 

Es curiosa Venecia. Se hunde…

No es de extrañar; soporta el peso abrumador de tantos visitantes

adictos a la cajita oscura, a los sostenes vistos y a

pantalones

cortos, por descontado, al arte y a los besos.

Un gondolero viejo, socarrón y chistoso, con uniforme

a rayas,

nos ofreció su tiempo, tan áureo como breve,

mientras bruñía el charolado negro de su nave.

Había mercaderes a cientos con sus puestos, vendiendo

en marmolina a Michelangelo y ahítos de Murano

fabricado en Hong Kong seguramente,

y muchas baratijas de precios alarmantes;

otros más recoletos, hacinados en cuévanos lujosos,

ostentaban objetos antiguos y muy caros.

 

            Es curiosa Venecia… A poetas geniales

inspiró en otros tiempos

y aún en los cercanos sigue siendo aquel símbolo

obviamente romántico.

A Byron lo atestigua una placa de mármol

clavada en un palacio del Gran Canal magnífico.

Parejas italianas bastante mal vestidas,

las menos, desde luego,

atraviesan los puentes cogidas de la mano

y miran arrobadas el bello atardecer en La Laguna.

Otras, de Boston frío, homosexuales ellos,

eruditos en Pound muy fugazmente,

rellenan sus postales

en un café discreto de recoleta plaza;

seguramente escriben a sus otros amigos de Sidney,

San Francisco, incluso de Toronto.

 

            Es curiosa Venecia, ciudad de mercaderes

que hoy revenden la herencia de sus abuelos ricos,

ciudad venida a menos en su ciénaga propia.

La caca de paloma se almacena en San Marcos muy deprisa.

Seguramente pronto algún alcalde listo

la embarcará hacia Chile como abono.


 

 

CARTA PARA EL GENIO DEL ARPA

 

Cuánta nota dormía en sus cuerdas…

G.A. Bécquer

 

Si una vez, por la tarde, te detienes

a observar cómo el sol cae, apenas sostenido

por nubes aduaneras de la noche

y contigo el amor, la certidumbre

de los días, la paz o la nostalgia…

Si acaso te sorprende una gaviota

fluvial rasgando el fronterizo espejo

de ese río que olvida fácilmente

encerrado en añil a última hora

y el aire se te pone muy hermoso;

o si vienen bandadas de tordos en invierno

y escarban el sembrado entre bruma

y los ves tan callado que no aciertas

a escoger la palabra preferida,

mientras se van volando…

¿cómo sabré qué?

¿Cómo sabré que piensas

los alcohólicos viernes y los miércoles cómplices

junto a telediarios sobornados

o agobiando de “enter” y Piaget las horas muertas?

¿Cómo sabré qué sientes si bebes “ginger-ale”,

cuando hace frío o llueve lluvia ácida

y el vendedor de helados se ha marchado?

¿Cómo sabré que vives

después de una resaca torbellino

un jueves de tormenta o una noche de acoso?

 

No suplantan los gestos la voz clara.

Más humana se enreda en otras voces.

Y si no sé qué piensas, qué sientes y qué vives,

el silencio me embaucará con sueños de mí mismo

que no son de verdad ni son mentira,

fabricaré con química palabras

más o menos asépticas, hirviendo los fonemas en claves

ajustadas;

la soledad me robará la carne

y se me irá quedando el esqueleto

calizo sin el hombre, untado con palabras.

Porque yo he de saber que no estoy solo

ni en el hambre cruel del desaliento

ni en el hechizo lúcido de la luna dorada

ni en el salobre beso que se esconde en la duna,

que no soy solo yo quien pierde el tiempo

o quien lo gana

devanando las horas en palmeras

sin más explicación que la sangre sitiada.

No puede prosperar el pensamiento

en la pureza noble de los gestos;

en el estiércol, sí, de la palabra ajena

contaminado y pútrido, donde nace la propia.

 

Y más que nunca, ahora,

cuando la piel empieza a no adornarme,

cuando la noche muerde los tobillos

y ya no es un trajín, sino manta caliente,

inminencia o soborno;

ahora que los vasos no envenenan

con redes de coñac tejidas de deseos,

necesito de voces que me hablen,

necesito sabe, estar al tanto,

claudicar en los otros de mí mismo,

acusarme de prójimo para sentirme amado

oblicuamente, al menos;

nacer inmenso del otro y humanísimo.


