martes, 16 de febrero de 2016

La conducta inocente


LA CONDUCTA INOCENTE

( 1997-1998)

 

                           Para Carlos Pinto y  Delia Trujillo.

 

 

 

Abril

 

                  I

Si nombro abril, encuentro
césped verde, un estanque
pequeño con papiros
junto a las cinerarias perfumadas.
El jardín italiano
se vuelve tropical o nórdico
y alpino: ya el almendro
se retrasa indolente.
Blanquea el aire. ¿Dudo
todavía? Si nombro
abril, declaro primavera. Invento
ciruelos ya floridos,
un altar al amor
donde la tarde vieja

oscurece magnolios,

que tú y yo vimos juntos

cuando los días largos.

Olvidé en qué ciudad, pero no importa.

No nieva en el discurso,

mientras la voz se estanca y llueve abril



 


               II
No traiciono el guión,
porque cumple mi voz con la esperanza
escrita de antemano.
Se adueña del espacio la cadencia
de cristales en lluvia distraídos
y ordena los objetos el susurro
del agua en canalones codiciosos.
Luego alojan los charcos
los salones del mundo ya invertido
y se prestan a niños con catiuscas
para una ensoñación de mar absurdo
donde escribir naufragios.
¿Quién dispone ese espejo
en que miro las cosas,
si me veo velado y tan al fondo
que existo a duras penas?
Podría ser yo mismo y debérseme entero
este escenario olímpico,
 si me acostumbro a abril
y digo abril
y su humedad me cala,
tan solo porque dije descuidado
abril en el discurso;
y me quedé a la espera
con un sueño de lluvia entre los labios.



 


                   III

Pero si digo tiempo, me estremezco

en la nieve cuajada de los días.

Es la invasión del frío

y cierro los postigos y me escondo

al acecho de horas intangibles,

aterido de espanto, junto a un fuego

pobre que ni rescoldo guarda. Solo

como iceberg a la deriva. Solo

como la niebla de la noche. Solo

como un espanto. Entonces

me sitian los recuerdos. Derrotado

destruyo las defensas, los baluartes,

firmo la paz a costa de la vida.

Y luego me censuro y me suspendo.

Por fin abro una puerta. Un aire tibio

recorre las estancias. Cedo a la luz

que alojan suaves vientos

y me empujo a la calle distraído,

porque florece el aire.



 


                IV
¿Qué más sabiduría
espera el sabio tímido
sino acolchar su lecho con paladras?
El de los días lúcidos,
y el de los días agrios.
El de sábanas mansas
y el de noches dichosas.
El lecho receloso
de los domingos lentos
y ese de hielo firme
donde se rompe el alba.

La belleza del gesto
es una historia escrita hacia los ojos.
Mejor mirarla con la voz,  con ella
formularla en un reflejo
intangible, que la abra hacia el mundo,
cuando a todo se cierra.
Y navegando en ella para siempre
abandonarla luego
sin juicio ni esperanza.
Difícil al final
diferenciar el signo
del esplendor helado de las cosas.
Si susurro en el viento,
la brisa de la voz levanta arena
en el desierto fértil de los días.
Si bebo en los arroyos del silencio,
escucho la palabra que anuncia el corazón
al fondo de otros valles.
Si desisto de todo,
me oculto en las paredes de las sílabas
que en el cerebro sueñan
estancias imposibles.




 


              V
¿Quién como Dios
al tanto de la nada no se esconde,
avergonzado en duelo
entre las azaleas y las dalia
que fueron paraíso?
Si espera de la noche más silencio
y olvido, más miseria
que fórmula y discurso,
¿no hará crecer el pasto
sabrosamente verde
donde se vuelva ser?
Veo el mundo crecerse de la nada
tan solo porque invento
la voz que lo designa
y coincido con Dios en esa pesadumbre
de confusión helada.
Quiero acercar la noche y mi silencio
al brillo que amanece entre las cosas,
al resplandor que anuncia lo continuo.
Fijarme en ese punto
como noray de voces.