 

CARTA PARA UN AMIGO DE LA INFANCIA

 

Al cabo de los años he sabido

que la infancia se dobla como un traje,

se guarda en un baúl alcanforado,

se airea en primavera

y poco a poco las ropas superpuestas,

las colchas olvidadas, los disfraces

la van dejando al fondo y en invierno

coge un tufo a humedad siniestro y triste.

 

Es todo natural y sin malicia.

Allá se van afectos y personas

que se hicieron muy grandes o pequeñas,

a las que amamos mucho y nos amaron.

De vez en cuando, luego, si no han muerto,

Volvemos a encontrarnos. Todos juntos

cenamos en memoria de otros tiempos,

acallando miserias adquiridas, ocultando los miedos,

camaradas de insomnios y trabajo,

con chistes ingeniosos y aporías,

con la vieja prudencia sonriente de estoicos o de curas.

Nos hicimos mayores una tarde

y sin saberlo a ciencia cierta dimos

con los huesos trabados en la torpe

y serena vileza de la excusa.

Nuestras voces que fueron confidencia

de amores juveniles, de deseo tapado,

de cartas abrasadas en pasiones vivísimas,

de ambiciones también,

se han tornado mustias y vulgares,

pasean con cuidado por lugares comunes

y prefieren  allar, estar en guardia.

 

Ya ves, querido amigo,

me pongo en el lugar que yo te pongo

y acepto el juego sucio de los tiempos.

No debo recordar. Hay otros intereses y renuncio

a revivir detalles que conmueven, a contrastar los rostros

que antaño conocíamos, por si acaso los amo

nuevamente.

he de pensar ahora en la cartera sin alma ni fortuna,

en el rostro azulado del príncipe Felipe,

en la letra del Golf que vence por noviembre,

en la tos de Javier, que es tan pequeño, en el mañana, sí,

en cómo hacer amigos que me sirvan, tejiendo promociones.

¡Los nuevos intereses! Han caído en desuso las palabras,

la emoción en desuso, los altares

aquellos donde la fe vivía.

La trampa del futuro fugitivo

Me embauca ya el pasado y lo pospone.

Ya ves, querido amigo, bien mayor soy ahora. Me han

            crecido

los lomos y el vientre no es escudo

sino redonda paz “bien abastada”

de un dorado pasar bien aburrido.

No puedo repudiarme, sin embargo.

Declaro que vivimos

y que el mundo era azul y descubríamos

la risa en las paredes, el cuerpo sin medida,

la avenida de chicas procelosa, el Trinaranjus frío.

Nuestra fue la pasión.

¿Nuestro es el día?

 

Si pudiéramos zurcir con aquel tiempo las redes del

            desánimo,

la constante y secreta labor de la polilla.

Si volviera a escocer en la emoción tan maltratada

la llaga de un destino sin retorno.


 

EPÍSTOLA GUARDADA PARA EL POETA MISMO

 

                                                “Huyó lo que era firme y solamente

                                                lo fugitivo permanece y dura.”

                                                           Francisco de Quevedo

 

Hace ya tiempo, amigo, cuando creció la niebla y

            guardabas invierno

junto a la mano helada con cromos y pelusas y epopeyas

            magníficas

que un profesor severo te narraba entre escarcha

y en tus ojos un río fabricado con álamos

tan tristes, tan desnudos, se iba hacia la mar desconocida,

no sabías que el destino era turbio y escamoso.

 

De la ciudad antigua mirabas la muralla vacía de vencejos

y la bruma horadando las cosas y sus nombres anclados.

Tanta realidad emancipada del sueño de los otros no era

            tuya,

si la emoción, siquiera. Sentías el estómago

izado como vela hacia un puerto remoto

y aunabas a secretos un “dulce lamentar” de versos tristes.

Has de reconocerlo, sin embargo, la emoción no era tuya.

Ignorabas aún que los días se agotan cansados de sí

            mismos

y sudan la nostalgia en una audaz carrera con misterios plagados

de músculos de Cristo fieramente desnudo

y el corto pantalón se descosía por el bajo zurcido

y a las diez era tarde, adverbio prematuro, pero no lo

            sabías.

Y es que nada sabías, porque no sabe el niño

que el tiempo es un tahúr de gesto estático y trampa

            meditada.