 



              VI
Y tomo té al jazmín junto a los tilos
que ocultan el paseo codiciosos
al final de la tarde. Persigo la razón
en las volutas del vapor fragante.
Entonces, apenas he descrito
el claroscuro inquieto de la brisa
en las hojas del ficus
y sobre tanta hierba circundante
la suave incertidumbre de las sombras,
me llega ese perfume
de la taza de china
y vuelve a ser el té
un gesto ardiente que se esparce
por esta tarde mía.
Allí mi corazón golpea el viento,
justo donde mi voz se acalla
y suena el mundo
que ella dejó creado para siempre.




 


              VII
Falta ya que suenen unos tangos
y sabré que soy solo un triste invento
de alguno que soñó una tarde de estío.
Solo falta que suenen ciertos tangos
para tener certeza de la trampa.
Si se presenta Swan del brazo de Marcel
y bebo ron Saint-James
y luego escribo a Carlos
una carta muy larga en que me quejo
de la vida y los hombres -lo merecen-,
¿definitivamente enloquecí
preso en la imagen?
Pero si poco a poco me cuelo en las palabras
de un discurso prestado, me conmueven
las luces de esas lámparas que brillan sobre el Arno
cuando salen sus caballos a la noche,
o creo divisar los crisantemos
en un soldado herido, por páginas calladas,
entonces quizá deba ultimar el equipaje.
Porque solo presiento lo que los otros viven
y me alejo de todos,
incluso de mí mismo,
con afán de vivir donde acaban las voces.
Y vago por el ser absurdo de la nada
inventada por otros en mi carne.




 


              VIII
Presiento que no estoy
donde me hallo.
¿qué encuentro junto a mí, sino discursos?
¿En qué me diferencio
del árbol o las lilas perfumadas,
del tedio solitario de los montes,
de las fuentes que riegan los barrancos?
Me nombro y nazco en voz.
La palabra me otorga
mi estancia entre los hombres.
Discurso soy tan sólo en voz prestada.
Me hace yo mi palabra
donde crecía abril.
Dios hacedor del tiempo
en ella se eterniza,
como canción de fuente
o vientos de profeta.

             



 


              IX
Pero ¿cómo saber
si importa no saber?
¿si la palabra nombra
y es solo voz la creación del mundo?
La ignorancia no sabe,
tan solo permanece y halla cosas.
¿Arrastra una existencia
turbia y desapacible
o es beata y dulce?
La ignorancia no escucha,
ni encuentra diferencia
entre la rosa viva,
y esta pasión que tanto me perturba
al nombrarla en el verso.
No profiere la rosa.
Ni el color del amor entre los pétalos
ni el rastro de perfuma que abandona
en el seno que aquel poeta amaba.
La ignorancia prefiere la certeza.
Ignora el exterminio.
Se cobra su silencio en otras voces
más vivas y más plácidas
y, quizá, mucho menos amorosas.
La tibieza de un mayo perfumada
no crea el ruiseñor,
aunque con ella cumplen
sus tinos en la acacia.

 


 

            X

¡Tanta  desilusión me acoge cada tarde

cuando dice el reloj

su tiempo de rincones!

Y miro a la ventana y nadie viene

a alumbrar el silencio
con la voz de los días.

Y entro en el gabinete:

armario de caoba, pequeños veladores

con lámparas de lágrima

 luces que acarician

Con su firmeza eléctrica

Unrostro que se busca

Frente a la luna biselada y fiel.

El peine de carey, la brocha de tejón,

Y el cepillo de púas

De jabalí para cobrar un lustre

Suave en el cabello.

En la última gaveta

Guardaba sus pistolas Villiers de L´Ilsle-Adam

Y un frasco de Loewe

Dejó manchado Stoker con un rastro de sangre,

Un martes de fingido carnaval.





           

XI

Me miro y no soy yo,

quizá corro el peligro de no reconocerme

a fuerza de inventarme.

Y, sin embargo, alcanzo las palabras

sobre los anaqueles del armario

y me filtro en los nombres

como humedad dañina, donde bebe

quien nunca escuchará este rumor ciego.


El espejo

 

            I

Explícale al espejo

por qué su luna es muda

y cuanto allí se cuela

no deja rastro en voz, tan solo en gesto.

Explícale lo cóncavo de todo este declive

donde almacenas horas,

donde quizá si llueve,

no humedecen los charcos tus zapatos.

¡A ver si así consigues que comprenda

la refracción de un mundo

que traiciona su imagen

al proyectar la voz!

Repítele despacio, si no entiende,

-dudo que alcance a oírte-

que tus ojos miraron y no vieron

en tal profundidad y en tanto brillo

los míos inclinados

al miedo y servidumbre.

 


 

            II

Insiste, si es preciso,

aunque lances palabras

a la quietud errática

del agua en el remanso

donde entrenan los ríos la mirada;

y no vuelvan jamás.

Al fin y al cabo ahora

ya estamos los dos solos

en esta voz fingida:

Aquí no hay simulacro

 ni caben maniobras de despiste.

Hablemos de hombre a hombre

sin esperar respuestas del azogue.

Ante el reflejo limpio,

la sed insobornable de brisas amorosas

destruye las imágenes.

 


 

            III

Que no vuelvan jamás

donde ese espejo

lleva azogue de tiempo sostenido

y las ondas acuáticas celebran el encuentro

del objeto lanzado a la quietud.

¡Ay, porvenir amargo

de la palabra dicha hacia el silencio,

o al viento en algazara!

¡Ay, dolor de la brisa

que nunca acaricia la piel que la sintiera!

Sobre esa superficie ya no cumple

el resplandor sus horas ni su dicha.

En las quebradas horas de la plata que fluye,

si hubo luna, fragmentos de su ser ya sol quedan.

Si el sol ancló su luz,

ni siquiera rubíes en las ondas; apenas la negrura

de un firmamento hueco.

¡Que no vuelvan jamás

todas esas palabras que sonaron!

Que no vuelvan jamás,

porque son sólo ecos.

 


 

            IV

O que regresen siempre,

si fueron los deseos como esa flor de luna

que ofrece sus láminas de vidrio…

¡Cuánta trampa en la luz

que no vive de un astro,

de alguna incandescencia muy remota!

Ese rayo que alumbra

Los rasgos invertidos

¿de qué estrella proviene?

¡Cómo a mí que estoy fuera me ilumina?

¿Es que acaso la voz también regresa?

No sabremos de dónde.

De todos los espejos reunidos…

¿Dónde se cebarán los besos

que compartieron labios con esa voz fingida?

            V

¿Y la tersura de todo ese fluir

qué mirada hallará fiel al fulgor,

al reverbero dócil?

¿Qué encuentro buscará

oculto allá en lo hondo

capturado aquí mismo

en la plana expresión de los espejos?

Entreguemos la piedra a ese mercurio

y a la luz y sus ondas las palabras,

que no vuelven jamás.

Guardemos por los fondos de toda esta desdicha

el ansia de un regreso.


 

            VI

Puedes gritarlo ya

aquí junto a mi cuerpo,

donde el presente impone su moneda

ante el miedo de dentro y esas rocas heridas

tantas veces y en tanta soledad.

¡Esas rocas heridas

que otros llaman volcanes!

Te ruego que lo grites

al borde del presente.

Rocas de fuego oculto verás que nada oyen.

Rocas adormecidas de ansias dominadas,

nada oyen, de veras.

A veces me reitero que son rocas

y me llego a mentir.

Donde la piedra muerta

recuerda los albores

del mundo y sus cenizas,

ya no quedan sonidos.

Los que hoy llaman volcanes

son cementerios altos de otras rocas,

las que fueron de luz

y en ascuas se perdieron.

¡Que ya el agua los come

y el tiempo los desangra!

¿Escuchas su lamento?

Los que llamo volcanes ya no existen.

Guardan sus venas secas,

ocultan muy adentro su corazón vacío.

¿En qué reflejo hallar

su verdad fascinada?

Tan solo quedan rocas,

roquedales y viento solamente.

Te mentirás de nuevo, si las dices.


 

VII

O bien adviértele a las voces,

esas que riza el agua,

que la lava anuló los palmerales,

los del ayer te digo,

para espejar la luz de otras palmeras.

Otra forma de luz

en otro espejo… Tal vez en las palabras…

Díselo muy despacio. Hallarás las imágenes, ajenas,

esas que tú construyes con recuerdos.

Cuando el bisel traiciones las figuras

o repita sus líneas y crezcan más palmeras

que nunca, ¡ya estarán dentro de mí,

Justo en el borde donde tus ojos ven!

Y a eso llamas voz:

¡La evanescencia turbia que declara!

¡Qué espejo prodigioso!

¡Qué roca tan vacía

cayendo al agua en ondas!

¿Qué orilla lamerá su flor de espuma?