Pagabas la hipoteca de la infancia y no era tuyo el gusto

ni el dinero ni el jersey de las fiestas ni el rito de la misa

ni el peón ni los viernes

ni el camarada muerto en una guerra antigua ni el caralsol

            cantado

en los pasillos ocres de aquella escuela pública.

 

Hoy sabes ya que eres propietario y que pagas impuestos

y que a menudo votas a notables políticos

hastiados de sí mismos  con libertad sin tacha.

Has comprobado in situ, no en el abuelo muerto,

en tu rostro arrugado,

que un viernes y otro viernes, hasta que llega el último,

hacen la vida buena. Has capturado el tiempo. Lo sabes

            cabalmente

y el destino, pues eso…, se derrama, pero sigue en el vaso.

Incluso la emoción la consideras tuya, bien sujeta a

            palabras

convenidas por otros, pero en el orden, tuya.

Ahora ya lo sabes: el tabaco es dañino, la república

            redes

de asuntos comerciales, el mar

esa masa inocente de agua salitrosa

y el Zaire, aquel estado que fuera de los belgas.

La prensa se empecina en hacerte aprender más palabras

            que nunca

y haces tuya mucha realidad y participas

de un sueño colectivo que envilece y ofusca.

 

Te retiras los viernes más temprano

y el domingo hay un feroz hastío de las cosas

rozando cada mueble. Las lámparas se encienden cuando

            se va la tarde

y la noche insinúa su gesto avergonzada.

 

Hace ya tiempo, amigo, las semanas se escudan en los

días,

los días en las horas, las horas en los siglos.

La historia se disuelve como azúcar en el café cargado de

            las tardes.

Finalmente, un poco acobardado te atreves a decir

que el destino no existe, solo aquel río turbio

de peces escamosos sin más finalidad que el mar inmenso.

 


 

 EPÍSTOLA A LOS DEMIURGOS DE LA VIDA

 

Pero vida…, no cabe en un periódico

ni todos los periódicos del mundo

podrían alojar la vida en diez mil años.

Vive en la periferia de la letra,

en los ámbitos grises no creados,

en ese yo difuso que no puede ser yo,

en el hueco que deja lo que existe de pronto

o en esa mancha húmeda del nunca irreductible.

 

La vida no es noticia,

no es una anomalía cotidiana.

Por más espejos cóncavos , convexos

o pulcramente planos que le pongan,

no refleja su imagen en la luna

ese fantasma añoso e insaciable

que esconden los espacios biselados.

¡Si un reportero gráfico pudiera

robarle una instantánea a esa señora

o una agencia de prensa

lograra trasladar en fax tan velozmente

la sensación del viento en la piel de los niños,

el temor del acecho de la hoja que cruje

por los cautos caminos del deseo,

o la fugaz visión de un asceta en los astros!

Pueden con su despótico lenguaje

 

tacharme para siempre de afectado y fingido.

Tacharme…, ya lo han hecho, pero sigo a lo mío.

 

Los poetas románticos la persiguieron siempre

con aquella pasión premeditada

entre la niebla oscura

y solo capturaron retazos de sí mismos.

Sin duda, también yo fracaso en el intento:

no acierto a descubrir la voz ejecutiva.

Si existiera lenguaje solo-alma,

pero ya lo sabemos, la palabra es infiel

y libre, como el hombre.

Su sonido, ese cauce en crecida o estiaje.

 

La historia que se cuenta en los diarios

es almacén de datos y embelecos,

y no por la inocencia de los pinos

que teje los papeles.

La historia de la vida no es historia,

es soborno de insomnios y cansancio,

un más allá que llega en aventura

y en una escoba mágica te alcanza,

mientras tecleas letras de asuntos financieros

o te mueres de viejo rabiando como un niño.


 

CARTA A LOS POETAS

 

Han abierto la veda de las rosas,

esas flores que se ajan enseguida

y, dicen, son más bellas en otoño.

La rosa de verdad no es ejercicio

ni espléndida orea en campo abierto;

en el rosal silvestre ejerce de comadre

y atrae a las abejas por su polen divino.

Otro cultivo audaz nos la hermosea

¿En cuánto más el fraude o la añagaza

sufriremos ecuánimes?

¿Hay engaño en las hojas amarillas que desarma

            noviembre?

¿Y la reinserción primaveral en un vivero

no es más argucia de político astuto

que asunto de la savia?

Palabras son palabras solamente,

Aunque, a veces, la magia las recrea

al frotar sus latidos en la vida.