 

VIII

Al corazón sombrío nada digas.

Nada digas después.

Díselo a los espejos,

O a las nubes

 


 

            IX

Aún buscas la verdad

donde impone su trampa lo de fuera.

No aprendes con la brisa

¡cómo vibra el espejo si se rompe!

Este de aquí del agua,

de la tarde tranquila,

del refugio de fresnos y carrizos,

míralo deshacerse en esa ondulación

que impone el viento.

Los árboles reclaman con la niebla

un rastro triste en el otoño dulce,

cuando a la muerte ceden

tanto color subido, tanto ocre,

tanta luz de amarillos y rojos estragados.

Cuando invade el invierno…

¡Azogue de esperanza!

Proclama aquí tu abril

y espera

a ver si ocurre.

¿Qué espejo te devuelve la figura?

¿Dónde las golondrinas? Las que vuelen

se alojarán en ti y en ti hablará su tiempo.

Pero aún no es abril ni quedan golondrinas.

ni me sirven las voces

ni veo en los espejos desvaídos.

¿Qué son las golondrinas, los árboles, las hojas?

¿El cálamo insistente del poeta?

¿El rastro de la muerte

o el aire aquel que fue de primavera?

 


 

X

Todas esas hormigas laboriosas

que duermen en invierno ¿dónde quedan

después, cuando tú no proclamas

la furia de tu abril, enceguecido?

Pregúntale al espejo

si en ese acontecer ordena tu mirada

el crecimiento de las hojas.

Que conteste el espejo.

¿Y el corazón qué piensa

de su latir tedioso?

Vuelve a nombrar abril

y lleguen golondrinas que no existen.

Acudan a este espejo

y tráiganme la calma de lo que siempre vuelve.

 


 

XI

¡De tu conciencia huyo,

de ese azogue perplejo que me mira!

Este huir cavilando hacia los bordes

donde ya nada existe,

sino la sorda ausencia, no consuela.

La mudez del desierto

me deja una tristeza, por fin, emancipada.

Cuantos viven en ti o en mí

conciencia son de cuanto crece y nombras,

de aquello que perece,

cuando el olvido niegas

al decir todavía

la podredumbre mansa de las hojas

en este otoño largo

de óxidos y tretas.

También cuantos vivieron en ti

recobrarán la luz

sin su cuerpo fingido.

¡Qué promesa!

 


 

XII

Al menos ser conciencia

de ser donde se citen

el viento solitario

y aquella claridad de los espejos.

Toda consolación es imposible.

Mira hacia aquel recodo

donde el río remansa la corriente;

allí se mira otro y su figura

queda en el agua presa,

mientas mira.

Mas esta ya no huele

la fragante alegría de las flores.

Es una sombra sorda y nada siente.

Ni siquiera se deja llevar a su destino

por la fuerza del agua.

Seguramente ignora

que abril vive muy cerca,

pero no sabe hablar y está perdida.

 

 


 

XIII

Ahora mira a su dueño,

Parado en el ribazo

Y grítale que abril…,

Que llega abril, aunque tú no lo nombres,

Que te quedaste fuera de las cosas

A fuerza de nombrarlas.

Y un abismo y un ansia

Me cierran la garganta

Y sólo escucho ecos,

Los ecos mortecinos

Que me lanza el espejo.

No obstante, confuso y  ya muy débil

Me entrego a esta ilusión que no consuela,

En el sonido dulce,

En el perfume largo de todo cuanto vive

Y me construyo un barco de acero tan brillante

Que al navegar los mares de bolina

Se torne azul y espuma por las bandas,

Gaviota y tempestad,

Espejo todo.

 


 

Figura en el espejo

 

            I

¿Dónde podré la flor, digo, la trampa?

Porque sé que hay secretos bien guardados

y noticias que mienten cuando conviene a todos.

 

Ya crecieron las tímidas praderas

de este abril prodigioso. Tanta lluvia

caída en tanto sueño

ha regado la tierra y ha surgido

una pelusa fina, como el bozo temprano

en el labio del joven.

 

Con la lluvia ha quedado una humedad funesta

entre la ropa antigua y me he sentido triste.

Entonces he llenado de figuras

todo este espejo roto.

Presiento una mentira en cada labio,

en los ojos que ocultan,

pero acompañan tanto…

Luego he elegido una, la más bella figura

de toda nuestra escena

y le he otorgado un nombre que ambiciona infinito

como las almas solas de los poetas nobles.

He decidido darle el nombre del amor

y he guardado el secreto para sufrir por algo

ajeno de mí mismo y con ese dolor

matar el otro oscuro.

 


 

II

Sé positivamente que todo es inventado,

no obstante, me parece

que el agua está templada en el remanso

y apetece nadar y me desnudo.

Entro en el agua tibia.

Apenas unas ondas me hacen centro de espejo,

estiro ya los brazos avanzando seguro.

 

¿Quién que llegó hasta aquí

no se envolvió en el agua,

si hizo presa en el cuerpo el río y su corriente?

¡Qué ojos prodigiosos!

En tanta turbación, tanto consuelo.

¡Qué cabello en floración de brisas!

¡Qué labios tan callados!

 

Podríamos negar

y esconder el espejo, pero entonces

qué testigo diría que invento mi locura,

qué voz confirmaría el sentimiento mudo.

Debo elegir limones o naranjas,

debo escoger o lirios o claveles,

debo ponerme verde de tristeza

frente al pozo sombrío donde brilla la luna.

 

Y ahora llega aprender

“la voz a ti debida”

y construir un túnel de nardos y de rosas

y  morirme de pena,

pero pena de amor hecha de vidrio.


 

 

De los arces

 

Ahora me doy cuenta de los arces y acacias del paseo:

sé bien que son robinias y no acacias.

Con sus foliolos dóciles

creábamos las crestas de los gallos

en juegos infantiles.

Por supuesto ignorábamos

que aquel perfume dulce de sus pámpanos

ocultaba veneno.

Nosotros los comíamos.

Nadie nunca sintió náuseas por eso

ni por desconocer su nombre exacto.

 

Bajo estos arces nuevos de hoja transparente

en pura primavera y las verdes robinias

de almibarado péndulo,

encendimos los ojos siendo niños,

con arrebol feliz

al dormirse la tarde.

 

Los juegos de la infancia ya no están

bajo su sombra amiga

ni yo estaré mirando cómo juegan

sus juegos de la infancia

otros que sean ser, cuando no sea

mi voz sino espejismo:

esperanza de un eco en voz ajena,

falsa imagen de luz en otros ojos.

 

No puede nombrar uno sus dioses a capricho,

decir unas palabras y aceptar el favor

de tanto desamparo como ofrece

el arce cuya sombra me retiene

mientras dura la luz de primavera.

 

Acaso todavía en el otoño disfrute de sus hojas

Y lance molinillos contra el viento

En un sueño de niño ya extinguido.

¡Qué inviernos amenazan!

O acaso en el otoño

no quede más que cieno de tanta lluvia triste

allí donde las hojas crujían con escándalo

bajo los pies amados.

 

¿Debo entonces, preguntar por el arce?

¿Recurrir a mis ojos,

aunque solo me ofrezcan desamparo?

¿A la memoria débil?

Cuando mi piel cedía a tanta luz,

el arce se colaba en mi retina y también las acacias aunque fueran muy falsas en su nombre.

En aquel hueco oscuro crecía el mundo todo. ¡El arce que fue árbol en la caricia limpia del sol contra mi córnea! El árbol vegetal en reflejo invertido quedó anclado en mi vida: percibí como juicios sus molinillos ágiles, sus hojas transparentes de pura primavera y así sentí su fronda moviéndose en la brisa, como viví, ya seca su hojarasca de brumas, la fuerza sostenida de sus viejos retoños. ¡Qué tiempo el de los ares y las viejas robinias! No puedo sugerirme  otro mundo más firme que el de la luz clavada en mi cajita oscura. Sin embargo, construyo la memoria, acudo a estos espejos donde el hombre se encuentra con otra luz distinta.

Más turbias las imágenes parecen. Son simulacros mudos, sin remedio quebrándose en el tiempo. ¿A quién quiero legar todo este vidrio?

Voy estando tan solo aquí, junto a estos arces, que inventaría a Dios a toda costa, un dios acogedor que hiciera nido, aunque viera en espejo su figura de espanto y el fuego de esa zarza me fundiera. ¡Qué tímido consuelo anidar ruiseñores para otro abril más puro.                             


 

 

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