 

No conozco consejos ni fabrico proclamas:

Ando poco sobrado de voz y manifiestos. Además

¿quién escucha- decid- en la noche profunda

este viejo “tantán” de tiempo fugitivo?

 

Pero ¿puedo creer que esté tan solo,

Que no exista un oído entre lo oscuro?

¿Un tímpano que acepte la vibración humana?

Más tarde o más temprano, nacerá nuestra rosa,

muy pobre y muy vulgar y deslucida,

una rosa salvaje.

 

En estas horas turbias, mientras tanto,

particular jardín se ofrece el monte.

La era comunal donde veíamos,

dulzaina y charanguita,

bailar antaño al hombre

ha sido clausurada

y a la noche le embargan sus fantasmas

en un júbilo débil que engrilla las conciencias.

¿Qué nos queda a los topos sino el día,

ese día escondido de sol encapotado,

ese día de abejas que promete la rosa?

AL HOMBRE FELIZ

                                   (De paso, a Maribel Samperio)

 

            A quienquiera que ve feliz sus días en la tierra

y acepta el desamparo de esos otros

de ausencia inevitable,

si existe, si está ahí, si me está oyendo,

le remito estas líneas por si acaso

quiere darme respuesta por correo.

¿Hay fórmulas, amigo, de la dicha,

operaciones financieras

de rédito redondo en que percibas

sin servidumbre o sombra,

un dividendo en tiempo de esplendor en los ojos,

o estamos condenados al fracaso

de cero en el haber sin vuelta de hoja?

 

            De niño me leían una historia

en torno a cierto rey que enfermaba de hastío.

Visitado por sabios, sólo uno

recomendó el remedio verdadero.

“Has de vestir –le dijo- en carne propia

la camisa de un hombre que por feliz se tenga”.

Ni que decirse tiene que fue una empresa ardua

encontrar el prodigio, pero la tierra es grande

y tan poblada,

que, al fin, sus emisarios toparon con el hombre.

Lo encontraron desnudo

y apenas unas cañas componían su choza.

¿Qué fue del rey aquel? No nos lo dice el cuento.

Seguramente un túmulo acogió su tristeza

y  acalló para siempre toda desesperanza.

 

            Pero la vida sigue, sentenciamos,

y seguimos los hombres

redescubriendo siempre el borde de la dicha.

Algunos nos hablaron de renuncia,

de desahuciar la carne como a inquilino pobre

y amancebarla a solas con la muerte

desalojando al hombre del hombre que lo vive.

Incluso aseguraban que la vida

era trampa divina para templar los ánimos de acero.

Otro más cariñoso

nos prometía un  reino emancipado

donde un papá estupendo nos amaba

y era perfecto y tal… Y desvalido

completó su agonía en un madero.

 

            En este regresar continuo hacia la nada,

he podido escuchar la noche más hermosa

y mis ojos me asisten: desde dentro conocen, no limitan;

hacia fuera se dan con entusiasmo.

Avanzarán las horas en lenta retirada

y habré de refugiarme entre los verdes húmedos

del íntimo jardín

cuando decrezca el tiempo hacia la tarde.

Y entonces buenamente

llegue a entender, a solas, sin saldo ni consejo,

que era la dicha estar y no otra cosa.


AL POETA TOMÁS SÁNCHEZ

DESDE EL ACOGIMIENTO ATLÁNTICO

 

            Las ciudades, Tomás, y sobre todo aquellas

que envolvieron en niebla nuestra infancia,

dejan huellas recónditas incluso en quienes fueron

muy poco complacientes con su historia

y amaron vivir la carretera.

 

            En los ratos perdidos,

cuando se hace severo el peso de los días,

nos hallamos confusos y creemos

que nuestro yo borroso y polvoriento

sigue cercado allí,

entre sus muros tercos, sus conventos inhábiles,

las plazuelas nodrizas y los bares.

Y los besos que dimos

bajo las frondas frescas de estivales paseos,

arropados de abrazos ocultos y amorosos,

se allegan a nosotros y alumbran con nostalgia

la incertidumbre ardiente de la carne.

 

Sabemos que hace tiempo su puente quedó atrás:

los remolinos ávidos del río,

las sonoras azudas, las aceñas…

El cabañal antiguo, tantas torres

que dijeron adiós al día, sin torzal

ataron, sin embargo, la memoria.

 

Que había vecindario no es incierto pero dime

Quién nos espera, Tomás. ¿Quién nos espera,

Si han seguido las horas a las gentes

y los hombres acuden solícitos a sus obligaciones?

Con naturalidad nos nombra forasteros

Quien se topa en sus calles con el presente nuestro que

enajenó los ojos.

Respiramos marinos aires raros,

La comida diaria en nuestra mesa

Creció en campos insólitos

Y olemos a olores diferentes.

Por si esto fuera poco, los días nos añeja en otras

            latitudes

y los rostros heridos desmienten la costumbre.

 

            Nosotros, que no somos los mismos,

como nadie es igual a lo que era,

confiamos en gratas  bienvenidas; y al regreso sentimos

que el hueco que habitamos ya no existe.

La ciudad se defiende ante nuestra mudanza

y acuña en tal ausencia

una moneda nueva con efigie de olvido.

Allá en el Mato Grosso, el mundo de la gente,

ya lo sabes,

era la sola tribu y en ella se explicaba

y resumía el ser y su existencia.

En fin, ¿quién se interesa

por que el mundo no se acabe

donde no halla el remedio de sus horas?

Y, mira, bien pensado, nadie que viaje al Hades,

recibirá al regreso albricias de los vivos.

Para todos la vida es alfarera.

El mar gesta marinos marineros

y la ciudad encierra a ciudadanos.

 


 

EPÍSTOLA A ENRIQUE DESDE EL MÁS ACÁ

 

Los castaños sin niebla, diciembre, tan desnudos.

Han batido la puerta las horas en retirada.

 

Por La Cumbre han ahorcado las nubes camineras

la audaz geometría del azul infinito.

 

El pueblo escribe puntos en la calle y apartes de luz triste.

Están todos aquí, tú solo faltas.

 

En la rodada cuesta, sobre el silencio verde del camino,

ya no sabiendo si contigo, a la vida tan fiel menos ahora

o sin ti,

 

detrás vamos cabales. Como siempre,

también a tal cuestión firme respuesta hallaste tú

primero.

 

Se sometió el paisaje como una hurtada hembra.

No te extraña. Suavemente te acepta y nos desvela.

 

Tú, paisaje. Quizá nuestra vigilia requiera explicaciones.

Nos las vas a negar con tu reposo extraño.

 

La soledad te acusa muy bajito de este equilibrio roto.

En baza anticipada te jugaste a una carta esta

Contradicción de seguir vivos.

 

¿Con qué razón ahora y en qué orden

de amor clarividente se abrirán por tu carne las palabras?

 

Más tarde aprenderemos a negarnos sin trampa la

            tristeza

o acaso hasta la noche este nudo de muerte en el

estómago habremos de arrastrar sin armisticio.

 

Al socaire de luto, la nostalgia de ti bien aprendida

con dos camelias negras de bolero y tangos inservibles

 

recorrerá la noche de mostrador en mostrado.

Sin un tatuaje errante el asma portuaria será otro caso

clínico.

 

En clave bien urdida, sin embargo, la poética ruin

descangallada

y el tiempo ya tangente de la pasión estática te volverán al

canto.

 

¡No te extrañe el paisaje, ningún paisaje nunca!

Ni este que cubre ahora nuestro paso ni aquel tan

prodigioso de los mitos cantados. ¡Ni nosotros!

 

Tú mismo, ya raíz hincada en tierra,

Los pies hacia el oriente, el grande oriente aquel con que

            soñabas.


 

CARTA TRISTE PARA EL AMOR

 

Se consumía el día en abandono y alma,

y en tensiones la carne por hélices revuelta:

desde el alba hasta Venus

evidenciaba el cuerpo un orgullo de amo

y el duermevela en la piel salina

operaba universos de entusiasmo gimiente.

Asolaba el deseo tangencia cotidiana,

romería de mayo y alboroto,

lengua sedienta de una sed insaciable

Sobornada con besos, con la palabra, herida.

A los ojos ajenos acudían los ojos

Porque reafirmaban el rostro contemplado

y el mundo estaba allí y estaba todo.

Nos ahorramos entonces miserias y quincalla

para tardes más tibias de sauces y ceniza.

Gastábamos la herencia de la mañana hermosa

en sobresalto y ascua.

Mas con el tiempo dimos en el cuidado torpe

Y quisimos amarnos en forma de película, cuando ya nos

            amábamos;

con un gesto ensayado y voz premeditada

asfixiamos el aire que era puro y doliente.

Halló el amor su espada en la costumbre

y en el querer querer su descabello.

Endulzamos, no obstante, los ratos y las sombras

con un hogar tan cálido

que confortable se llenaba de objetos

bonitos y muy caros, para hacernos felices.

Y la complicidad diaria y tanta noche

y la cesión oblicua de los ojos que miran a otro lado

y el acre filamento de las horas, monocordes arañas ,

invadieron despacio como el sueño penetra

sin arancel ni tasa, un mercado en declive

saturado de género y nula liquidez para intercambios.

Así, la soledad eterna de los hombres

asumía en el par su negación forzada.

 

Y por fin arribamos a la tarde espesísima

de los sauces amargos;

aquí estamos ahora, tristes como un fracaso,

vendiendo de estraperlo cada día,

muy juntos, sí, en consorcio de paz y gris espera,

rechinando los dientes cuando aúllan los perros,

porque a la luz debemos ser felices

y buscando en la culpa del otro, por supuesto,

la justa y noble causa de tanta ruina propia.

Trabajamos muy duro en este juego

Y el tiempo deja en tablas la parida.

CARTA PARA EL JOVEN MARIO

 

Me prestaste tu vida ante un café cargado

para contar tu tiempo en mi palabra.

Trivial era el motivo: Te pedía

cierta universidad para el ingreso

tu historia relatada por escrito.

Fue pretexto tu petición de ayuda

que yo acepté encantado.

 

Nos vimos a hora diferente.

Daban las cuatro y media en punto, marzo,

de un jueves dieciocho.

En mi reloj la aguja era rutina,

almacén en derribo y usura de prudencia.

En tu muñeca el pulso

marcaba la ambición y el sueño de los días.

Yo contaba con muchas más palabras

para nombrar mi mundo dilatado.

Tú mirabas el mundo sin decirlo.

Envidié tu silencio y desprecié el lenguaje.

Vivíamos en hora diferente.

 

Daban las cuatro y media en punto

de un jueves dieciocho. Y era marzo.

Bebiste cocacola;

en ancestral café mojé los labios.

Sincronizar relojes no funciona.

Cada tiempo es un tiempo en la palabra,

como cada lugar distinta perspectiva.

 

Desde tanto pasado en el embargo

me seducía el alma

el cálido clamor de tu futuro.


 

CARTA PARA EL DISCÍPULO ÚNICO

 

Decían que ayer era aprender y yo dudaba.

Me puse a hablar con unos y con otros, ya puedes

            figurarte,

entre azumbres de vino y sahumerio:

soñaban las palabras, performaban las sílabas.

Embriagado el cerebro soñó la nada hermosa.

Yo en mi “guetto” dudaba.

Me mostraron sistemas infalibles, función y forma obvia

en espacio probado y un día Melibea

se arrojó por amor desde una torre sin forma y sin

función.

En suelo inmaterial la pasión derramada.

Entoces me contaron extrañas teorías

de gravedad y elípticas, pero yo me sentía

Melibea aplastada de amor contra las losas.

Ya puedes figurarte.

Recibí conferencias, homilías, discursos y latidos de

ausencia.

Me estaban enseñando a creer en el verbo,

continuamente hablaban. Me sentaron al fondo de la

clase.

 

Luego vino la práctica con que aprender la vida

y salimos al campo: para estudiar tejidos celulares

segábamos el heno brillante de rocío;

era tan fascinante ver la vida segada al microscopio.

Amputamos las patas de una hormiga, la pobre,

Para entender el tema de la articulación.

Segismundo soñaba que la vida era un sueño

y Abrahan en su ambición parecía execrable.

Me adiestraron también en la razón sin trabas,

en revancha acudía a Nietzsche, desmayado.

 

Y fui desconociéndome, ya puedes figurarte.

Aterrado de olvido, escribí dos poemas en un cuaderno

            roto.

Conversé con los muertos por Quevedo incitado en los

ratos perdidos.

Saqué sesgadamente alguna conclusión precipitada:

en su sabiduría, no daban la impresión de conocerse.

 

Me topé por entonces con un desconocido

que me miró al espejo, que me tentó la carne

y se sintió en mi cuerpo, pero no me conozco.

A veces por la noche le grito sofocado.

Un reloj da las cuatro y yo no está conmigo.

Si pregunto por yo, me describen a uno que coincide

            bastante con aquel del espejo,

pero sigo dudando. ¿Dónde está yo?, insisto.

¿Es posible que anclado en hidratos y lípidos?

Y ¿quién es yo?, cansado susurro en un oído

que escucha como propio.

¿Es que quizá no es nada ese tal que me oye?

 

Nos convocan a clase; el tiempo nos convoca.

Yo soy ayer en el olvido escrito y ahora debo oficiar en

turno de enseñante.

Es ese yo que habla desde ese yo ignorado.

Repite por un sueldo los sagrados principios

del orden, la retórica, la gramática práctica.

Explica los fonemas con aire de científico

y presume contigo, sin presumirme nunca,

de saber bien sabida la ignorancia de todos.

Entre tantas palabras que solo nos ubican

Con una forma absurda sin función señalada en espacio

            probable,

el tiempo me traiciona.

 

Te contaré un olvido que el ayer me sugiere,

 con voz impronunciable, en gran secreto escrita:

me interpreto a mí mismo con textos repetidos,

un papel tragicómico que me ha tocado en suerte,

que nadie se ha inventado y lo inventaron todos

a través de los siglos.

El hombre yo son ellos en el tiempo del loto.

Ya puedes figurarte el personaje,

qué locura.

 


 

CARTA DESCONSOLADA PARA CONSUELO DE SABIOS

 

Algunas tardes llegan las noches caudalosas,

Noches de terrorismo desbordado, noches en que traiciona

el hombre

al hombre que lo ocupa; y la carne se amustia y huele a

cieno.

Recordamos entones el descuidado tiempo en que

aprendimos

las burbujas de sol con que juegan las frondas

en las siestas tranquilas de principios  de otoño,

un azul moceril por febrero escarchado

y el trepidar de hierba en la ribera limpia que fuera nuestra

casa.

Hubiéramos tenido que estudiar en la escuela

La ruina de aquel crucificado y sacar conclusiones para

Nuestro

Provecho, si esto fuera posible.

Nos creímos, en cambio, unailusión solícita de redención

Divina

Sin pararnos a ver a un dios amortajado.

 

Algunas tardes llegan sin remedio

las noches caudalosas. Lo oscuro desbordado en la crecida

anega nuestra huerta, socaba los cimientos de la casa.

La carne se hace miedo y se enturbia el silencio tras la

puerta

con un ruido de pérdida absoluta, de pérdida infinita:

de pérdida de amor construido entre olmos, del amor que

fue amor

hermoso como un niño, mientras fuimos felices,

de la amistad, incluso de la muerte y su amenaza,

que, por decreto unívoco, nos declaraba vivos para un

cosmos.

La carne nos taladra la vida en esas noches y nos escupe

al rostro;

emponzoña los ríos del recuerdo, los lagos plateados

de la aurora

por los que anduvo un dios mirándose a los ojos.

El hombre hiere al hombre en un combate inútil en que

pierden

vencedor y vencido la razón de su triunfo.

 

Y ya no hay paz posible; solo queda la calma que barruntan

los campos de batalla

donde yacen perdidos para siempre los soldados ajenos al

desfile  laureado.

Candamos a esa hora los dientes, simulamos

una presencia del ánimo que huye y tragamos las lágrimas

fallidas,

que luego no podremos verter por nuestra causa con el

valor debido.

No admite compañía la derrota: soledad anticipa plena y

desarbolada.

A veces, con la tarde, llegan noches sin astros y sin luna,

son  noches de arrecifes, noches de callejones cegados por

basura.

Se nos echan encima, como un dolor de muelas. Son

indicios flagrantes

de una insigne victoria perdida de antemano.
 CARTA ÚLTIMA AL CANSADO LECTOR

 

            Mira cómo la luz tienta y condena

desde octubre a setiembre cada tarde,

cuando se ciñe pronta a horizontes sombríos

o retrasa su júbilo en verano.

Advierte su silencio corrosivo;

al alba apenas un fulgor o nieve ácida

y luego en pleno día abrasadora.

Es agresión y fraude en cada

pájaro, flor, humana boca,

pero solo es la luz, no significa.

Como el rostro de Dios quema la vida.

 

            Después mira la sombra cómo sube

y llena los rincones. Nada cabe.

Advierte su rumor de insomnio y hombre

que guardó en el mañana su destino.

 

            Contéstame y concluyo

-entre negras y blancas anda el juego

en el tablero limpio del día y de la noche-

en la partida, al fin,

¿qué ficha queda?